martes, 9 de febrero de 2021

Desastre humanitario

     La emergencia mundial desatada por la pandemia de la Covid-19 se ha convertido en una oportunidad única para explorar en profundidad la real catadura de la condición humana. Una situación límite como ésta, al igual que una guerra, está revelando y desnudando una serie de capas y máscaras que nos impedían percibir la verdadera faz de esta insólita especie que no sin ironía fue bautizada como homo sapiens. El símil de la guerra no es descabellado, pues lo que la humanidad enfrenta ahora es efectivamente el ataque de un ejército letal, que no por microscópico e invisible es menos poderoso. Estamos en guerra con un invasor insidioso y versátil, astuto e inteligente que se aprovecha de nuestras debilidades para asestarnos los golpes más duros.

     Son varios meses los que el mundo entero está sumido en esta pesadilla siniestra. Si bien en los primeros instantes, cuando supimos la dimensión de la amenaza, la mayoría se preparó a enfrentarla de la mejor manera, salvando casos excepcionales que siempre existen, la duración de las medidas impuestas por los gobiernos y el cansancio que ello acarrea, han terminado por desarticular el ánimo de muchos y, lo que es más interesante, de sacar a luz no sólo los gestos más generosos y valiosos del ser humano, sino también esos antros oscuros y malignos que también nos habitan. Así hemos tenido, por ejemplo, la actitud solidaria y profundamente humana de quienes han seguido combatiendo desde sus más diversas trincheras contra la enfermedad; e inversamente, la cobardía y la inquina de aquellos que no importándoles el dolor y el sufrimiento de los demás, demuestran toda esa miseria y mezquindad que siempre estuvo depositada en su alma.

    Aparte de las carencias en materia de salud, de educación, de economía, etcétera, que los medios de comunicación han señalado como los puntos vulnerables que han brotado a raíz del ataque del nuevo coronavirus, me importa subrayar el aspecto de la conducta, el comportamiento que cada uno asume ante una realidad que lo supera. Después de varios meses de encierro, me tocó salir hace unas semanas para atender un asunto personal de orden médico, una pequeña intervención quirúrgica que me obligó a desplazarme por las calles después de mucho tiempo. Lo que vi en el trayecto al centro de atención me resultó desolador. Claro, no es que no lo supiera realmente, pues los medios nos informan cada día de este y otros aspectos, pero otra cosa era verlo por uno mismo y comprobarlo a pocos metros. Gente que se paseaba con la mascarilla en el cuello, o cubriéndose solamente la boca, dejando al descubierto la nariz. Jóvenes vendedores en la puerta de sus comercios, desprovistos totalmente de protección, como si vivieran en otro mundo, ajenos absolutamente al drama o tragedia que vivimos.

    Otra faceta que me produce particularmente una sensación de desasosiego inexplicable es la de aquellos que han decidido seguir el camino del negacionismo y del irracionalismo en todas sus formas. Desde los que niegan la realidad del virus, o especulan sobre su origen propalando teorías francamente traídas de los pelos, hasta otros que prefieren dejarse guiar por sus creencias, supersticiones o mitos ante las evidencias científicas. Hay grupos, probablemente muy bien organizados, que difunden información falsa por las redes sociales, sabiendo el potencial altamente contagioso que les provee la tecnología. Es decir, anteponen sus propios intereses, sean políticos o ideológicos, para deformar el conocimiento, tergiversar la información, subvertirla en beneficio de sus egoístas fines. Una oleada de irracionalismo recorre el mundo, llevando al poder a personajes funestos, seres que han abdicado de su condición de líderes de sus pueblos para convertirse en sus guías aventajados hacia el infierno de la ignorancia y la estulticia.

    Me atrevo a decir que estamos viviendo un desastre humanitario, con cerca de dos millones de muertos a nivel mundial, miles de personas que luchan por su vida en los centros hospitalarios, cientos de jóvenes que claman a través de las redes sociales por una cama en las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) de los hospitales para salvar la vida de sus padres, tíos o abuelos, otros tantos que buscan desesperadamente el oxígeno medicinal para sus seres queridos. Decenas de médicos, enfermeras y personal sanitario que han caído en combate por su posición de peligro en la primera línea del campo de batalla. Testimonios espeluznantes de personas de toda edad, adultos jóvenes especialmente, que relatan su personal descenso a los infiernos como en  una escena dantesca. Las mutaciones del virus para sortear la vigilancia humana, volviéndose más agresivo y triplicando su poder de contagio, nos exige redoblar la protección, lo que  incrementa a su vez el miedo natural entre la población. Situación extrema que, sin embargo, no es suficiente para que aquellos tomen conciencia de lo que estamos viviendo.

    La producción en tiempo récord de una vacuna contra este virus ha despertado un rayito de esperanza. Sabemos que no es la solución, pero es un importante refuerzo en nuestras líneas de combate, algo que nos permitirá afrontar con mejores armas esta demencial guerra sin cuartel que libramos. Empero, muchos se han pronunciado manifestando su desconfianza o incredulidad, aduciendo precisamente el tiempo en que se han elaborado, y otras creencias y supercherías diseminadas irresponsablemente por charlatanes y bufones. No debe llamar la atención lo del tiempo, pues hace años que ya se trabajaba en los laboratorios con respecto a otros coronavirus, lo que explica –más el avance tecnológico y científico– la velocidad de su producción. En cuanto a las sandeces anticientíficas que sueltan tan sueltos de huesos los difusores de la mentira, creo que no merecen ni siquiera una respuesta. Sus bulos jamás pueden estar a la altura de la palabra informada, seria y sensata de un hombre de ciencia, de un especialista en medicina, física o química, que construye el conocimiento en base a un método, demostrando con la experimentación y la evidencia aquella verdad que debe conducirnos a tomar la mejor decisión.

    Pero donde he podido comprobar el lado más hediondo del ser humano es cuando se produjo la llegada de las primeras dosis de la vacuna a mi país. Cantidad de personajillos salieron a exhibir sin pudor toda la miseria, la mezquindad y la maldad que emponzoña sus almas. Se fijaron en la cantidad de las mismas, cuestionaron su procedencia, ridiculizaron a las autoridades que fueron a recibirla, en suma, quisieron restar trascendencia al momento histórico que entrañaba. Felizmente son pocos, así como la pequeñez y la bajeza de sus corazones, aunque pienso también en ese segmento considerable de compatriotas que según las encuestas siguen desconfiando de la vacunación. Una imagen contraria me da grandes esperanzas y me llena de una especial emoción: un grupo de enfermeras de un conocido hospital de la capital celebrando con gran alborozo en su centro de trabajo ante la llegada del avión con el primer lote de vacunas.

    En fin, ojalá que a los reacios y desconfiados los asista una pizca de razón, una porción de conciencia, una dosis de solidaridad, un mínimo de empatía, pues esta guerra la ganaremos si todos nos comprometemos, de lo contrario seremos derrotados por la traición de algunos, por esa felonía sin nombre de quienes favorecen al enemigo por puro interés personal, por un perverso cálculo político o por pura estupidez.

 

Lima, 8 de febrero de 2021.  

 

1 comentario:

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