A consecuencia de la crisis moral,
suscitada por la escandalosa repartija de las vacunas entre los miembros del
equipo de ensayo clínico de la Universidad Cayetano Heredia y sus contactos con
entidades estatales como el Ministerio de Salud y la Cancillería, la reacción
comprensible de la ciudadanía ha sido la indignación y la rabia, la perplejidad
teñida de impotencia al ver que personas con posiciones de privilegio se daban
el lujo de hacer uso de su poder para aprovecharse, en circunstancias
dramáticas para la población, de un bien en desmedro precisamente de quienes se
juegan la vida en la primera línea de defensa contra los embates de la
pandemia.
Como ya se ha señalado varias veces, si a
la crisis sanitaria que vivimos le sumamos la económica, luego la política y la
social, y encima esta crisis ética, la conclusión es que como sociedad
realmente hemos tocado fondo, estamos como dije en un artículo anterior ya no
al borde del abismo, sino precipitándonos a la sima del caos y la anarquía que
son los signos peligrosos y terribles de un Estado fallido, de un país que
después de doscientos años de haber proclamado su independencia, sigue atado y
esclavizado a fuerzas siniestras y demoníacas que no le permiten ni siquiera
dar los primeros pasos para construir un proyecto de vida en común, porque eso
es justamente lo que significa una sociedad, un país.
Es en esta realidad que surge mi primera
alerta que es también preocupación, volver los ojos a aquello que abandonamos
hace tiempo en la enseñanza en los colegios y las universidades, para no hablar
ya de las familias y de la propia sociedad, donde inclusive los medios de
comunicación deberían tener un rol protagónico. Me refiero a la ética, esa
disciplina tan valiosa de la filosofía que busca guiarnos en este complejo
camino de la vida, entendiendo qué es lo que nos conviene a los seres humanos
para vivir en armonía, pues como dice el filósofo español Fernando Savater, «la
ética no es más que el intento racional de averiguar cómo vivir mejor». Pues de
eso se trata, una vida mejor, aunque cada persona tenga un punto de vista
diferente sobre lo que ello quiere decir, sin perder de vista por supuesto que
al ser el hombre un animal gregario, ese vivir mejor debe estar en relación
siempre con el otro, con los demás, con el prójimo, con el próximo, con todos
los hombres.
Se piensa equivocadamente que la filosofía
no sirve para nada, cuántos testimonios dan cuenta de ello en los diálogos
familiares y también en las altas instancias gubernamentales, pues de otro modo
no se explica cómo el curso o la asignatura correspondiente haya desaparecido
gradualmente de los currículos escolares, arrinconada en una argamasa
conceptual denominada área de persona, familia y relaciones humanas. El peso
específico que tenía hace un tiempo la filosofía se ha desvanecido entre la
nebulosa de una cantidad de contenidos que la han disuelto en referencias
esporádicas y en menciones aisladas. Claro que el profesor puede darle el
enfoque adecuado según el dominio que posea de la materia, pero las exigencias
curriculares apuntan en verdad hacia otro lado, muy lejos de la enseñanza
específica y puntual de una disciplina imprescindible para el ser humano, lo
vemos ahora más que nunca.
Se han escuchado justificaciones increíbles
y alucinantes de boca de quienes están inmersos en este caso, frases que
exactamente se sitúan en las antípodas de la ética, como aquella infeliz declaración
de una exministra diciendo que «no podía darme el lujo de enfermarme», o del
mismo jefe del equipo médico señalando que «así funcionan las cosas», o de otro
funcionario aduciendo la protección de su entorno y de sí mismo porque «un
viceministro ya no puede servir en la UCI», etcétera. Es decir, la
racionalización del egoísmo más torpe, el encumbramiento de la mezquindad como
patrón de conducta oficial. No hay palabras para describir actitudes como
éstas, por más que cualquiera de nosotros, sin la ética que mencionaba líneas
arriba, pudo haber sido protagonista –y de hecho lo es en otras situaciones– de
comportamientos similares, como tantos comentaristas –entre periodistas,
políticos y gente del común–, que ponen el grito en el cielo y se rasgan las
vestiduras cual fariseos por todo lo que ven.
Cuando saltó el escándalo, que la prensa ha
bautizado con cierta huachafería como “Vacunagate”, inmediatamente pensé en el
libro Ética para Amador de Fernando
Savater, lo busqué en mi biblioteca y empecé a releer como si buscara un tesoro
escondido. Es una plática espléndida que el filósofo simula dirigir a su hijo,
al estilo del famoso texto de Aristóteles Ética
a Nicómaco, otro portento de la historia de la filosofía. Hay una frase
memorable en este último libro que me encanta recordar: «Es una cosa amable
hacer el bien a uno solo; pero más bella y más divina es hacerlo al pueblo y
las ciudades». Cómo no relacionar estas palabras con el comportamiento
indiferente y nada empático de todos aquellos que están involucrados en el
ominoso caso que comentamos. Entre los aforismos que también he recordado, hay
uno que figura en la obra de Savater y que pertenece al gran pensador alemán
Lichtenberg, donde con respecto a uno de los cuatro principios de la moral
dice: «El político: hazlo porque lo requiere la prosperidad de la sociedad de
la que formas parte, por amor a la sociedad y por consideración a ti».
El filósofo español habla de tres fuerzas
que nos impulsan a actuar: las órdenes, las costumbres y los caprichos. Es
evidente que cada una de ellas determina el tipo de comportamiento de las
personas, pues no es lo mismo obrar por obligación, porque la sociedad lo ha
normalizado o porque nos da la gana. Sin embargo, en todas ellas hay un
elemento que no podemos perder de vista y donde radica precisamente nuestra
condición de personas: la libertad. El decidir libremente qué conducta asumir
está definido a su vez por otra característica esencial en el ser humano: la
conciencia. No es fácil dilucidar estos aspectos, pues nos movemos en el reino
complejo e inextricable de la vida humana, una condición radicalmente distinta
a cualquier otro tipo de vida. Es por ello que hasta cierto punto podemos
entender el comportamiento de esas autoridades y funcionarios que decidieron
actuar de una manera y no de otra; pero eso jamás puede justificarlos, pues
como seres de conciencia debieron prever las consecuencias de sus actos. O tal
vez actuaron, como dice Gurdjieff, en ese estado de inconsciencia que es el
dominante de los miembros de nuestra especie.
Como quiera que sea, si lo hicieron por
miedo, por simple conveniencia, por aprovechamiento del cargo o por
inconsciencia, la verdad es que actuaron mal y la vergüenza los acompañará por
el resto de sus vidas, pues no fueron capaces de posponer un privilegio
personal en aras del beneficio mayor que significaba prestar ayuda a quienes lo
necesitaban más perentoriamente que ellos. Erich Fromm lo dice de manera
brillante: «Ser capaz de prestarse atención a uno mismo es requisito previo
para tener la capacidad de prestar atención a los demás; el sentirse a gusto
con uno mismo es la condición necesaria para relacionarse con otros». En ese
mismo sentido, de la ética kantiana del imperativo categórico se deriva la
máxima moral de actuar de tal manera que veamos aquello que hacemos como si lo
hiciera otra persona. Es un sencillo ejercicio de desdoblamiento instantáneo
que nos haría tanto bien a todos.
Por último, leí hace poco una interesante
clasificación de las personas en cuatro categorías, realizada por el economista
e historiador italiano Carlo M. Cipolla. Según él existen: incautos,
inteligentes, malvados y estúpidos. Los incautos son aquellos cuyas acciones
benefician a los demás y perjudican a sí mismos; los inteligentes, benefician a
los demás y se benefician a sí mismos; los malvados, perjudican a los demás y
se benefician ellos mismos; los estúpidos, perjudican a los demás y se
perjudican a sí mismos. Demás está decir que los más peligrosos de todos son
estos últimos, pues sus acciones resultan verdaderamente devastadoras. En fin,
juzgue cada quien en qué categoría le corresponde estar y, sobre todo, qué
calificación merecen quienes actuaron del modo en que se está hablando en la
prensa, la opinión pública y las redes sociales. Es un asunto de suma urgencia,
porque en ella se funda nuestra existencia como sociedad, y por más desconcierto
que pueda asaltarnos en momentos como estos, debemos pensar como el doctor
Rieux, el médico de la novela La peste
de Albert Camus, quien al final de la historia remata con una luz de esperanza:
“Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.
Lima, 23 de febrero de 2021.
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