viernes, 14 de agosto de 2015

Un corazón en cuarentena


Un chequeo médico me llevó nuevamente a la cola de espera de una clínica local. Una cita largamente esperada para conocer la opinión del cardiólogo sobre la marcha de este corazón asendereado, me acercó a una realidad que los mortales comunes y silvestres pasan de soslayo en sus vertiginosas existencias. Llegué minutos antes de lo que señalaba la probable hora de atención, y una nutrida concurrencia aguardaba su turno en las sillas acondicionadas en el pequeño espacio de la sala de espera.

     Lo primero que me sorprendió, aunque pensándolo bien no tenía por qué sorprenderme especialmente, fue la edad de todos los pacientes: señores y señoras que pasaban largamente los sesenta o setenta años. Yo, con mi medio siglo aún a cuestas, me sentí casi un intruso en ese selecto grupo de veteranos que acudían a preservar sus ya cansados corazones. Reculé hacia la puerta cuando comprobé que todas las butacas estaban ocupadas, quedándome de pie en el rellano dispuesto a hacer lo mismo que todos mis nuevos vecinos: esperar.

     Mas he aquí que una nueva sorpresa, más grata quizás que la anterior, despertó mi aletargado optimismo sobre la condición humana: casi todos tenían en la mano una revista o un periódico que leían con avidez, paisaje que me hizo sentir en familia, pues yo también me disponía a dedicarle los minutos o las horas que fueran a la lectura de mi semanario favorito. Pero como no todo podía ser idílico y perfecto en esta vida, una jovencita se acercó a la sala y se dispuso a quedarse, extrayendo inmediatamente de su cartera ese invariable compañero de todo joven de nuestros tiempos: su teléfono celular. Se enfrascó en su pequeña pantalla, devolviéndome al pesimismo crónico que me hace considerar esos artilugios meros apéndices banales de la vida moderna.

     Se me acerca la enfermera para preguntarme la razón por la que estoy en la lista de espera. Al decirle que he sido derivado por el médico principal que me trata, como parte de un análisis completo que ha decidido practicarme, me alcanza un papel con una orden para el departamento respectivo con el fin de que puedan sacarme un electrocardiograma. Me dirijo al consultorio señalado, toco la puerta y nadie responde. Creo que estoy en vano esperando ante una sala vacía, entonces pregunto a la mujer de la limpieza que acierta a pasar por allí si están atendiendo. Me dice que sí y vuelvo a la carga. Al rato se asoma una joven enfermera por la puerta contigua y me interpela con su mirada. Le digo a lo que voy y me dice que espere. Después de atender a una señora que iba por un inyectable, me hace pasar a su oficina y me dice que me saque el saco y la camisa. Le pregunto si me tengo que sacar también la prenda interior y me dice que no es necesario; me ordena que me eche en la camilla.

     Mientras habla por su teléfono móvil con algún familiar, a quien le pregunta si ya le han dado de desayunar a su hijo, va alistando el material pertinente para la toma requerida. Ordena que me levante el bividí para la prueba, mientras unta mi pecho, mis muñecas y tobillos con un gel verde esmeralda. Al hacerlo comenta maravillada sobre la profusión de vellos que alfombran mis esmirriados pectorales, recomendándome que para la próxima vez los afeite, pues, me explica, a veces dificultan la labor de colocar los chupones en la zona referida. Pienso para mis adentros que eso no sucederá nunca, pues espero no tener que regresar otra vez para esta prueba, o por lo menos no tan pronto. En cuestión de segundos, procede a retirarme los chupones del pecho, de las muñecas y de los tobillos, indicándome que ha terminado. Me sorprende la rapidez de la operación, me pongo en pie y me visto. Al momento de salir, me entrega el resultado en un papel atravesado por líneas paralelas que marcan el zigzagueo regular de este músculo que es un tambor, un péndulo, una campana y un reloj despertador a la vez.

 

Lima, 30 de mayo de 2015.

No hay comentarios:

Publicar un comentario