Un chequeo médico me
llevó nuevamente a la cola de espera de una clínica local. Una cita largamente
esperada para conocer la opinión del cardiólogo sobre la marcha de este corazón
asendereado, me acercó a una realidad que los mortales comunes y silvestres
pasan de soslayo en sus vertiginosas existencias. Llegué minutos antes de lo
que señalaba la probable hora de atención, y una nutrida concurrencia aguardaba
su turno en las sillas acondicionadas en el pequeño espacio de la sala de
espera.
Lo primero que me sorprendió, aunque
pensándolo bien no tenía por qué sorprenderme especialmente, fue la edad de
todos los pacientes: señores y señoras que pasaban largamente los sesenta o
setenta años. Yo, con mi medio siglo aún a cuestas, me sentí casi un intruso en
ese selecto grupo de veteranos que acudían a preservar sus ya cansados
corazones. Reculé hacia la puerta cuando comprobé que todas las butacas estaban
ocupadas, quedándome de pie en el rellano dispuesto a hacer lo mismo que todos
mis nuevos vecinos: esperar.
Mas he aquí que una nueva sorpresa, más
grata quizás que la anterior, despertó mi aletargado optimismo sobre la
condición humana: casi todos tenían en la mano una revista o un periódico que
leían con avidez, paisaje que me hizo sentir en familia, pues yo también me
disponía a dedicarle los minutos o las horas que fueran a la lectura de mi
semanario favorito. Pero como no todo podía ser idílico y perfecto en esta
vida, una jovencita se acercó a la sala y se dispuso a quedarse, extrayendo
inmediatamente de su cartera ese invariable compañero de todo joven de nuestros
tiempos: su teléfono celular. Se enfrascó en su pequeña pantalla, devolviéndome
al pesimismo crónico que me hace considerar esos artilugios meros apéndices
banales de la vida moderna.
Se me acerca la enfermera para preguntarme
la razón por la que estoy en la lista de espera. Al decirle que he sido
derivado por el médico principal que me trata, como parte de un análisis
completo que ha decidido practicarme, me alcanza un papel con una orden para el
departamento respectivo con el fin de que puedan sacarme un electrocardiograma.
Me dirijo al consultorio señalado, toco la puerta y nadie responde. Creo que
estoy en vano esperando ante una sala vacía, entonces pregunto a la mujer de la
limpieza que acierta a pasar por allí si están atendiendo. Me dice que sí y
vuelvo a la carga. Al rato se asoma una joven enfermera por la puerta contigua
y me interpela con su mirada. Le digo a lo que voy y me dice que espere.
Después de atender a una señora que iba por un inyectable, me hace pasar a su
oficina y me dice que me saque el saco y la camisa. Le pregunto si me tengo que
sacar también la prenda interior y me dice que no es necesario; me ordena que
me eche en la camilla.
Mientras habla por su teléfono móvil con
algún familiar, a quien le pregunta si ya le han dado de desayunar a su hijo,
va alistando el material pertinente para la toma requerida. Ordena que me
levante el bividí para la prueba, mientras unta mi pecho, mis muñecas y
tobillos con un gel verde esmeralda. Al hacerlo comenta maravillada sobre la
profusión de vellos que alfombran mis esmirriados pectorales, recomendándome
que para la próxima vez los afeite, pues, me explica, a veces dificultan la
labor de colocar los chupones en la zona referida. Pienso para mis adentros que
eso no sucederá nunca, pues espero no tener que regresar otra vez para esta
prueba, o por lo menos no tan pronto. En cuestión de segundos, procede a
retirarme los chupones del pecho, de las muñecas y de los tobillos, indicándome
que ha terminado. Me sorprende la rapidez de la operación, me pongo en pie y me
visto. Al momento de salir, me entrega el resultado en un papel atravesado por líneas
paralelas que marcan el zigzagueo regular de este músculo que es un tambor, un
péndulo, una campana y un reloj despertador a la vez.
Lima,
30 de mayo de 2015.
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