viernes, 14 de agosto de 2015

Uchuraccay: Yuyanapaq


     Frisaba yo los dieciocho años de edad –flamante estudiante de Derecho de la UNMSM– cuando ocurrieron los aciagos acontecimientos que acabaron con la vida de ocho periodistas y un guía, asesinados cruelmente, en controvertidas circunstancias, por los comuneros iquichanos de Uchuraccay, el 26 de enero de 1983. Disfrutaba mis vacaciones de fin de semestre, en la cálida compañía de mi familia en mi ciudad natal, cuando la noticia conmocionó a la opinión pública nacional y mundial; los medios de comunicación desplegaron sus páginas principales para dar a conocer los hechos, y el gobierno se vio abruptamente interpelado por una realidad que de pronto le saltaba a la cara.

     ¡Increíble! Después de 32 años de transcurridos los acontecimientos, recién puedo leer completo el informe de la Comisión Investigadora que el gobierno del presidente Belaunde nombró para la ocasión, integrada por el novelista Mario Vargas Llosa, el jurista Abraham Guzmán Figueroa y el periodista Mario Castro Arenas. La creación de este grupo de trabajo se debió al pedido del parlamentario aprista Luis Alberto Sánchez, quien propuso su conformación para esclarecer los luctuosos sucesos que enlutaron a la familia periodística, especialmente, y al Perú entero.

     Esa terrible tragedia desnudó, más que cualquier otro hecho contemporáneo, la realidad dual de nuestro país, la coexistencia en un mismo territorio, separados apenas por algunos cientos de kilómetros, de un Perú oficial, representado por las autoridades políticas, una población más o menos informada de los sectores urbanos, y un Perú real, profundo según la denominación de Basadre, anquilosado en el tiempo y viviendo generalmente de espaldas a esta realidad costeña y occidental que muchos siguen creyendo que es el único Perú.

     La tesis central que se desprende del informe es que los periodistas fueron ultimados –con palos, hondas y machetes–, por una turba enfurecida de campesinos, confundidos en medio del fragor de la vorágine demencial de una guerra que asoló al Perú en las últimas dos décadas del siglo XX. La Comisión sostiene que los comuneros confundieron a los periodistas con terroristas, a quienes esperaban de un momento a otro, pues creían que irían a tomar venganza por los ajusticiamientos que el pueblo había perpetrado con siete de ellos en días pasados. Por ello, en cuanto divisaron a los forasteros hacer su aparición por las heladas alturas de la provincia de Huanta, al instante intuyeron que eran miembros de la guerrilla de Sendero Luminoso, quienes venían a escarmentarlos por dichas muertes.

     Los treinta días que pasaron los miembros de la Comisión investigando en el lugar de los hechos, con el asesoramiento de un elenco de expertos, entre los que se contaban antropólogos, juristas, lingüistas y psicoanalistas, fueron de los más intensos y angustiosos de sus vidas, pues eran conscientes que cargaban sobre sus hombros una enorme responsabilidad, observados con expectación y detenimiento por millones de peruanos que ansiaban saber por fin qué había pasado aquel funesto día en que este puñado de hombres de prensa fueron martirizados en una confusa emboscada en el corazón mismo de los Andes centrales, cuna de la insurgencia senderista.

     El informe fue materia de una intensa controversia que fue ventilada en los principales órganos de prensa del país y del extranjero, suscitando un enconado enfrentamiento entre el escritor Vargas Llosa, principal figura y redactor del texto, y un abigarrado grupo de críticos, situados en las más diversas trincheras ideológicas, quienes dejaron correr la especie de que aquél se había mostrado muy condescendiente con el poder al haberlo eximido de culpa en la violenta muerte de los ocho periodistas.

     Describe el documento los prolegómenos del hecho, las razones, las circunstancias  y las causas que precipitaron el atroz descuartizamiento de estos valerosos hombres que arriesgando sus vidas se aventuraron optimistas por conocer la verdad, sin imaginar que en apenas unos minutos serían ajusticiados cruelmente, siendo enterrados en un ritual mágico-religioso como si fueran “diablos”, según la creencia dominante en el mundo andino: en parejas y boca abajo, destruidos los ojos y la boca (para que no reconozcan a sus victimarios y no los delaten), y quebrados los tobillos (para que no regresen a vengarse de sus verdugos).

     La matanza de los ocho periodistas fue, sin duda, uno de los acontecimientos más nefastos de la era del terror que vivió nuestro país a partir del retorno de la democracia en 1980, constituyéndose en el símbolo de aquello que nunca más debe volver a suceder en nuestra historia, la tragedia para recordar lo que los peruanos jamás debemos permitir que regrese en este presente que lo construimos a duras penas, y menos en el futuro, que debería aguardar para todos, por lo menos, un resquicio de esperanza.

 

Lima, 22 de marzo de 2015.  

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