Frisaba yo los dieciocho años de edad
–flamante estudiante de Derecho de la UNMSM– cuando ocurrieron los aciagos
acontecimientos que acabaron con la vida de ocho periodistas y un guía,
asesinados cruelmente, en controvertidas circunstancias, por los comuneros
iquichanos de Uchuraccay, el 26 de enero de 1983. Disfrutaba mis vacaciones de
fin de semestre, en la cálida compañía de mi familia en mi ciudad natal, cuando
la noticia conmocionó a la opinión pública nacional y mundial; los medios de
comunicación desplegaron sus páginas principales para dar a conocer los hechos,
y el gobierno se vio abruptamente interpelado por una realidad que de pronto le
saltaba a la cara.
¡Increíble! Después de 32 años de
transcurridos los acontecimientos, recién puedo leer completo el informe de la
Comisión Investigadora que el gobierno del presidente Belaunde nombró para la
ocasión, integrada por el novelista Mario Vargas Llosa, el jurista Abraham
Guzmán Figueroa y el periodista Mario Castro Arenas. La creación de este grupo
de trabajo se debió al pedido del parlamentario aprista Luis Alberto Sánchez, quien
propuso su conformación para esclarecer los luctuosos sucesos que enlutaron a
la familia periodística, especialmente, y al Perú entero.
Esa terrible tragedia desnudó, más que
cualquier otro hecho contemporáneo, la realidad dual de nuestro país, la
coexistencia en un mismo territorio, separados apenas por algunos cientos de
kilómetros, de un Perú oficial, representado por las autoridades políticas, una
población más o menos informada de los sectores urbanos, y un Perú real,
profundo según la denominación de Basadre, anquilosado en el tiempo y viviendo
generalmente de espaldas a esta realidad costeña y occidental que muchos siguen
creyendo que es el único Perú.
La tesis central que se desprende del
informe es que los periodistas fueron ultimados –con palos, hondas y machetes–,
por una turba enfurecida de campesinos, confundidos en medio del fragor de la
vorágine demencial de una guerra que asoló al Perú en las últimas dos décadas
del siglo XX. La Comisión sostiene que los comuneros confundieron a los
periodistas con terroristas, a quienes esperaban de un momento a otro, pues
creían que irían a tomar venganza por los ajusticiamientos que el pueblo había
perpetrado con siete de ellos en días pasados. Por ello, en cuanto divisaron a
los forasteros hacer su aparición por las heladas alturas de la provincia de
Huanta, al instante intuyeron que eran miembros de la guerrilla de Sendero
Luminoso, quienes venían a escarmentarlos por dichas muertes.
Los treinta días que pasaron los miembros
de la Comisión investigando en el lugar de los hechos, con el asesoramiento de
un elenco de expertos, entre los que se contaban antropólogos, juristas,
lingüistas y psicoanalistas, fueron de los más intensos y angustiosos de sus
vidas, pues eran conscientes que cargaban sobre sus hombros una enorme
responsabilidad, observados con expectación y detenimiento por millones de
peruanos que ansiaban saber por fin qué había pasado aquel funesto día en que
este puñado de hombres de prensa fueron martirizados en una confusa emboscada
en el corazón mismo de los Andes centrales, cuna de la insurgencia senderista.
El informe fue materia de una intensa
controversia que fue ventilada en los principales órganos de prensa del país y
del extranjero, suscitando un enconado enfrentamiento entre el escritor Vargas
Llosa, principal figura y redactor del texto, y un abigarrado grupo de críticos,
situados en las más diversas trincheras ideológicas, quienes dejaron correr la
especie de que aquél se había mostrado muy condescendiente con el poder al
haberlo eximido de culpa en la violenta muerte de los ocho periodistas.
Describe el documento los prolegómenos del
hecho, las razones, las circunstancias y
las causas que precipitaron el atroz descuartizamiento de estos valerosos
hombres que arriesgando sus vidas se aventuraron optimistas por conocer la
verdad, sin imaginar que en apenas unos minutos serían ajusticiados cruelmente,
siendo enterrados en un ritual mágico-religioso como si fueran “diablos”, según
la creencia dominante en el mundo andino: en parejas y boca abajo, destruidos
los ojos y la boca (para que no reconozcan a sus victimarios y no los delaten),
y quebrados los tobillos (para que no regresen a vengarse de sus verdugos).
La matanza de los ocho periodistas fue,
sin duda, uno de los acontecimientos más nefastos de la era del terror que
vivió nuestro país a partir del retorno de la democracia en 1980,
constituyéndose en el símbolo de aquello que nunca más debe volver a suceder en
nuestra historia, la tragedia para recordar lo que los peruanos jamás debemos
permitir que regrese en este presente que lo construimos a duras penas, y menos
en el futuro, que debería aguardar para todos, por lo menos, un resquicio de
esperanza.
Lima,
22 de marzo de 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario