La magia de Kundera
permite que uno se sienta capturado desde la primera línea de sus novelas. Es
lo que me sucedió años ha con La
insoportable levedad del ser y La
inmortalidad, y que ahora revive con La
broma, una obra de 1965 que he leído con vivo interés y expectante
curiosidad. Narrada desde distintos puntos de vista, la historia de Ludvik, un
estudiante moravo, se inicia cuando regresa a su tierra natal con un objetivo
preciso en mente, encontrándola muy diferente a como la dejó hace varios años. Cree
reconocer a la peluquera que lo atiende por recomendación de Kostka, un viejo
amigo. Éste había sido objeto de un favor especial que en el pasado le había
brindado Ludvik, por lo que decide apelar a su ayuda para alojarse en la
ciudad.
En la segunda parte, narrada por Helena,
esta recuerda sus vaivenes sentimentales cuando conoce a Ludvik, estando casada
con Pavel Zemanek. Es una relación tortuosa que Ludvik da por terminada de un
momento a otro, cuando es consciente de que empieza a precipitarse por una
pendiente sin retorno. Entretanto, el protagonista recuerda, al pie del Morava,
el momento que empezó su perdición, todo por culpa de una estúpida broma en
medio de una sociedad escabrosamente solemne y burocráticamente seria. La
destinataria es Marketa, una compañera de la universidad, absolutamente carente
de sentido del humor. En la postal que le envía cuando ella va a un cursillo de
verano, escribe: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a
idiotez. ¡Viva Trotski! Ludvik”. Enseguida Marketa desaparece y Ludvik queda
sumido en un atroz desamparo.
Al regresar a la universidad luego de las
vacaciones, es sometido a un inquisitivo interrogatorio por tres camaradas del
partido a causa de su postal. Finalmente, después de una larga y tediosa
discusión bizantina, es expulsado sin más, decisión decretada por Zemanek,
camarada del que al principio esperaba obtener ayuda y perdón. Luego de unos
trabajos eventuales en la marginalidad, Ludvik termina en las minas con la
escoria de la sociedad. Sometido a una rutina atosigante en una labor al que
había sido condenado por el régimen, experimenta la desoladora sensación del
tiempo desnudo, una actividad sin sentido que lo sume en la depresión y la
ruina moral.
Saliendo del patio interior de un cine en
Ostrava, vio a Lucie por primera vez. Decide seguirla una característica en
ella que sería cara al autor: la lentitud, que es otra de las formas de la
levedad. Se consolaba de su tristeza leyendo los poemas de Frantisek Halas, un
poeta también excomulgado como él por el aparato oficial del partido. Vive una
relación casta con Lucie, no por él claro está, hasta producirse el
descubrimiento de su cuerpo a raíz del asunto de los vestidos que Ludvik decide
comprarle un día. Lucie despierta en él toda esa volcánica sensualidad de la
que es capaz un joven. Sus visitas a la cerca del cuartel donde vive confinado,
no hacen sino acrecentar esa pasión erótica. Azuzado por el deseo, arriesga su
situación poniendo en práctica el plan de fuga de uno de sus compañeros de
reclusión para poder encontrarse con ella. Pero es inútil, Lucie se mantiene en
sus trece en cuanto a seguirse negando su entrega a Ludvik. Sería su último
encuentro, frustrante y decepcionante para éste.
La cuarta parte adopta el punto de vista
de Jaroslav, el músico amigo de Ludvik que denosta de las “cancioncillas de
moda” y de las “cursiladas sin contenido” que imperan en la música de su
tiempo, aunque no sea privativo de ella. Traza un paralelo entre el jazz y el
folklore de la Europa oriental como configuradores de la música del siglo XX en
el Viejo Continente. Sus reflexiones sobre la sociedad claustrofóbica que los
alberga corren paralelas a sus comentarios estéticos. La vigilancia permanente
a que se ven sometidos quienes caen en desgracia en una sociedad cerrada –para
emplear categorías popperianas–, es lo que determina el recelo de Ludvik frente
a Jaroslav.
En la quinta parte retoma el relato Ludvik
para contarnos su encuentro con Helena, la mujer de Zemanek. En la posesión de
aquella se consuma simbólicamente la venganza de Ludvik contra quien
sentenciara su suerte en el pasado. No acepta reconciliarse con quien fuera su
verdugo en la etapa universitaria, a pesar del cambio de opinión que éste había
experimentado, discusión que se manifiesta en la última parte de la novela
cuando discurren sobre las diferencias generacionales.
Ludvik había concertado una cita en su
ciudad para vengarse de su pasado, y éste había pasado indiferente. La vida le
jugaba una broma cruel y despiadada, producto del azar, de dios, del destino o
de quien sea. La historia de Ludvik es la de un hombre que vive atrapado por su
pasado, el que quisiera abolir para sentirse libre. Es entonces cuando Helena
le envía una nota de despedida con Jindra, el técnico de sonido que anda
enamorado de ella. Ambos temen que sea el anuncio de su suicidio, por lo que
salen prestos en su busca para evitarlo.
Una cita memorable en el desenlace de la
historia: “La tierra en la que vivimos es un territorio fronterizo entre el
cielo y el infierno. No hay ningún comportamiento que sea en sí mismo bueno o
malo. Es su sitio dentro del orden de las cosas el que lo hace bueno o lo hace
malo”. Una magnífica descripción del relativismo de las cosas, sobre todo en el
terreno de la ética.
“El destino con frecuencia termina antes
de la muerte”, reflexiona Ludvik en la última escena de la novela, cuando
Jaroslav sufre un infarto y se lo lleva la ambulancia, dejándonos entrever un
final imprevisto como el que nos tiene deparada la vida misma.
Lima,
16 de julio de 2015.
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