viernes, 14 de agosto de 2015

La mala broma del destino perdido


     La magia de Kundera permite que uno se sienta capturado desde la primera línea de sus novelas. Es lo que me sucedió años ha con La insoportable levedad del ser y La inmortalidad, y que ahora revive con La broma, una obra de 1965 que he leído con vivo interés y expectante curiosidad. Narrada desde distintos puntos de vista, la historia de Ludvik, un estudiante moravo, se inicia cuando regresa a su tierra natal con un objetivo preciso en mente, encontrándola muy diferente a como la dejó hace varios años. Cree reconocer a la peluquera que lo atiende por recomendación de Kostka, un viejo amigo. Éste había sido objeto de un favor especial que en el pasado le había brindado Ludvik, por lo que decide apelar a su ayuda para alojarse en la ciudad.

     En la segunda parte, narrada por Helena, esta recuerda sus vaivenes sentimentales cuando conoce a Ludvik, estando casada con Pavel Zemanek. Es una relación tortuosa que Ludvik da por terminada de un momento a otro, cuando es consciente de que empieza a precipitarse por una pendiente sin retorno. Entretanto, el protagonista recuerda, al pie del Morava, el momento que empezó su perdición, todo por culpa de una estúpida broma en medio de una sociedad escabrosamente solemne y burocráticamente seria. La destinataria es Marketa, una compañera de la universidad, absolutamente carente de sentido del humor. En la postal que le envía cuando ella va a un cursillo de verano, escribe: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotski! Ludvik”. Enseguida Marketa desaparece y Ludvik queda sumido en un atroz desamparo.

     Al regresar a la universidad luego de las vacaciones, es sometido a un inquisitivo interrogatorio por tres camaradas del partido a causa de su postal. Finalmente, después de una larga y tediosa discusión bizantina, es expulsado sin más, decisión decretada por Zemanek, camarada del que al principio esperaba obtener ayuda y perdón. Luego de unos trabajos eventuales en la marginalidad, Ludvik termina en las minas con la escoria de la sociedad. Sometido a una rutina atosigante en una labor al que había sido condenado por el régimen, experimenta la desoladora sensación del tiempo desnudo, una actividad sin sentido que lo sume en la depresión y la ruina moral.

     Saliendo del patio interior de un cine en Ostrava, vio a Lucie por primera vez. Decide seguirla una característica en ella que sería cara al autor: la lentitud, que es otra de las formas de la levedad. Se consolaba de su tristeza leyendo los poemas de Frantisek Halas, un poeta también excomulgado como él por el aparato oficial del partido. Vive una relación casta con Lucie, no por él claro está, hasta producirse el descubrimiento de su cuerpo a raíz del asunto de los vestidos que Ludvik decide comprarle un día. Lucie despierta en él toda esa volcánica sensualidad de la que es capaz un joven. Sus visitas a la cerca del cuartel donde vive confinado, no hacen sino acrecentar esa pasión erótica. Azuzado por el deseo, arriesga su situación poniendo en práctica el plan de fuga de uno de sus compañeros de reclusión para poder encontrarse con ella. Pero es inútil, Lucie se mantiene en sus trece en cuanto a seguirse negando su entrega a Ludvik. Sería su último encuentro, frustrante y decepcionante para éste.

     La cuarta parte adopta el punto de vista de Jaroslav, el músico amigo de Ludvik que denosta de las “cancioncillas de moda” y de las “cursiladas sin contenido” que imperan en la música de su tiempo, aunque no sea privativo de ella. Traza un paralelo entre el jazz y el folklore de la Europa oriental como configuradores de la música del siglo XX en el Viejo Continente. Sus reflexiones sobre la sociedad claustrofóbica que los alberga corren paralelas a sus comentarios estéticos. La vigilancia permanente a que se ven sometidos quienes caen en desgracia en una sociedad cerrada –para emplear categorías popperianas–, es lo que determina el recelo de Ludvik frente a Jaroslav.

     En la quinta parte retoma el relato Ludvik para contarnos su encuentro con Helena, la mujer de Zemanek. En la posesión de aquella se consuma simbólicamente la venganza de Ludvik contra quien sentenciara su suerte en el pasado. No acepta reconciliarse con quien fuera su verdugo en la etapa universitaria, a pesar del cambio de opinión que éste había experimentado, discusión que se manifiesta en la última parte de la novela cuando discurren sobre las diferencias generacionales.

     Ludvik había concertado una cita en su ciudad para vengarse de su pasado, y éste había pasado indiferente. La vida le jugaba una broma cruel y despiadada, producto del azar, de dios, del destino o de quien sea. La historia de Ludvik es la de un hombre que vive atrapado por su pasado, el que quisiera abolir para sentirse libre. Es entonces cuando Helena le envía una nota de despedida con Jindra, el técnico de sonido que anda enamorado de ella. Ambos temen que sea el anuncio de su suicidio, por lo que salen prestos en su busca para evitarlo.

     Una cita memorable en el desenlace de la historia: “La tierra en la que vivimos es un territorio fronterizo entre el cielo y el infierno. No hay ningún comportamiento que sea en sí mismo bueno o malo. Es su sitio dentro del orden de las cosas el que lo hace bueno o lo hace malo”. Una magnífica descripción del relativismo de las cosas, sobre todo en el terreno de la ética.

     “El destino con frecuencia termina antes de la muerte”, reflexiona Ludvik en la última escena de la novela, cuando Jaroslav sufre un infarto y se lo lleva la ambulancia, dejándonos entrever un final imprevisto como el que nos tiene deparada la vida misma.

 

Lima, 16 de julio de 2015.

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