Aunque la sentencia de
la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) haya decidido finalmente no
imponer ninguna sanción pecuniaria al Estado peruano por el denominado caso
Chavín de Huántar, las declaraciones previas del presidente de la República,
negándose a cumplir de antemano algunos previsibles considerandos de aquella,
han sonado abiertamente destempladas e insolentes, por decir lo menos.
Que la caterva fujimorista se haya
lanzado, desaforada, contra esa posibilidad, es comprensible, al fin de cuentas
ellos son precisamente los cómplices de un régimen cuestionado hasta la
saciedad en materia de derechos humanos; pero que el jefe de Estado, quien se
supone debe encarnar la cordura y la ponderación, haya proferido tamaño
despropósito –“No le daremos ni un sol a los terrucos, así lo diga la CIDH”–,
es francamente lamentable, puesto en plan de niño berrinchudo y engreído.
Ante la inminencia de un fallo adverso,
por culpa de los desacertados pasos de un Poder Judicial que no da punta con
hilo, no pudo reaccionar pues de esa manera, dejando traslucir su alicaída
performance presidencial y desnudando las bastedades y rudimentos de una figura
que a estas alturas de su mandato se ha pintado de cuerpo entero. Ahora podemos
entender un poco más el epíteto que le endilgara la lingüista Martha
Hildebrandt nada más asumir el poder.
La prensa adicta a las medias verdades y a
desacreditar a los organismos e instituciones internacionales que velan por el
respeto de los derechos humanos en el hemisferio, han presentado el caso como
que se estuviera cuestionando el accionar de los comandos que participaron en
el exitoso rescate de los rehenes de la residencia de la embajada japonesa en
abril de 1997. Nada más falso. El tribunal reconoce la legitimidad de la
intervención armada, destacando su singularidad en vista de las azarosas
circunstancias que rodearon los hechos. La única excepción que presenta es con
respecto a lo ocurrido con el emerretista Eduardo Cruz Sánchez, más conocido
como Tito, quien habría sido víctima de lo que en términos jurídicos se llama
una ejecución extrajudicial.
Pretendiendo camuflarse entre los rehenes
que eran liberados, fue reconocido por uno de ellos y denunciado ante el
oficial encargado de la operación, quien habría ordenado su reingreso al local,
donde posteriormente fue encontrado muerto con un balazo en la nuca. Es testigo
de esto el señor Ogura, a quien la vocera más afiebrada del fujimorismo ha
pretendido enlodar insinuando su complicidad con los rebeldes. Al parecer,
según lo dicho por el rehén, Tito se habría rendido, pero el oficial,
obedeciendo órdenes del SIN y su mandamás de turno, decretó su ejecución en el
escenario de los acontecimientos, para hacer ver que había caído víctima de la
refriega producida.
Sin embargo, las pruebas forenses han
demostrado fehacientemente que con el emerretista Tito se cometió, lisa y
llanamente, un asesinato, según las cláusulas internacionales de las leyes de
guerra, corroborado además por dos sentencias emitidas por tribunales peruanos.
Pero esto se realizó al margen de la operación, que fue impecable, por un grupo
paramilitar que ha sido bautizado como los gallinazos, actuando según los
dictados de una superioridad interesada en desaparecer todo indicio de
cuestionamiento a su apócrifa intervención.
A pesar de ello, no debe enturbiar el
exitoso rescate la actitud criminal de ciertos elementos que hoy están en
investigación, según la recomendación de la CIDH. Es por eso que no se deben
confundir las cosas, ni menos mostrar actitudes infantiles cuando algo no sale
de acuerdo a nuestros deseos o, según la coyuntura, a veleidosos propósitos
palaciegos.
Lima,
11 de julio de 2015.
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