El triunfo del magnate estadounidense
Donald Trump en las elecciones presidenciales del martes 8 último avizora un
futuro incierto y sombrío tanto para la superpotencia como para el resto del
mundo. El solo hecho de haberse permitido postular a tan alto cargo a tan
bufonesco personaje, revela la índole moral y espiritual de una sociedad que
empieza a evidenciar los signos claros de su decadencia política. Un tipo
lastrado por las peores calificaciones personales: misógino, racista, xenófobo,
ignorante, vulgar, machista, grosero, etc., accede de esta manera al poder del
país que durante un siglo ejerce su hegemonía sobre el planeta.
El viejo partido de Abraham Lincoln, copado
por el populismo más recalcitrante y obtuso, termina convertido en el vehículo
triunfante de un personaje impresentable y digno del más genuino desprecio.
Como que se jacta impúdicamente de hacer lo que quiere con las mujeres porque
el ser multimillonario es para eso su patente de corso; insulta descaradamente,
además, a los mexicanos, a los musulmanes, a los homosexuales, y hasta a los
discapacitados. Allí están sus decenas de tuits
–publicados a doble página por el New
York Times– para corroborarlo.
Cómo explicar este hecho inaudito en la que
se supone es la mayor democracia del mundo. Los analistas se rompen la cabeza
para encontrar razones y argumentos convincentes que nos permitan comprender
una de las mayores imposturas de los tiempos recientes. Alguno desliza por allí
la idea de que es una forma de burlarse de un sistema político enfermo, como lo
ha sugerido el cineasta Michael Moore, quien además predijo con bastante
acierto este bochornoso resultado para el país más poderoso del orbe.
Después de Trump, cualquier advenedizo en
la política puede creerse con las condiciones y el derecho de aspirar a la
presidencia no solo de ese país, sino de cualquiera en donde tenga a bien
funcionar la democracia. Paradójicamente, el mayor logro de un sistema político
tan estimado en Occidente, puede trocarse también en su mayor verdugo. Es
decir, que un mandatario elegido democráticamente, asuma ya en el poder poses
autoritarias que pongan en riesgo los principios y valores que lo sostienen.
Los ciudadanos del mundo no se reponen aún
de la conmoción que ha significado el triunfo del candidato en los comicios
presidenciales de la nación norteamericana. Azuzando muy eficazmente –a una
población mayoritariamente impermeable a la ética y a los valores
imprescindibles de las modernas sociedades democráticas– el hirsuto fantasma
del miedo, y valiéndose de las mentiras y los insultos como armas arrojadizas,
ha calado poderosamente en la mentalidad de un electorado desencantado del
sistema y que ha visto como su única salida enrostrarle a las élites el tamaño
de su decepción.
Se veía venir este resultado. Lo que más se
temía se ha consumado. El ocaso del imperio capitalista es inevitable: acaba de
mostrarse un signo de su inexorable declive. Tampoco es que Hillary Clinton
encarnara precisamente lo que se denomina, con cierta anacrónica ingenuidad, el
sueño americano; pero Trump es la viva imagen de su pesadilla. Y a pesar de
obtener la mayor votación popular, la candidata demócrata sufre el mayor revés
de su dilatada carrera política, pues “un sistema electoral arcaico del siglo
XVIII” (M. Moore dixit), ha permitido que gane quien menos votos populares
tiene.
Se cierra así un año nefasto para las
aspiraciones progresistas de los pueblos en el mundo, asolado por un populismo
de derechas que comenzó con el Brexit
en el Reino Unido, siguió con el No en Colombia y que ahora catapulta a la Sala
Oval de la Casa Blanca al representante más bronco de esta deriva neofascista.
Quedan pendiendo de un hilo todos los avances significativos del gobierno de
Obama en materia de política exterior, como la apertura a Cuba y el acuerdo
nuclear con Irán, así como tantos otros asuntos en los que Washington tenía la
voz cantante.
Escéptico, suspicaz, incrédulo, espero los
acontecimientos que vienen a partir de ahora con la misma sensación que si
estuviera en medio de una borrasca en alta mar.
Lima,
12 de noviembre de 2016.