Caer tumbado a la cama, producto de una de
esas enfermedades virales y pasajeras, puede no significar necesariamente la
experiencia más desoladora que uno puede vivir. Pues como dice el famoso
refrán, no hay bien que por mal no venga, todas las cosas tienden a encerrar en
su corazón su opuesto, todas encarnan lo que ellas son en sí mismas y su
contrario. Los filósofos le pusieron nombre a esta fuerza cósmica universal y
la llamaron dialéctica, intuida por el viejo Heráclito hace tantísimos siglos
en la época dorada de Grecia, y redondeada por el sedicioso Marx en el siglo
XIX a partir de los aportes del impertérrito Hegel.
Es lo que me está pasando estos días excepcionales
en que al borde de inaugurarse el invierno, una estación que por cierto adoro –para
asombro de propios y extraños– me he visto de buenas a primeras arrojado a las
sábanas en busca de abrigo y remedio por la culpa, que para mi desgracia
siempre quedará impune, de un virus que se solaza con sus jugarretas y sus
bromas macabras, haciéndonos sentir a veces, a través de sus monerías, la
presencia siempre al acecho de la parca, aunque sea a escala infantil.
Llegué a casa el fin de semana ya con
algunos vestigios del mal: un persistente dolorcillo de cabeza, un escalofrío
incipiente, cierta molestia en la garganta, algún mareo todavía no declarado y
mucho sueño. Al día siguiente, todos estos síntomas se acentuaron, como si el
virus fuera dirigiendo sus tropas implacables por todos los rincones de mi
cuerpo y los fuera abatiendo como un verdadero ejército de ocupación. El dolor
de cabeza se hizo mayor, el escalofrío pasó a ser abiertamente un frío inusual
–cosa curiosa para alguien que jamás sintió algo semejante en este clima malsano–,
la molestia en la garganta se volvió una tos pedregosa y los mareos se
confabularon con el sueño para ya no poder abandonar la cama.
Para combatir el ataque aleve de este
monstruito invisible eché mano de algunas pastillas que me trajo mi hija, de
las bebidas calientes que preparó mi esposa y que me sirvió, con su proverbial
bonhomía, mi hijo. Es decir, todos en casa a su vez mancomunados para hacer
frente al enemigo que hacía estragos en mi endeble naturaleza, apagando de la
noche a la mañana una energía alerta y perspicaz para todas las tareas urgentes
de cada día. Me tuve que resignar a quedarme en el lugar más cálido de este
mundo, cobijado entre sus linos y algodones para evitar un ataque feroz del
verdugo.
Pero como no todo tiene que ser desgracia, este
deprimente espectáculo también tuvo sus rayos de sol, su otra cara de luz y
esperanza, su contraparte de radiante espiritualidad en medio de esta pequeña
debacle de la carne. Y todo ello gracias a que –a diferencia de un Juan Carlos Onetti, que en
su lecho de enfermo sólo contaba con sus eternos cigarrillos y sus copas de
whiskey– yo podía contar con mis libros, mis diarios, mis cuadernos de apuntes
y mi música. Aparte de, y nunca está demás decirlo, esa ansiada soledad que es
la amante de los poetas, de ese insondable silencio no contaminado por la voz
humana que he tenido ocasión de gozar después de muchísimo tiempo.
A la vez que leía La mala hora –para hacer juego con mi situación–, de mi entrañable
autor Gabriel García Márquez, tuve el regalo maravilloso de escuchar el
Concierto para piano y orquesta N°1, en mí menor, opus 11, del no menos
adorable Frederic Chopin, cumbre de la excelsitud y la sublimidad convertida en
sonidos. Mi emoción fue tan intensa, producto quizás de mi estado febril, que prorrumpí
en un sollozo que sólo pudo ser sofocado cuando Sebastián se acercó para darme
un abrazo y decirme de paso que la música era también parte de la terapia. No
lo dudo. Pero recordaba a la vez las tantas ocasiones en que el genial pianista
polaco había obrado el mismo efecto en mi sensibilidad con sus acabadas
composiciones.
Estas serían, parafraseando a otro grande
de la poesía universal, algunas de las flores que he podido espigar en este
corto pasaje por los corredores sombríos de los reinos del mal. Sé muy bien que
no era precisamente al que se refería el torturado Baudelaire, para quien esa
categoría poseía más bien resonancias metafísicas que, sin embargo, podían
encarnar en realidades humanas.
No debo olvidar, para concluir, la flor más
hermosa de todas: la cercanía de los seres a quienes más amo en este mundo, el
saberlos próximos en el espacio por un tiempo que en otras condiciones es
escaso. Su atenta solicitud para cualquier necesidad, su diligencia para
sobrellevar el mal, su paciencia para encarar mi adversidad han sido realmente
invalorables. Gracias a ellos, he vencido otra vez.