Cuando las tristes noticias de
Latinoamérica arreciaron a mediados de octubre pasado, con los luctuosos
acontecimientos de Ecuador y Chile, principalmente, de inmediato pensé en la
película Joker de Todd Philips,
estrenada hacía apenas unas semanas antes, cinta ante la que la crítica se
rendía casi de manera unánime. Más aún, cuando el polémico documentalista
estadounidense Michael Moore señalaba las virtudes del filme, no escatimándole
su condición de obra maestra, mi curiosidad por verla se hizo urgencia. Premura
que he saldado con gran regocijo la última semana del pasado mes.
Digo con regocijo pero también con una
mezcla de impacto y perturbación, de golpe y mareo, que es casi como decir de
la causa y su efecto; pues lo primero que debemos aceptar es la condición de
enfermo mental de Arthur Fleck, una insania llevada al extremo por un medio que
exacerba los males de las sociedades contemporáneas, sometidas a un ritmo de
vida que privilegia el individualismo atroz y el pragmatismo más crudo. Muchos
psicólogos y psiquiatras se preguntan quién no está de alguna manera enfermo en
estos tiempos tan convulsos y hostiles, quién puede sustraerse a los efectos de
una realidad que no hace sino poner a prueba, desafiar con tenacidad, los
ínfimos restos de racionalidad que podemos conservar.
Pero el personaje es de aquellos que están
oficialmente reconocidos como tal, con un historial clínico y una medicación
correspondiente, así como unos antecedentes familiares claramente visibles. A
pesar de ello, aspira a llevar una vida como todos –estuve a punto de decir
“normal”–, deseo que es violentamente destruido una y otra vez por esa espesa
realidad a la que pretende integrarse. El primer episodio de este tipo no es
sino la constatación deprimente de la adversidad a la que debe enfrentar,
cuando un grupo de gamberros le arrebata el cartel de publicidad frente al
local donde labora. En la persecución que emprende para recuperar su
herramienta de trabajo, es atacado de forma brutal por estos mastuerzos,
quedando malherido en un callejón desvencijado.
Lo que sigue es una retahíla de afrentas y
agresiones que distintos actores asumen cual si fueran los siniestros enviados
de alguna deidad inmisericorde, que buscara ensañarse con el inocente payaso
que vive su drama al filo mismo del abismo de la desesperación. Sería fácil
decir que uno cae en la victimización al presentar los truculentos hechos donde
estos agentes sin piedad se ceban en la incomprensible reacción que su risa
produce en los demás, desde el todopoderoso hombre de éxito que lo descalifica por
ser como es hasta los niños bien que emplea el capitalismo boyante que lo
agreden en el metro y terminan convertidos en sus primeras víctimas sangrientas.
No es mi intención jugar con el fuego
peligroso de la reivindicación de un villano, más allá de simbolismo que pueda
tener en el formato del cómic original y de esta versión intimista y humanizada
que propone el trabajo del cineasta. No estamos juzgando los actos del
personaje con el frío escalpelo de la ley o de la moral, sino que pretendemos
profundizar en los pliegues más hondos de sus motivaciones personales, para
encontrar la raíz de su mal en cuanto paciente psiquiátrico y de los males estructurales
del sistema que lo cobija, que asumen la categoría de factores determinantes de
su deriva criminal. No se trata tampoco de ir repartiendo dosis de culpa entre
los agentes concurrentes del problema, sino de clarificar el escenario de un
conflicto que pone en entredicho el mismo concepto de convivencia en su
dimensión de virtud civilizadora en toda sociedad que anhele vivir con un
mínimo de humana dignidad y decencia.
La película es una llamada de atención al
propio entramado de las relaciones político-sociales que mueven a las
instituciones y los hombres, el espejo convexo que proyecta la imagen deformada
de una realidad inicua y salvaje que lleva al extremo sus elementos de
colisión, la cartografía de una injusta arquitectura diseñada para beneficiar a
unos en detrimento de otros, la fábula siniestra de una inmensa asimetría cuya
moraleja todos leemos con espanto.
Estamos ante una obra de arte que ha
logrado un retrato veraz y descarnado de nuestra condición humana, pues como
rezaba uno de los cartelones de la revuelta de los payasos en una de las
escenas finales del filme, todos llevamos latente ese impulso tanático que
despierta ante ciertas circunstancias que sirven como detonantes para expulsar
los imprevisibles demonios del resentimiento y de la rabia acumulada.
Estupenda película con una actuación
deslumbrante del actor Joaquin Phoenix, quien construye un Joker convincente,
torturado, simpático y digno de una inocultable piedad.
Lima,
2 de noviembre de 2019.