Ahora que medio mundo está obligado a vivir
encerrado en sus casas por disposición de las autoridades políticas y
sanitarias, como una de las formas más efectivas de combatir la pandemia que
nos abate, se van perfilando no pocos casos de afecciones mentales por lo que
una situación como ésta significa para muchísimas personas acostumbradas a un
estilo de vida más en consonancia con el ajetreo y la dinámica de las urbes
modernas. Pienso, por ejemplo, en millones de seres humanos cuyos hábitos
comunes incluyen reuniones semanales con amigos y familiares, celebraciones de
bodas, cumpleaños, eventos artísticos y culturales que en general suelen congregar
cientos de invitados o asistentes que se juntan muchas veces en espacios
reducidos que los acerca físicamente de una manera que en estos instantes,
retrospectivamente mirados, nos parecen peligrosos.
La llamada vida moderna nos ha entregado a
este ritmo desenfrenado de salidas, paseos, viajes, encuentros, que nos
mantienen ocupados buena parte de nuestro tiempo en contacto permanente con los
otros, con quienes por cierto nos saludábamos con besos, abrazos y apretones de
manos, realidad que según los especialistas deberá cambiar radicalmente después
de esta cuarentena global, pues una de las transformaciones culturales más
importantes del siglo que corre estará marcada por la irrupción virulenta de
una enfermedad que nos está enfrentando ante uno de los dilemas e interrogantes
mayores de la filosofía: el valor de la vida humana y la presencia constante de
la muerte, su contracara, situación límite que hiciera exclamar al gran poeta
Martín Adán un verso memorable que la resume: “el peligro de muerte que es la
vida”.
Al observar por la prensa las imágenes de
las principales ciudades del mundo en estado de absoluto abandono humano, los
edificios solitarios y las calles desiertas, las luces de neón titilando en las
noches de los espacios desolados, las playas vaciadas de bañistas, los animales
ocupando sus naturales hábitats otrora invadidos por los hombres, no puedo sino
pensar que se trata de un vuelco de ciento ochenta grados que cuestiona de
forma inapelable ese frenético vaivén que la humanidad se impuso hace un tiempo
en su supuesta marcha hacia el progreso y el desarrollo. Habíamos dejado de
lado aspectos esenciales de nuestra condición al ser arrastrados por esta ambición
desenfrenada de la posesión material y su secuela perniciosa de locura
consumista. Cuánto habíamos perdido de vida interior, meditación, intimidad,
autoconocimiento, reflexión, introversión, concentración, recogimiento,
ascetismo, austeridad, como formas trascendentes de una espiritualidad que nos
lleve también a esa conciencia de la impermanencia, de la finitud de la
existencia, que da sentido a los actos más valiosos de la vida humana.
Y cómo no, entonces, no traer a cuento los
preciados artes de la quietud, esa ardua capacidad y exigencia que muchos deben
sentir casi como imposible, y que sin embargo ha sido una larga práctica en la
historia humana, desde los afamados samnyasin
o renunciantes de la India, ensimismados en la busca del sí mismo, el Atman que describen los Upanishad,
vía perfecta para acceder al encuentro con el ser universal, el Brahman del hinduismo, porque están
convencidos de que Dios está en el interior, como también lo enuncia el psalmo
46:10 cuando dice: “Quédate quieto y conoce que yo soy Dios”. No muy lejos de
ello está el famoso “Conócete a ti mismo” del oráculo de Delfos, que Sócrates
tomó en la Grecia clásica como emblema de su filosofía, bajo la convicción de
que la atención en un punto permite el ejercicio de la sabiduría, cuyo fuego
purifica. Aquella quietud, en fin, que conduce al samadhi, la ecuanimidad, la concentración y la paz contemplativa,
puertas de acceso a su vez al éxtasis que permite la iluminación en el budismo,
la integración iluminada en el yoga y
la dicha suprema en el tantrismo. Experiencias análogas al silencio interior y
a la oración del cristianismo.
Si, para Pascal, la desgracia del hombre
está en su incapacidad de quedarse quieto y no poder soportarse a sí mismo,
Angelus Silesius encarecía: “Si tan sólo pudieras quedarte quieto, y dejaras de
buscar / ansiosamente a Dios – lo encontrarías en tu lugar”. Es decir,
cualquiera que sea la creencia, fe o religión que uno tenga, está demostrado el
inmenso valor que posee la quietud, pues es el vehículo perfecto para las
grandes hazañas del espíritu. Evidentemente que esa quietud no es la misma si
la practicamos por libre elección que por obligación, pero ante una perentoria
necesidad en la que está en juego nuestras vidas, no está demás pensar en que
su práctica puede significar una serena y sabia manera de enfrentar esta cruda
realidad.
Lima,
12 de abril de 2020.