jueves, 16 de abril de 2020

El arte de la quietud


    Ahora que medio mundo está obligado a vivir encerrado en sus casas por disposición de las autoridades políticas y sanitarias, como una de las formas más efectivas de combatir la pandemia que nos abate, se van perfilando no pocos casos de afecciones mentales por lo que una situación como ésta significa para muchísimas personas acostumbradas a un estilo de vida más en consonancia con el ajetreo y la dinámica de las urbes modernas. Pienso, por ejemplo, en millones de seres humanos cuyos hábitos comunes incluyen reuniones semanales con amigos y familiares, celebraciones de bodas, cumpleaños, eventos artísticos y culturales que en general suelen congregar cientos de invitados o asistentes que se juntan muchas veces en espacios reducidos que los acerca físicamente de una manera que en estos instantes, retrospectivamente mirados, nos parecen peligrosos.
    La llamada vida moderna nos ha entregado a este ritmo desenfrenado de salidas, paseos, viajes, encuentros, que nos mantienen ocupados buena parte de nuestro tiempo en contacto permanente con los otros, con quienes por cierto nos saludábamos con besos, abrazos y apretones de manos, realidad que según los especialistas deberá cambiar radicalmente después de esta cuarentena global, pues una de las transformaciones culturales más importantes del siglo que corre estará marcada por la irrupción virulenta de una enfermedad que nos está enfrentando ante uno de los dilemas e interrogantes mayores de la filosofía: el valor de la vida humana y la presencia constante de la muerte, su contracara, situación límite que hiciera exclamar al gran poeta Martín Adán un verso memorable que la resume: “el peligro de muerte que es la vida”.
    Al observar por la prensa las imágenes de las principales ciudades del mundo en estado de absoluto abandono humano, los edificios solitarios y las calles desiertas, las luces de neón titilando en las noches de los espacios desolados, las playas vaciadas de bañistas, los animales ocupando sus naturales hábitats otrora invadidos por los hombres, no puedo sino pensar que se trata de un vuelco de ciento ochenta grados que cuestiona de forma inapelable ese frenético vaivén que la humanidad se impuso hace un tiempo en su supuesta marcha hacia el progreso y el desarrollo. Habíamos dejado de lado aspectos esenciales de nuestra condición al ser arrastrados por esta ambición desenfrenada de la posesión material y su secuela perniciosa de locura consumista. Cuánto habíamos perdido de vida interior, meditación, intimidad, autoconocimiento, reflexión, introversión, concentración, recogimiento, ascetismo, austeridad, como formas trascendentes de una espiritualidad que nos lleve también a esa conciencia de la impermanencia, de la finitud de la existencia, que da sentido a los actos más valiosos de la vida humana.
    Y cómo no, entonces, no traer a cuento los preciados artes de la quietud, esa ardua capacidad y exigencia que muchos deben sentir casi como imposible, y que sin embargo ha sido una larga práctica en la historia humana, desde los afamados samnyasin o renunciantes de la India, ensimismados en la busca del sí mismo, el Atman que describen  los Upanishad, vía perfecta para acceder al encuentro con el ser universal, el Brahman del hinduismo, porque están convencidos de que Dios está en el interior, como también lo enuncia el psalmo 46:10 cuando dice: “Quédate quieto y conoce que yo soy Dios”. No muy lejos de ello está el famoso “Conócete a ti mismo” del oráculo de Delfos, que Sócrates tomó en la Grecia clásica como emblema de su filosofía, bajo la convicción de que la atención en un punto permite el ejercicio de la sabiduría, cuyo fuego purifica. Aquella quietud, en fin, que conduce al samadhi, la ecuanimidad, la concentración y la paz contemplativa, puertas de acceso a su vez al éxtasis que permite la iluminación en el budismo, la integración iluminada en el yoga y la dicha suprema en el tantrismo. Experiencias análogas al silencio interior y a la oración del cristianismo.
    Si, para Pascal, la desgracia del hombre está en su incapacidad de quedarse quieto y no poder soportarse a sí mismo, Angelus Silesius encarecía: “Si tan sólo pudieras quedarte quieto, y dejaras de buscar / ansiosamente a Dios – lo encontrarías en tu lugar”. Es decir, cualquiera que sea la creencia, fe o religión que uno tenga, está demostrado el inmenso valor que posee la quietud, pues es el vehículo perfecto para las grandes hazañas del espíritu. Evidentemente que esa quietud no es la misma si la practicamos por libre elección que por obligación, pero ante una perentoria necesidad en la que está en juego nuestras vidas, no está demás pensar en que su práctica puede significar una serena y sabia manera de enfrentar esta cruda realidad.

Lima, 12 de abril de 2020.