Escuchamos decir que nuestros tiempos están signados por una verdadera revolución en el campo de las comunicaciones, que ahora la humanidad asiste a la apoteosis de los medios y mecanismos más diversos y sorprendentes de establecer relaciones entre los seres humanos. Pero esto, que puede sonar en principio maravilloso, tiene no obstante un lado oculto que puede acarrear, como todo, una no menos sorprendente cantidad de problemas para la vida de los individuos concretos que somos.
El vertiginoso desarrollo de la cibernética y la informática, esas tecnologías propias del siglo XX que han entrado con mejor pie en el XXI, no puede menos que dejar extasiado a todo aquel que contemple el devenir de la cultura humana y haga una simple comparación con lo que el hombre contaba hace apenas cincuenta años en el terreno de la información y la comunicación.
Los inventos que la ciencia ha puesto al servicio del hombre han terminado avasallándolo y, en muchos sentidos, sometiéndolo a sus fríos dictados cuando éste no ha sabido deslindar claramente entre los medios y los fines de aquellos. Muchas veces, se han visto como fines en sí mismos lo que naturalmente no eran sino medios, es decir, caminos, vías para alcanzar otros estadios de la evolución humana.
Esto es lo que pasa, por ejemplo, con Internet, esa prodigiosa telaraña mundial de las comunicaciones, que ha entronizado sus reales en el mundo contemporáneo de tal manera, que no hay prácticamente actividad humana que pueda sustraerse a sus redes, o que no tenga su correlato virtual en eso que ha sido bautizado como el ciberespacio, un universo fantasmagórico de espectros potenciales y de presencias posibles.
Nadie ignora los inmensos beneficios que puede aportarnos este medio, siendo lo más importante de ello, sin embargo, el no olvidarse de usarlos. Pues como todo medio, cada quien hace uso de ellos de acuerdo a sus necesidades y de acuerdo también a su altura. Porque el medio en sí mismo no es bueno ni malo, es amoral, está -como dice Nietzsche- más allá del bien y del mal. Son los individuos los que le dan la estatura y el nivel que puede cobijar.
No voy a abundar además en sus ventajas, que son evidentes. Quiero detenerme, más bien, en algunos aspectos que ya los expertos están haciendo notar como amenazas o peligros para la sana convivencia humana. Cuántos, de los millones de usuarios que a diario acceden a esta verdadera galaxia de Gutenberg, hacen uso, verbi gratia, de manera que esta exposición universal del conocimiento redunde en su propio enriquecimiento personal. Y cuántos, por lo contrario, no hacen sino prolongar sus mediocres y grises existencias a esa esfera cósmica, potenciándolas y desnudándolas.
¿Para cuántas personas internet no es sinónimo sino de correo electrónico -messenger- y de Facebook? Ignoran, o pretenden ignorar, que a través de esta conexión se puede acceder a medios de comunicación del mundo, a bibliotecas virtuales, a museos, a una ingente información en todas las ramas del saber humano que, si la aprovecháramos de verdad, sería como la universidad de nuestros días.
Existen a este respecto las llamadas redes sociales, auténticas pasarelas -mayoritariamente hablando-, de la superficialidad y la frivolidad más rampantes, cuando no simplemente del mal gusto. Sus usuarios, que se cuentan por millones, exhiben sin la menor impudicia, sus menudencias cotidianas y sus hazañas de papel. O se dedican a comentar, en el lenguaje más desaliñado y oprobioso, las imágenes y enlaces de los numerosos amigos que han logrado reunir en esa esquina invisible, fantasmal pero real, de la comunidad virtual.
Y aquí llego al meollo del asunto. ¿Cómo es posible que se pueda tener tantos amigos sin denigrar realmente a la palabra? Esa graciosa utopía del millón de amigos, que era cantada hace un tiempo por un intérprete de la música contemporánea, muchos creen haberla realizado a través del Hi5, del Facebook, del My Speace, y de otros tantos clubes del ciberespacio que les venden la piadosa mentira de estar relacionados con seres a los que no ven, a los que no tocan, y con quienes apenas se puede establecer un quimérico puente de contactos episódicos y de mensajes fugaces. Eso por un lado, pues por el otro, esas mismas personas, obsesionadas ya por visitar esas páginas electrónicas, se alejan cada vez de los seres de su entorno, se desentienden de personas a quienes pueden ver y tocar, postergan hasta el olvido esa relación entrañable que deberían tener con los suyos.
Y es en este sentido que, muchas veces, dichas redes sociales pueden fungir el nada halagüeño papel de celestinas virtuales, de burdas y groseras alcahuetas que se prestan a los tráficos más innobles y a las deslealtades más vergonzosas. Hechos que, como se comprenderá, pueden terminar arruinando sólidas relaciones construidas pacientemente a lo largo de los años. Las tentaciones abundan en un medio como este, y el escudo de la privacidad o el anonimato azuzan conductas que normalmente no se darían en la realidad.
He ahí pues la trampa que acecha en este modernísimo espacio de encuentros cibernéticos, la potencial bomba de tiempo que podríamos estar incubando en cada hogar, en cada familia, cuando los que la usan no tienen bien definidos los límites que la ética y el respeto por el otro imponen a toda relación. Cuando el abuso de una libertad mal concebida domina los comportamientos humanos, puede convertirse en la perfecta coartada para el engaño artero y para la traición alevosa.
Lima 13 de noviembre de 2010.
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