Recién he tenido ocasión de visitar la muestra que se exhibe en la galería Pancho Fierro de la Municipalidad de Lima, titulada “La chalina de la esperanza”, responsabilidad del Colectivo Desvela y cuyas figuras más notorias son Marina García Burgos, Paola Ugaz y Morgana Vargas Llosa.
El drama insufrible de miles de familias peruanas, sobre todo de condición humilde, que en la época del terror vieron desaparecer a sus seres queridos para nunca más saber de ellos; la lucha sorda e invisible de una multitud de anónimos compatriotas por conservar la memoria de sus padres, hermanos e hijos que, al fragor de la inicua contienda, se esfumaron como por arte de encanto de la tierra que los vio nacer, pasando a engrosar la fila macabra de lo que no sin horror se designa con esta palabra culpable: desaparecidos.
Pues ese es el tema motivo de la exposición montada en pleno centro de la capital, a cuyo espacio llegó gracias a la civilizada y democrática consideración de un alcalde distrital que tomó la elegante decisión de retirar dicha muestra del local donde se exponía originalmente, aduciendo el venerable caballero que aquella representación le hacía inaceptable propaganda a los grupos terroristas o, a lo menos, podía servir de forma velada como apología a la lucha subversiva.
Nadie pudo convencerle a este intransigente filisteo, reaccionario contumaz, de que se trataba de otra cosa, pues entonces no hubo otra salida que trasladarla a otra parte. Y así es como, coincidiendo con el aniversario de la fundación de Lima y con el centenario del nacimiento del entrañable escritor andahuaylino José María Arguedas, la flamante alcaldesa de la capital inaugura la muestra con la asistencia de innumerables personalidades ligadas a la cultura de nuestro país, sobresaliendo la presencia del novísimo Nobel Mario Vargas Llosa.
Lo que jamás comprenderá el susodicho alcalde, de cuyo nombre no quiero acordarme, así como los que piensan como él, que los hay, es que exponer los tejidos individuales de cientos de familiares que aún recuerdan a las víctimas de la práctica demoníaca de la desaparición, unidos unos a otros formando una chalina kilométrica -es un decir-, muchos de ellos con los propios nombres de sus seres queridos grabados en la lana con diversos colores, es sencillamente una forma humilde de tributarles un decoroso recuerdo, cuando a niveles oficiales pareciera campear más bien cierto olvido e indiferencia, cuando no abiertamente desprecio y desdén.
El dolor abierto de par en par, la angustia incontenible de tantos años esperando lo que casi con certeza no llegará, el delirio inacabable de noches en duermevela y de días atravesados por el fantasma del que se fue, la suerte echada de quienes quizás ya no poseen ni siquiera la esperanza, quieren ser vindicados aun cuando sea de una manera insignificante, desagraviados de esta forma simbólica por quienes se solidarizan con ellos, por quienes sienten, vicariamente, lo que es perder a quien más se ama.
Ese y no otro son el significado y la trascendencia de la chalina de la esperanza, una mancomunidad de brazos y manos urdiendo un tejido común más allá del dolor, una comunión de almas hermanadas vitalmente por la muerte, abrigando la memoria colectiva de un pueblo, de un país, con esa chalina -de la esperanza, del recuerdo, del llanto, del amor-, para que el frío del olvido y de la indiferencia no nos deje en la intemperie de la impunidad.
Lima, 5 de febrero de 2011.
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