sábado, 9 de abril de 2011

Todos los hijos son poesía

En una carretera del estado de Morelos, no lejos de la capital Cuernavaca, son encontrados los cuerpos torturados y asesinados de cuatro muchachos veinteañeros y de tres adultos, víctimas, según todas las evidencias, de la guerra del narco, del fuego cruzado entre las fuerzas del orden y las bandas criminales de los carteles de la droga que campean a sus anchas en el país de Benito Juárez y de Pancho Villa, de Diego Rivera y Octavio Paz, de Agustín Lara y Carlos Fuentes.


Son también las víctimas que pasan a engrosar la larga lista de los muertos en esta guerra sin cuartel que desangra México. Serían unos cuerpos y unos rostros más de las miles de personas anónimas que sucumben diariamente en la fratricida batalla campal en que han convertido a México estos delincuentes comunes, sino fuera porque uno de ellos es el hijo del poeta Javier Sicilia, Juan Francisco -Juanelo, como le llamaban familiarmente-, que con un grupo de amigos se desplazaban por aquellos parajes donde los ha sorprendido la muerte.


La reacción del poeta ante aquella aciaga noticia era la previsible, naturalmente, así como el de toda una colectividad harta de este estúpido baño de sangre que nadie se explica ni comprende. Javier Sicilia, que en el momento del crimen se hallaba en Filipinas, pronto ha acudido ante el zarpazo del dolor que ha desgarrado su alma sensible de hombre y poeta. Ha dicho, como primera reacción ante el hecho luctuoso, que el mundo se ha vaciado de palabras y que él ya no tiene nada que decir, que renuncia a la poesía y que su carrera como poeta ha terminado. Luego, en una rotunda y hermosa carta abierta, se ha dirigido a los políticos y a los criminales, a quienes les ha dicho, con la meridiana claridad del hombre acogotado por el más cruel de los sufrimientos, que estamos hasta la madre -característico giro coloquial del habla mexicana-, él y todos quienes han padecido y padecen el mismo infierno que ahora vive en carne propia.


Ese inmenso e inaudito dolor, sin consuelo, sin palabras, sin orillas, es consecuencia, igualmente, de las gélidas estadísticas del horror, desde que en el año 2006 el presidente Felipe Calderón declarara una guerra frontal contra el crimen organizado: 40 000 muertos, de los cuales 9 000 faltan identificar y 5 000 siguen desaparecidos.


La convocatoria a manifestaciones de rechazo a este ola de violencia ciega y demente, ha levantado a todo un pueblo; miles de voces y puños en alto han recorrido las principales calles, plazas y vías de muchos estados mexicanos, expresando su repudio y su indignación, tanto ante las propias autoridades -a quienes les han dicho que si ya no pueden, que renuncien-, como ante los mismos asesinos, que han perdido todo el sentido del honor, a quienes Sicilia ha repetido que “estamos hasta la madre porque su violencia se ha vuelto infrahumana, no animal -los animales no hacen lo que ustedes hacen-, sino subhumana, demoníaca, imbécil.”


Ha conmovido a toda la sociedad mexicana este hecho que ha sobrepasado todos los límites de soportabilidad, la gota que ha rebasado el vaso de agua de la paciencia y de la resignación, de ese contemplar enmudecido la barbarie que los inunda. Me ha emocionado especialmente leer en uno de los cientos de cartelones que han desfilado por las calles de las ciudades mexicanas, uno que, por su lucidez y agudeza, describe mejor que nada una situación que nos llena de espanto, pero a la que enfrenta con infinita ternura: “Algunos padres son poetas. Todos los hijos son poesía.”



Lima, 9 de abril de 2011.

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