sábado, 7 de mayo de 2011

Ernesto Sábato: el último trágico

Los romanos clasificaban los días, según los dioses designaran para su provecho o castigo, entre fastos y nefastos. En la última semana de abril, las letras de América Latina han experimentado una de aquellas jornadas nefastas, pues en apenas unos días dejaban este mundo el poeta chileno Gonzalo Rojas, el narrador peruano Carlos Eduardo Zavaleta y el escritor y ensayista argentino Ernesto Sábato. Pero es la figura y la dimensión de este último, sin duda, quien tiene ribetes especiales.


Con la muerte de Sábato, desaparece el último de los iconos de la gran literatura argentina del siglo XX. Su concepción de la literatura como un ejercicio serio -en el mejor sentido de la palabra-, para explorar esos insondables misterios de la condición humana, alejada de ese banal juego de artificios que es para muchos la vocación literaria, lo han colocado entre aquellos escritores que asumen el oficio de escribir, tanto como una vocación, como un compromiso moral.


Frente a esa legión de escritores que privilegian -al momento de plantearse el proceso creativo, en la clásica disyuntiva del qué y el cómo- el cómo decir, antes que el qué decir, mejor dicho el simple regodeo de la forma, Sábato diría que un artista fidedigno nunca debe dudar en preferir el primero al segundo. Que uno no debería escribir sino cuando tiene algo que decir, cuando una idea, un pensamiento, una obsesión nos acorralan hasta el límite y no nos dejan otra escapatoria.


Premunido de una lucidez implacable, Sábato ha consagrado su quehacer literario -a contrapelo incluso de su propia voluntad racional-, a develar los arcanos y los enigmas que se esconden en el mismo corazón de la existencia humana, así como a revelar aquellas verdades terribles a la que todos nos enfrentamos en algún momento de nuestras vidas. Sus inicios en el mundo de la ciencia, le proveyeron de ese rigor y esa concisión que caracterizan su prosa.


“No soy un filósofo, y Dios me libre de ser un literato”, ha repetido más de una vez este ser humano singular que ha mostrado siempre su compromiso con el destino del hombre; pues a la vez que dudaba de sus propias condiciones para el ejercicio académico de la filosofía, más por parecerle una actividad abstrusa y abstracta que por lo que impone la tarea del pensar, también mostraba su fastidio por aquello que implica el mero hecho de escribir, despojado de esa necesidad ontológica que impulsa al auténtico artista.


Su famosa dicotomía entre lo diurno y lo nocturno sirve también para explicar su propia evolución intelectual, pues habiendo tenido un comienzo prometedor en los terrenos de la física, donde llegó a doctorarse y a trabajar en el centro más importante de dicha ciencia de su época, como lo fue el Laboratorio Curie de París, pronto derivó en los campos menos exactos y simétricos de la literatura, al compás de su cercanía con el movimiento surrealista y de sus acuciosas lecturas de los más importantes autores del existencialismo, filosofía en boga a mediados del siglo pasado y que tuvo una repercusión decisiva en su obra.


Su ejemplar actitud de no transigir ante la ignominia, el abuso y la opresión, le valieron el reconocimiento afectivo y ético de sus millones de lectores, así como el haberse convertido, sin buscarlo él deliberadamente, en el referente intelectual y espiritual de toda una época que ya concluye. Su legado literario, quizás escaso cuantitativamente hablando, pero inmenso y valioso desde la calidad y el significado, seguirá alimentando a las sucesivas generaciones de los hombres que se detengan ante ella para abrevar y saciar esas ansias metafísicas de consuelo, esa necesidad última de una voz que comparta con nosotros su propio desgarro, para a su vez enfrentarnos con el nuestro, y así juntos, desde las soledades compartidas de dos seres que se conduelen mutuamente de su destino, surjan unos destellos de sabiduría, la conciencia final del sentido de nuestra presencia en este mundo.


Se ha ido el último de los escritores trágicos de nuestro tiempo; pero nos deja su obra, esa voz que perdurará en el tiempo iluminando los numerosos túneles de la existencia humana, para que estos héroes cotidianos que transitan por el planeta, puedan llegar al final dignamente a esas tumbas que los esperan de manera inexorable, sin sentir que su peripecia ha sido un estéril apocalipsis anunciado por ningún Abbadón, el exterminador.



Lima, 7 de mayo de 2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario