sábado, 10 de septiembre de 2011

Diez años de soledad

Al conmemorarse los diez años de los espantosos atentados del 11 de septiembre de 2001, que derribaron las otrora simbólicas Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, con miles de muertos en su haber, mucha agua ha corrido bajo el puente de la realidad internacional para que podamos juzgar ahora los hechos con mayor ecuanimidad y solvencia.


El suceso que, según muchos analistas, historiadores y expertos políticos, marca el inicio propiamente del siglo XXI, ha dado mucho que hablar en todos estos años en que se han visto las consecuencias políticas del mismo y sopesado sus implicancias en los niveles sociales y económicos de una humanidad que ha entrado a una fase crítica de su devenir.


No hay duda de que se trata del acontecimiento más importante de los últimos tiempos, al mismo nivel quizás de lo que en su momento significó la caída del Muro de Berlín o el desplome de la Unión Soviética. Es el ataque más desastroso que ha sufrido la superpotencia norteamericana desde los luctuosos bombardeos que sufriera su base naval en Pearl Harbor, en los aciagos años de la segunda guerra mundial.


Tal vez no haya país en todo el planeta que concentre hacia sí la mayor carga de animadversión e inquina internacionales que los Estados Unidos. Y ello, paradójicamente, debido a su doble papel de guardián diligente en asuntos que conciernen a la libertad y a la paz mundial, como a su desatinada política de injerencia pertinaz, que lo hace inmiscuirse de un modo por demás descarado en los asuntos internos de numerosos países en diversas regiones del orbe.


Ello explica, en parte, el odio sagrado que ha convocado, sobre todo en el mundo islámico, en razón de su sistemática política intervencionista en cuanto conflicto armado o diplomático se suscite en la zona; además de su abierta toma de posición en favor de los intereses de la nación hebrea, firme enemiga de los países árabes que predominan en el explosivo y convulsionado Medio Oriente.


De ahí a la consideración, de las redes internacionales del terror -tipo Al Qaeda-, como objetivo privilegiado de su accionar político armado, hay sólo un mínimo paso, que en múltiples ocasiones se ha traspuesto con su secuela de víctimas y daños en diversos lugares del mundo, y que ha llevado a que la nación más poderosa de la Tierra refuerce sus sistemas de seguridad hasta límites paranoides.


La respuesta falaz e insensata emprendida por el entonces presidente Bush, no deja la menor duda de los propósitos verdaderos de un país gobernado por los mercaderes de la muerte, los dueños de las fábricas de armamentos más sofisticados de nuestros tiempos, que a la vez eran funcionarios del régimen republicano que fraguó la invasión a Irak arguyendo una mentira monumental: que aquél poseía armas de destrucción masiva.


Miles de soldados estadounidenses, reclutados especialmente entre la población migrante de la gran nación del norte, enviados como carne de cañón a las áridas mesetas de la histórica Mesopotamia, para derribar a un tiranuelo desafecto a los intereses de los invasores, permaneciendo varios años en una suerte de ocupación militarizada y colonial, hasta que otra zona del planeta reclamara una nueva atención preferente. Abusos y crímenes perpetrados por estos inconscientes ejemplares de la barbarie más sofisticada, se han sucedido desde entonces sembrando de sangre, terror y muerte los poblados más recónditos de esos olvidados rincones del globo.


Cuando se demostró hasta la saciedad la pantomima de Irak, el frente fue trasladado más allá, hacia las inhóspitas fronteras de Pakistán y Afganistán, donde actúa y gravita el movimiento talibán, otro grupo integrista que se opone férreamente a los planes tuitivos de los norteamericanos en esa zona del mundo. Una guerra que ya lleva varios años, con el único resultado efectista de la muerte de Osama Bin Laden, el líder de Al Qaeda, pero que en términos reales no se puede decir que haya sido un triunfo de las fuerzas occidentales. Si bien tampoco han ganado los grupos radicales, no puede afirmarse, repito, que el justiciero estadounidense haya resultado vencedor. El asunto es más complejo de lo que se imaginan los estrategas del Pentágono o los jerarcas de la Casa Blanca. Aun cuando el actual ocupante de ésta demuestre mayor sagacidad para entenderlo, es poco lo que puede hacer en la práctica, secuestrado como está, por los tenebrosos halcones de las fuerzas armadas, que determinan la política exterior y de defensa del país de las barras y las estrellas.


Se ha acentuado, pues, el aislacionismo de la gran nación sin nombre, avizorándose tras su derrumbe económico, la hecatombe política que terminará con su reinado secular en un final macondiano, en que las estirpes guerreristas condenadas a estos diez rotundos años de soledad, no tendrán una segunda oportunidad sobre la faz de la tierra, suelo ideal del hombre libre y soberano.



Lima, 10 de septiembre de 2011.



No hay comentarios:

Publicar un comentario