sábado, 23 de junio de 2012

El léxico de la abuela


     Su nombre es Julia, pero nosotros, los nietos mayores, siempre le hemos llamado por el único nombre que aprendimos cuando niños: Juya, que sería como una versión íntima y tierna de su nombre oficial, además de original y único. Probablemente, la primera vez que escuchamos mencionar su nombre a nuestra madre, o ella nos lo dulcificó como suelen hacerlo los mayores, o uno de nosotros lo deformó con su incipiente léxico infantil y lo dejó estampado para siempre en el ámbito familiar.
     Lo cierto es que desde entonces, ese nombre nos ha acompañado y nos sigue acompañando como sinónimo de muchísimos gestos, actitudes, palabras y presencias que han signados nuestras existencias de una manera casi inconsciente, o subconsciente, pues muchas veces nos sorprendemos a nosotros mismos en ciertos ademanes que tenía, o usando aquellas expresiones con las que ella nombraba y calificaba su propio universo doméstico.
    Y es precisamente éste último aspecto el que ofrece un interés especial de su influjo verbal, pues son numerosas las palabras o frases que ella acuñaba para nuestros bisoños oídos, y que han quedado registradas como creaciones personales de su peculiar manera de referir el mundo que nos rodeaba.
    Cuando alguien,  temprano por la mañana, y especialmente si era mujer, se presentaba a la mesa del comedor para el desayuno, con los ojos adormilados y legañosos y los cabellos aún revueltos por el sueño, ella le espetaba con una pincelada que la describía de un tirón: ¡Pareces una umasapa, anda y péinate siquiera! Entonces, la aludida, regresaba sobre sus pasos, y después de arreglarse el cabello y peinarse correctamente, recién tenía derecho a tomar asiento en la mesa para la primera comida del día. Mucho tiempo después sabría, por mis curiosidades lingüísticas, que la palabra tenía neta raigambre quechua, y que significaba “cabeza grande” (de uma=cabeza, y sapa=grande), con lo cual quedaba en evidencia el genio descriptivo plástico de la adjetivación de la abuela.
    Y si alguno de nosotros demostraba una sistemática torpeza para acometer los quehaceres y las tareas caseras, llevándonos de encuentro las cosas o rompiendo descuidadamente objetos diversos, ella tenía en la punta de la boca una frase que de un brochazo nos pintaba de cuerpo entero: ¡tapla gallo!, expresión que fundía dos voces de distinto origen: el quechua tapla que quiere decir torpe, basto, y el español gallo que todos entendemos, es decir el ave de corral en sus nerviosos y ebrios movimientos de macho cumplidor.
    En alguna ocasión, a cualquiera de la familia se le ocurrió salir a la calle casi tal como se había levantado, quizás alguna compra urgente lo empujara a ese pequeño descuido, descuido grande para la abuela que, al percatarse de la mala facha del susodicho, de su ropa desaliñada y su aspecto descompuesto, le lanzó un virulento reproche: ¡Por qué sales a la calle hecho un panchucha! Parece que en el pueblo había un orate que era llamado de esa manera, que arrastraba sus andrajos por las calles, y cuya apariencia era emblemática de la suciedad y el mal vestir.
    En muchas ocasiones, todos los que éramos chicos, hemos enfrentado ese calificativo peculiar que tenía la abuela para designar a quien por haber  estado jugando en el suelo, entre el polvo y la tierra del patio de la casa o de la escuela, se presentaba ante ella exhibiendo las prendas sucias o ajadas, próximas a la rotura o sencillamente rotas: ¡Eres un ratapancho! No he podido rastrear el origen del término, pero igual su uso se ha extendido hasta las generaciones siguientes y todos en casa saben a qué se refiere.
    Otro término afín al anterior, y que Juya usaba para matizar su riquísimo léxico personal, era el que aparecía en ocasiones en que uno andaba con la ropa descompuesta, con la camisa sobrándole por el pantalón, o éste mismo desarreglado o cayéndose de pura falta de correa; entonces ella nos miraba de pies a cabeza y endilgaba su dardo: ¡Qué haces todo así descuajeringado! Era el momento en que tenías que salir de su presencia e irte a acomodar, y regresar lo mejor presentable posible. Es probable que la palabra guarde alguna relación con la voz cuajo, que es la panza de los mamíferos, y que aludiría a la apariencia que uno tenía cuando exhibía esa parte del cuerpo por causa de la ropa mal compuesta.
    Pero no se vaya a creer que el vocabulario de la abuela fuera sólo así de duro y descalificador. Había una palabra que la usaba cuando cariñaba o acariciaba con mucha ternura a un niño: ¡Achallau!, era la voz que se le escuchaba pronunciar con mucha dulzura, adelgazando el timbre sonoro y dándole a su rostro una expresión de embelesamiento y arrobo. Evidentemente la palabra proviene del quechua, que Juya solía hablar en ocasiones especiales, con las sirvientas de casa que venían del pueblo, y la empleaba sobre todo con sus nietos o los hijos de sus nietos, a quienes les regalaba con esta singular deferencia.
    Sin embargo las que nos interesan más, por su fuerza expresiva, son aquellas que profería en son de reproche, como cuando alguien cometía un despropósito o se presentaba en mal estado, ya sea bebido o con el ánimo alterado, y que arrancaba de ella un rayo verbal: ¡Éste grandísimo…! Lo cual significaba que lo que presenciaba la había sacado de sus casillas y se aprestaba a hacerle frente con el coraje imbatible de su carácter.
    Finalmente, en circunstancias en que cualquiera de nosotros perpetraba una tontería o decía un disparate, ella tenía ya preparada, desde el fondo de su acervo lexical, la sentencia adjetival que lapidaba el risible momento con la frase exacta: ¡Eres un cacaseno!, con la que dejaba al descubierto la cadena vergonzosa de nuestras taras o las caídas comprensibles en una acción ridícula que todo humano, demasiado humano, es proclive a cometer.
    Habrá una segunda parte de esta pequeña antología de términos usados por quien representó y representa una presencia axial para mi familia. 

1 comentario:

  1. Walter:
    Quisiera decir que me agradó tu post, pues pone en evidencia anécdotas muy íntimas y de gran sentimiento.
    De todas las palabras mencionadas, solo me resulta familiar descuajeringar, que significa desarmar o destrozar cualquier artefacto. Descuajeringado queda el reloj que desarma un niño curioso o un vehículo antiguo e incompleto (a veces también se le dice destartalado). La palabra citada la escucho desde que era niño, es decir, hace una eternidad.
    Espero con atención la segunda parte.
    Un saludo.

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