Su nombre es Julia, pero nosotros, los
nietos mayores, siempre le hemos llamado por el único nombre que aprendimos
cuando niños: Juya, que sería como
una versión íntima y tierna de su nombre oficial, además de original y único.
Probablemente, la primera vez que escuchamos mencionar su nombre a nuestra
madre, o ella nos lo dulcificó como suelen hacerlo los mayores, o uno de
nosotros lo deformó con su incipiente léxico infantil y lo dejó estampado para
siempre en el ámbito familiar.
Lo cierto es que desde entonces, ese
nombre nos ha acompañado y nos sigue acompañando como sinónimo de muchísimos
gestos, actitudes, palabras y presencias que han signados nuestras existencias
de una manera casi inconsciente, o subconsciente, pues muchas veces nos
sorprendemos a nosotros mismos en ciertos ademanes que tenía, o usando aquellas
expresiones con las que ella nombraba y calificaba su propio universo
doméstico.
Y es precisamente éste último aspecto el
que ofrece un interés especial de su influjo verbal, pues son numerosas las
palabras o frases que ella acuñaba para nuestros bisoños oídos, y que han
quedado registradas como creaciones personales de su peculiar manera de referir
el mundo que nos rodeaba.
Cuando alguien, temprano por la mañana, y especialmente si
era mujer, se presentaba a la mesa del comedor para el desayuno, con los ojos
adormilados y legañosos y los cabellos aún revueltos por el sueño, ella le
espetaba con una pincelada que la describía de un tirón: ¡Pareces una umasapa, anda y péinate siquiera!
Entonces, la aludida, regresaba sobre sus pasos, y después de arreglarse el
cabello y peinarse correctamente, recién tenía derecho a tomar asiento en la
mesa para la primera comida del día. Mucho tiempo después sabría, por mis
curiosidades lingüísticas, que la palabra tenía neta raigambre quechua, y que
significaba “cabeza grande” (de uma=cabeza,
y sapa=grande), con lo cual quedaba
en evidencia el genio descriptivo plástico de la adjetivación de la abuela.
Y si alguno de nosotros demostraba una
sistemática torpeza para acometer los quehaceres y las tareas caseras, llevándonos
de encuentro las cosas o rompiendo descuidadamente objetos diversos, ella tenía
en la punta de la boca una frase que de un brochazo nos pintaba de cuerpo
entero: ¡tapla gallo!, expresión que
fundía dos voces de distinto origen: el quechua tapla que quiere decir torpe, basto, y el español gallo que todos entendemos, es decir el
ave de corral en sus nerviosos y ebrios movimientos de macho cumplidor.
En alguna ocasión, a cualquiera de la
familia se le ocurrió salir a la calle casi tal como se había levantado, quizás
alguna compra urgente lo empujara a ese pequeño descuido, descuido grande para
la abuela que, al percatarse de la mala facha del susodicho, de su ropa
desaliñada y su aspecto descompuesto, le lanzó un virulento reproche: ¡Por qué
sales a la calle hecho un panchucha!
Parece que en el pueblo había un orate que era llamado de esa manera, que
arrastraba sus andrajos por las calles, y cuya apariencia era emblemática de la
suciedad y el mal vestir.
En muchas ocasiones, todos los que éramos
chicos, hemos enfrentado ese calificativo peculiar que tenía la abuela para
designar a quien por haber estado
jugando en el suelo, entre el polvo y la tierra del patio de la casa o de la
escuela, se presentaba ante ella exhibiendo las prendas sucias o ajadas,
próximas a la rotura o sencillamente rotas: ¡Eres un ratapancho! No he podido rastrear el origen del término, pero igual
su uso se ha extendido hasta las generaciones siguientes y todos en casa saben
a qué se refiere.
Otro término afín al anterior, y que Juya usaba para matizar su riquísimo
léxico personal, era el que aparecía en ocasiones en que uno andaba con la ropa
descompuesta, con la camisa sobrándole por el pantalón, o éste mismo
desarreglado o cayéndose de pura falta de correa; entonces ella nos miraba de
pies a cabeza y endilgaba su dardo: ¡Qué haces todo así descuajeringado! Era el momento en que tenías que salir de su
presencia e irte a acomodar, y regresar lo mejor presentable posible. Es
probable que la palabra guarde alguna relación con la voz cuajo, que es la panza de los mamíferos, y que aludiría a la
apariencia que uno tenía cuando exhibía esa parte del cuerpo por causa de la
ropa mal compuesta.
Pero no se vaya a creer que el vocabulario
de la abuela fuera sólo así de duro y descalificador. Había una palabra que la
usaba cuando cariñaba o acariciaba con mucha ternura a un niño: ¡Achallau!, era la voz que se le
escuchaba pronunciar con mucha dulzura, adelgazando el timbre sonoro y dándole
a su rostro una expresión de embelesamiento y arrobo. Evidentemente la palabra
proviene del quechua, que Juya solía
hablar en ocasiones especiales, con las sirvientas de casa que venían del
pueblo, y la empleaba sobre todo con sus nietos o los hijos de sus nietos, a
quienes les regalaba con esta singular deferencia.
Sin embargo las que nos interesan más, por
su fuerza expresiva, son aquellas que profería en son de reproche, como cuando
alguien cometía un despropósito o se presentaba en mal estado, ya sea bebido o
con el ánimo alterado, y que arrancaba de ella un rayo verbal: ¡Éste grandísimo…! Lo cual significaba
que lo que presenciaba la había sacado de sus casillas y se aprestaba a hacerle
frente con el coraje imbatible de su carácter.
Finalmente, en circunstancias en que
cualquiera de nosotros perpetraba una tontería o decía un disparate, ella tenía
ya preparada, desde el fondo de su acervo lexical, la sentencia adjetival que
lapidaba el risible momento con la frase exacta: ¡Eres un cacaseno!, con la que dejaba al descubierto la cadena
vergonzosa de nuestras taras o las caídas comprensibles en una acción ridícula
que todo humano, demasiado humano, es proclive a cometer.
Habrá una segunda parte de esta pequeña
antología de términos usados por quien representó y representa una presencia
axial para mi familia.
Walter:
ResponderEliminarQuisiera decir que me agradó tu post, pues pone en evidencia anécdotas muy íntimas y de gran sentimiento.
De todas las palabras mencionadas, solo me resulta familiar descuajeringar, que significa desarmar o destrozar cualquier artefacto. Descuajeringado queda el reloj que desarma un niño curioso o un vehículo antiguo e incompleto (a veces también se le dice destartalado). La palabra citada la escucho desde que era niño, es decir, hace una eternidad.
Espero con atención la segunda parte.
Un saludo.