miércoles, 21 de agosto de 2013

Un distinguido irlandés

Richard Rowan es un escritor que vuelve a vivir en un suburbio de Dublín con su esposa Bertha y su hijo Archie, luego de haber estado un tiempo en Italia. Robert es su mejor amigo, quien ha hecho posible el retorno porque siempre estuvo interesado en la esposa del amigo, una relación que éste no ignora, pero ante el que se comporta del modo más impasible.
     Este es el tema central del drama Exiliados, que James Joyce publicó en 1918 y que de alguna manera prefigura la gran novela que estaba en gestación y que vería la luz cuatro años después, el Ulises, cumbre de la narrativa inglesa y mundial del siglo XX. La complejidad de los caracteres humanos, la profundidad psicológica de los personajes, la serena ambigüedad de los diálogos, los sorpresivos desplantes argumentales, ya están presentes en esta obra del gran novelista irlandés.
     La trama completa de la obra se sostiene en la relación cuadrangular de los personajes masculinos cuyos nombres empiezan coincidentemente con R: Richard y Robert, y los femeninos que lo hacen con B: Bertha y Beatrice. A través del juego de símbolos, se mueven las historias paralelas de la pareja formada por Richard y Bertha, de la relación adulterina entre Bertha y Robert, y de la furtiva y elusiva pasión que envuelve a Richard y Beatrice.
     Richard además mantiene un conflicto irresuelto con su madre, quien acaba de morir y es la culpable, al parecer, del breve exilio de la pareja y su hijo en el extranjero. En un pasaje de los diálogos, Bertha acusa a Richard de hacer desgraciadas a las mujeres: a Beatrice, a su madre y a ella misma. Él es consciente de su situación pero no se inmuta, sino que persevera en la consecución de su objetivo. Es un artista, un creador, y se debe sobre todo a su obra. En el reproche que recibe de Bertha se condensa la vieja acusación de egoísmo que ha recaído sobre este tipo de seres.
     Richard no es un celoso a la manera de Otelo, el prototipo de la especie, sino que lo disimula de un modo poco convencional, permitiendo que su mujer se arroje a los brazos del amigo, casi empujándola sin remordimientos, con el fin de sentirse libre para perpetrar sin remilgos su pasión no muy bien correspondida por la profesora de piano de su hijo, quien por lo demás es la prima de Robert.
     La pasión, dicho sea de paso, es ensalzada por los personajes, como cuando Robert le dice a Richard: “El enceguecedor instante de la pasión -esa pasión libre, sin vergüenza, irresistible- es la única fuerza por la que podemos huir de esa miseria que los esclavos llaman vida.” Y es precisamente esa abrasadora sensación del espíritu la que termina precipitando los acontecimientos de un modo inesperado.
     Tras la insospechada generosidad del amigo, que le consigue una cita con una importante autoridad universitaria para tentar una posibilidad en el mundo académico, se esconde una estratagema cuidadosamente planificada para encontrarse con la mujer que ambos ansían, trama que es descubierta por el aparente engañado y quien acude al encuentro para sostener una reveladora charla sobre los límites de esa otra pasión que amenaza arruinarlo todo.
     Bertha y Robert se sienten como las piezas de un complicado juego de ajedrez que el demiurgo, en este caso Richard,  mueve a su antojo, llevando las cosas hasta el borde mismo de la desesperación, cuando estando a un paso del abismo, aquel huye abandonando sus pretensiones, mientras ella retrocede apesadumbrada y regresa arrepentida al regazo del afecto seguro que el padre de su hijo le promete.
     Todo parece volver a la normalidad, pero hay un cambio sustancial que se ha producido en el alma del protagonista, pues nunca las cosas pueden ser como fueron, nadie se baña dos veces en el mismo río, como diría el viejo filósofo, todo fluye, y lo que creíamos restañado es un mero remedo del pasado, una tentativa de reconciliación dañada para siempre por el error primero.
     Esto es lo que expresa Richard en el momento final del tercer acto, cuando pronuncia la siguiente reflexión, llena de profundo dramatismo, ante los oídos desconcertados de Bertha: “Herí mi alma por ti. La herí con una herida profundísima que nunca podrá cicatrizar. Jamás podré saber. ¡Nunca! No quiero saber ni creer nada, no me importa. No es en la oscuridad de la fe como yo te quiero, sino en la viviente, incansable, hiriente duda. Para retenerte no quise utilizar lazos, ni siquiera los del amor. Luchaba sólo para quedar unido a ti en cuerpo y alma, en absoluta desnudez… Sin embargo, ahora me siento fatigado. Me cansan mis heridas.”
     Es inquietante adentrarse en el mundo de Joyce, donde siempre nos aguardan sorprendentes descubrimientos que iluminan facetas desconocidas de la condición humana, y esta pequeña pieza teatral no hace sino demostrarlo.


Lima, 9 de agosto de 2013.     

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