sábado, 14 de septiembre de 2013

El camino de la sangre

Embarcarse en la lectura del teatro de Federico García Lorca es toda una experiencia estremecedora y exultante, por cuanto el eximio poeta granadino dejó en sus guiones dramáticos esa visión trágica de la vida que él mismo encarnó involuntariamente, al terminar fusilado por las huestes franquistas en los prolegómenos de esa barbarie sin nombre que fue la guerra civil española.
     Es lo que hice en un par de semanas,  imbuido en el encanto y la desazón de las historias que traza el autor en cuatro de las obras de su nutrida producción dramática: Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba, Yerma y Doña Rosita la soltera. No es el orden cronológico en el que fueron publicadas o estrenadas, por supuesto, sino el de mi arbitraria elección al momento de decidirme al regocijo asegurado de esta lectura lorquiana.
     Ambientadas en la España de comienzos del siglo XX, cuando Europa se preparaba para ese apocalipsis indescriptible que fue la llamada segunda guerra mundial, las piezas describen paisajes naturales y humanos donde se entrelazan la rusticidad de la vida campestre, la simplicidad de las costumbres pueblerinas y esa moral decimonónica que aún sobrevivía en las ciudades y pueblos de una España también próxima a vivir su propia hecatombe.
     Una rígida moral burguesa preside las costumbres y las conductas de unos seres que van a terminar rebelándose a su modo, a veces en términos radicales, cuando ya los parámetros de su vida y las circunstancias de su medio no les ofrecen otra salida diferente a la de la muerte. Es lo que sucede en Bodas de sangre, quizás la más conocida y representada obra teatral de García Lorca, donde la fuerza ciclónica de la pasión amorosa arrastra a los protagonistas del drama hasta los límites de la vida y la muerte.  
     La novia no es capaz de poder resistir esa fuerza que la sobrepasa cuando ve a Leonardo, con quien se fuga luego de celebrarse su boda con el novio que su padre y su suegra han consentido y arreglado. Tratando de explicar su conducta ante la madre del novio, habiéndose éste batido a cuchillo hasta la muerte con Leonardo, dirá: “¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!”
     El destino de las mujeres –“nacer mujer es el mayor castigo”, dirá Amelia- en una sociedad sometida a las leyes injustas e inicuas que dicta el varón, a una moral que las posterga y que apenas las tiene en cuenta,  muchas veces con la paradójica complicidad de las propias mujeres, es lo que lleva a ese final de sangre que también cierra La casa de Bernarda Alba, un drama de mujeres en los pueblos de España, como reza el título. La frase proferida por Bernarda ante sus hijas al comienzo del drama: “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle”, constituye el ucase lapidario que liquida de un plumazo las posibilidades vitales, perfectamente lícitas, de afirmarse y renovarse más allá y a pesar de la muerte.
     Es entonces que surge la negación, la rebelión explicable en las almas y los cuerpos llenos de vida de esas jóvenes que no desean dejarse morir, para quienes el cautiverio del tiempo y del espacio les parece un programa poco atractivo y estimulante, razón que las lleva a dejarse llevar por sus instintos, por ese camino de la sangre que es el común denominador en las historias del genial dramaturgo. La presencia de un hombre, prometido de la mayor de las hermanas, Angustias, desencadena esta tragedia con la muerte de Adela, la menor de ellas, quien se cuelga al conocer el final de Pepe el Romano. Celos, recelos, rivalidades y sordas rencillas de hermanas desembocan otra vez en una escena de sangre.
     Algo similar sucede en Yerma, el drama de una mujer a quien el azar o el destino le niegan la posibilidad de convertirse en madre, que hace lo posible y lo imposible para que el esposo le regale esa magnífica bienaventuranza que toda mujer, o casi toda,  ansía. Pero al ser consciente de que sus esperanzas son estériles, que nunca podrá ver realizados sus sueños de maternidad al lado de quien es el único ser que podría realizarlos, opta por una salida radical. Por pereza, por desidia, por incapacidad viril o por pertenecer a una progenie nada proclive a la generación y a la propagación de la especie, el tipo está condenado a terminar sus días sin colmar esas femeninas expectativas. Por lo tanto, Yerma, cuyo nombre ya es una profecía cumplida, decide matarlo.  Nuevamente, la sangre tratando de lavar los desarreglos insalvables de una vida signada por la insignificancia y el fracaso.
     La excepción a todos estos dramas que acaban en muerte violenta sería Doña Rosita la soltera, una pieza más ligera y anecdótica, donde el desengaño, la confianza traicionada, el desencanto amargo y la esperanza muerta son los reales protagonistas. El novio de Rosita debe alejarse del pueblo para reunirse con su familia, pero pasa el tiempo y al no poder regresar –ya se había casado y formado familia- envía una carta para casarse por poder con ella. No era más que una vil estratagema para seguir alimentando la ilusión de una jovencita que creyó la palabra de un simple bribón. El engaño se descubre después de ocho años, cuando ya el tío con quien vivía había fallecido, y la tía y el ama envejecían cuidando su rosal.
     Magníficas piezas que he disfrutado casi como si estuviera en un escenario, imaginando sus representaciones para el que fueron destinadas y aguardando la primera posibilidad que se presente para asistir al teatro que tenga la brillante idea de llevar estas inolvidables obras a las tablas.


Lima, 13 de septiembre de 2013. 

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