Embarcarse
en la lectura del teatro de Federico García Lorca es toda una experiencia
estremecedora y exultante, por cuanto el eximio poeta granadino dejó en sus
guiones dramáticos esa visión trágica de la vida que él mismo encarnó
involuntariamente, al terminar fusilado por las huestes franquistas en los
prolegómenos de esa barbarie sin nombre que fue la guerra civil española.
Es lo que hice en un par de semanas, imbuido en el encanto y la desazón de las
historias que traza el autor en cuatro de las obras de su nutrida producción
dramática: Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba, Yerma y Doña Rosita la soltera. No es el orden cronológico en el que fueron
publicadas o estrenadas, por supuesto, sino el de mi arbitraria elección al
momento de decidirme al regocijo asegurado de esta lectura lorquiana.
Ambientadas en la España de comienzos del
siglo XX, cuando Europa se preparaba para ese apocalipsis indescriptible que
fue la llamada segunda guerra mundial, las piezas describen paisajes naturales
y humanos donde se entrelazan la rusticidad de la vida campestre, la
simplicidad de las costumbres pueblerinas y esa moral decimonónica que aún
sobrevivía en las ciudades y pueblos de una España también próxima a vivir su
propia hecatombe.
Una rígida moral burguesa preside las
costumbres y las conductas de unos seres que van a terminar rebelándose a su
modo, a veces en términos radicales, cuando ya los parámetros de su vida y las
circunstancias de su medio no les ofrecen otra salida diferente a la de la
muerte. Es lo que sucede en Bodas de
sangre, quizás la más conocida y representada obra teatral de García Lorca,
donde la fuerza ciclónica de la pasión amorosa arrastra a los protagonistas del
drama hasta los límites de la vida y la muerte.
La novia no es capaz de poder resistir esa
fuerza que la sobrepasa cuando ve a Leonardo, con quien se fuga luego de
celebrarse su boda con el novio que su padre y su suegra han consentido y
arreglado. Tratando de explicar su conducta ante la madre del novio, habiéndose
éste batido a cuchillo hasta la muerte con Leonardo, dirá: “¡Tu hijo era mi fin
y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de
mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre,
siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen
agarrado de los cabellos!”
El destino de las mujeres –“nacer mujer es
el mayor castigo”, dirá Amelia- en una sociedad sometida a las leyes injustas e
inicuas que dicta el varón, a una moral que las posterga y que apenas las tiene
en cuenta, muchas veces con la
paradójica complicidad de las propias mujeres, es lo que lleva a ese final de
sangre que también cierra La casa de
Bernarda Alba, un drama de mujeres en los pueblos de España, como reza el
título. La frase proferida por Bernarda ante sus hijas al comienzo del drama:
“En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la
calle”, constituye el ucase lapidario que liquida de un plumazo las posibilidades
vitales, perfectamente lícitas, de afirmarse y renovarse más allá y a pesar de
la muerte.
Es entonces que surge la negación, la
rebelión explicable en las almas y los cuerpos llenos de vida de esas jóvenes
que no desean dejarse morir, para quienes el cautiverio del tiempo y del
espacio les parece un programa poco atractivo y estimulante, razón que las
lleva a dejarse llevar por sus instintos, por ese camino de la sangre que es el
común denominador en las historias del genial dramaturgo. La presencia de un
hombre, prometido de la mayor de las hermanas, Angustias, desencadena esta
tragedia con la muerte de Adela, la menor de ellas, quien se cuelga al conocer
el final de Pepe el Romano. Celos, recelos, rivalidades y sordas rencillas de
hermanas desembocan otra vez en una escena de sangre.
Algo similar sucede en Yerma, el drama de una mujer a quien el
azar o el destino le niegan la posibilidad de convertirse en madre, que hace lo
posible y lo imposible para que el esposo le regale esa magnífica
bienaventuranza que toda mujer, o casi toda, ansía. Pero al ser consciente de que sus
esperanzas son estériles, que nunca podrá ver realizados sus sueños de
maternidad al lado de quien es el único ser que podría realizarlos, opta por
una salida radical. Por pereza, por desidia, por incapacidad viril o por
pertenecer a una progenie nada proclive a la generación y a la propagación de
la especie, el tipo está condenado a terminar sus días sin colmar esas
femeninas expectativas. Por lo tanto, Yerma, cuyo nombre ya es una profecía
cumplida, decide matarlo. Nuevamente, la
sangre tratando de lavar los desarreglos insalvables de una vida signada por la
insignificancia y el fracaso.
La excepción a todos estos dramas que
acaban en muerte violenta sería Doña
Rosita la soltera, una pieza más ligera y anecdótica, donde el desengaño,
la confianza traicionada, el desencanto amargo y la esperanza muerta son los
reales protagonistas. El novio de Rosita debe alejarse del pueblo para reunirse
con su familia, pero pasa el tiempo y al no poder regresar –ya se había casado
y formado familia- envía una carta para casarse por poder con ella. No era más
que una vil estratagema para seguir alimentando la ilusión de una jovencita que
creyó la palabra de un simple bribón. El engaño se descubre después de ocho
años, cuando ya el tío con quien vivía había fallecido, y la tía y el ama
envejecían cuidando su rosal.
Magníficas piezas que he disfrutado casi
como si estuviera en un escenario, imaginando sus representaciones para el que
fueron destinadas y aguardando la primera posibilidad que se presente para
asistir al teatro que tenga la brillante idea de llevar estas inolvidables
obras a las tablas.
Lima, 13 de
septiembre de 2013.
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