Un adolescente miraba entre curioso y
perplejo un quiosco universitario de libros, repasando los títulos con el fin
de elegir alguno que pudiera saciar su voracidad libresca, cuando una voz a sus
espaldas le sugirió uno de ellos, abonando el comentario de que valía la pena
comprarlo y que jamás se arrepentiría. Aquel bisoño lector enfebrecido era el
autor de estas líneas, la voz que fantasmal irrumpía en la escena era la de un
querido amigo, y el libro designado para el esperado jolgorio era Cien años de soledad.
Los siguientes días los pasaría sumido en
el festín más descomunal de cuantos tuviera memoria, deslumbrado, enfrascado en
la lectura de la novela que muy bien puede ser catalogada como la más lograda,
la más acabada, la más perfecta de cuantas se han escrito en lengua española en
el siglo XX. Una obra que brotó del genio colosal del hijo de un telegrafista
de Aracataca, que se crió con sus abuelos escuchándolos contar las fantásticas
historias de su pueblo y los hechos históricos del que fueron partícipes.
Es imposible hacerse a la idea de que el inigualable
hacedor de Macondo, el prodigioso surtidor de increíbles historias y sucesos,
el acucioso periodista autor de ejemplares reportajes y crónicas jocundas, el
creador de un universo autónomo de ficciones y realidades maravillosas, el
hombre comprometido con la realidad social y política de América Latina y del
mundo, el padre y esposo singular que acompañó hasta el fin a sus seres
queridos, ya no estará más con nosotros.
Sabía que la noticia vendría en cualquier
momento, mas prefería no hacerle caso a la razón que me dictaba su inexorable
veredicto. Sabía que estaba muy mal en las últimas semanas, pero que se había
recuperado y estaba con los suyos en su casa de Ciudad de México, mas unas
palabras prolijamente realistas de una de las hermanas del Nobel me convenció
de lo inevitable; por ello, cuando recibí el anuncio de su muerte, algo en mi
interior se resistió a aceptarla, para luego transar con la realidad y aceptar
el unánime mensaje de los medios y su atroz verdad.
Se había ido para siempre el portentoso
fabulador, dejándonos el legado de una obra valiosísima e imperecedera, pues
desde los días de Cervantes, nunca el idioma había alcanzado tan altas cotas de
virtuosismo y riqueza, nunca la literatura había tenido más pleno sentido y
sonido, nunca un estilo había logrado tanta originalidad y brillo como en la
prosa de este colombiano universal. Una prosa rebosante de gracia y donaire,
una secuencia musical de frases y oraciones nunca dichas, plagada de esos aires
caribeños que le otorgaban toda su frescura como también toda su calidez.
Leer a García Márquez era, es y será, una
verdadera fiesta para el espíritu, un banquete asegurado para la imaginación y
los sentidos, una experiencia única e irrepetible. Bastaba leer un párrafo para
reconocer la huella inconfundible de este dios pagano de las palabras, de este
hechicero consumado del lenguaje. Ya no se podía uno despegar de su magia
verbal, atrapado en la cadencia inusitada de su voz, arrastrado por los hilos
vertiginosos de sus historias delirantes y fantásticas.
Creador de la Escuela de Nuevo Periodismo
Iberoamericano, sus enseñanzas nutrieron la experiencia de generaciones
íntegras de periodistas del continente. Gabo, como le llamaban sus amigos, tuvo
la dicha de hermanar literatura y periodismo, una amalgama que le permitió
escribir sus reportajes como si fueran las más apasionantes novelas, y escribir
sus novelas con la técnica depurada de los mejores reportajes. Allí están las
frases, los aforismos o las sentencias que soltara el escritor en sus numerosos
talleres en los que impartió su sabiduría sobre lo que él llamaba el oficio más
bello del mundo, para testimoniar su otra herencia invalorable.
El breve paso por este mundo, que es el
sino de la condición humana, Gabo lo transmutó en una parranda interminable de
júbilo celebratorio de la existencia, en una preciosa oportunidad que las
palabras nos brindan para vivirla de la manera más intensa, pues como él mismo
lo dijera: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la
recuerda para contarla”. Allí está el secreto de este heresiarca del Caribe que
gracias a su arte inimitable se ha convertido en el suplantador de la
divinidad, en ese deicida del que hablaba Vargas Llosa, el supremo reinventor
de la realidad de América Latina, su mejor cronista y su más alto baluarte
literario.
Tendremos que sufrir quizá más de cien
años de soledad, para que otro creador de su dimensión aparezca en el
firmamento de nuestra cultura, mientras tanto nos quedan sus libros, que son
otra forma de su presencia, tal vez la más trascendente y la más universal,
pues el gran demiurgo de Macondo, el sencillo e ilustre cataquero, acaba de
trasponer el umbral de la inmortalidad, para colocarse al lado de sus admirados
Sófocles, Kafka, Faulkner, Rulfo y tantos más, con quienes ya debe estar
dialogando en el Olimpo de los dioses de la palabra.
Lima, 20 de abril
de 2014.