Lima cumple, este 18 de
enero de 2015, 480 años de fundación española, acontecimiento propicio para
acercarnos a uno de los tantos libros que se han escrito sobre ella en los
siglos que han corrido. Se trata de Lima,
tierra y mar (Ed. Juan Mejía Baca, 1958), del recordado periodista y
escritor Aurelio Miró Quesada Sosa, breve ensayo histórico dedicado a describir
la evolución en el tiempo de esta emblemática urbe sudamericana.
Comienza rastreando los orígenes
prehispánicos de la ciudad, que orbita entre los influjos de dos decisivas
conformaciones culturales que el autor denomina, siguiendo la caracterización
de algunos historiadores, como proto-Chimú y proto-Nazca. Identifica sus rasgos
campesinos, su incipiente desarrollo cultural, que acusa también las
influencias de otras dos poderosas civilizaciones andinas: Chavín y Tiahuanaco.
Menciona enseguida las primeras
migraciones al valle del Rímac, de pueblos como los collas, los huanchos y los
huallas, identificables ahora por la huella que han dejado en los numerosos
topónimos de la ciudad, así como la importancia de un centro de gravitación
política y social: Cajamarquilla, y de la sede religiosa: Pachacámac. La
referencia a las huacas de Limatambo, Maranga, Juliana o Pugliana, y al oráculo
del Rímac, completan parcialmente el
paisaje cultural de esos primeros momentos de la que sería la capital del Perú.
En cuanto al nombre de Lima, dice el
autor: “Lima es la castellanización de Rímac (pronunciándolo a la manera
indígena, no con ‘rr’ fuerte, sino con ‘r’ débil). Y Rímac, a su vez, es el
participio presente activo del verbo quechua ‘rímay’, que significa ‘hablar’”.
Y que por esa razón, “por su oráculo noble y prestigioso… a Lima hay que
traducirla… como la ciudad ‘que habla’”.
Luego vendría la conquista española y la
consiguiente fundación de ciudades a lo largo del territorio de lo que fuera el
Tahuantinsuyo. Miró Quesada afirma que Pizarro, cuyo “sentido político le hizo
buscar, como nueva y efectiva capital, una ciudad equidistante entre el Cuzco y
el lago sagrado de Titicaca por el sur y Cajamarca y San Miguel de Piura por el
norte… pensó al principio en Jauja”, para luego decidirse por Lima. Habría que
hacerle una pequeña corrección: Pizarro no solo lo “pensó”, sino que lo hizo
efectivo cuando el 25 de abril de 1534 fundó la ciudad de Jauja, en el
asentamiento prehispánico de Hatun-Xauxa, como la primera capital de estos
reinos. Además, Lima se pobló con los habitantes traídos de Jauja y de San
Gallán.
Pasa después a debatir las razones del
nombre de Ciudad de los Reyes, que bien podría deberse a los reyes Carlos y
Juana o a los Reyes Magos que se celebra el 6 de enero. Lo que sí puede
afirmarse sin temor a equívoco es que Lima fue la principal urbe de la América
del Sur en el siglo XVI, la verdadera capital de esta región meridional del
continente descubierto.
Ya
establecido el Virreinato, durante la colonia se desarrolló una intensa vida
religiosa, con la fundación de conventos y el establecimiento de las numerosas
congregaciones, clima que hace posible la presencia de los santos limeños,
donde al lado de los muy conocidos Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres
(sic), el autor quiere rescatar al olvidado indígena Nicolás de Dios Ayllón,
“nacido en Chiclayo, pero avecindado en Lima.”
Entre los cronistas, Bernabé Cobo y Pedro
Cieza de León, pintaron una imagen idílica del paisaje limeño, pintura que
quizá luego se repetiría con los viajeros que ensalzaron con calificativos
encomiásticos a esta tres veces coronada villa. De esas impresiones surge la
conocida afirmación de “ciudad-jardín” para tipificar un rasgo peculiar de la
imagen de la ciudad; realidad que en unos cuantos siglos ha trocado en la
dolorosa comprobación, para muchos, de habitar en una “ciudad-basural”, por los
innumerables montículos de desperdicios y desechos que se acumulan en las
calles, las avenidas y hasta los parques de la gran urbe, ante la ominosa
desidia de las autoridades y la recusable negligencia de sus habitantes.
El gran terremoto de 1746, que devastó
Lima y el Callao, es recordado como el hecho más aciago que ha vivido la ciudad
en toda su historia; hecho que desencadenó la admirable labor de reconstrucción
emprendida por el gobierno del Virrey Joseph Manso de Velasco, llamado Conde de
Superunda en razón, precisamente, de su triunfo alegórico sobre las olas del
maremoto que azotaron el puerto y la ciudad como secuela del terrible
movimiento sísmico.
En el recuento del virreinato hay una
frase que merece destacarse: “Lima, paraíso de mujeres; purgatorio de hombres,
infierno de borricos”. Me parece que algo tienen que ver con estas palabras los
amores indiscretos de la Perricholi y el virrey Manuel Amat, quienes se yerguen
en personajes imprescindibles durante ese periodo cortesano de nuestra
historia.
Cuando aborda el período de la
Independencia, no puede omitir la mención de quienes el autor llama los
cronistas de la vida de Lima: Felipe Pardo y Aliaga y Manuel Asencio Segura,
así como el reconocimiento que le otorga al gran acuarelista mulato Pancho
Fierro, a quien califica como “el autor de la primera revista ilustrada nacional.”
Si a don Aurelio le parecía que el
crecimiento poblacional de Lima se hacía a “una velocidad halagadora”, desde
mediados del siglo XIX hasta aproximadamente 1955, en que la ciudad pasó de
tener 90 000 habitantes a 1 millón, ahora nos parece ya preocupante la
explosión demográfica que ha experimentado esta pujante y caótica urbe que ya
frisa los 9 millones de habitantes.
Al final traza un detenido estudio sobre
el significado de la ciudad en el Perú, y rinde un homenaje al mar como
personaje, una presencia que de tan ostentosa a veces pasa desapercibida para
muchos peruanos. A este último respecto, una omisión clamorosa: olvidó
mencionar a las importantes migraciones china y japonesa, que precisamente se
llevaron a cabo por el mar.
En suma, un libro ameno y simpático, que
se lee con deleite e interés. La prosa de Aurelio Miró Quesada Sosa se
despliega con la elegancia y la concisión de la mejor raigambre castellana.
Lima,
18 de enero de 2015.