Asistía hace unos días al cumpleaños de un
muchacho cercano a mi familia, como que es ahijado de mi esposa y, por ende,
también mío, según las costumbres sociales, y mientras nos instalábamos en los
sillones de la sala, unos invitados veían la televisión, alguna película de
esas de acción como le suele gustar a la gente hoy en día, hasta que, llegada
cierta hora, alguien sugirió poner determinado canal, pues comenzaba la
consabida telenovela familiar. Asistí, entonces, a un espectáculo que muchos
habrán ya presenciado numerosas veces, aunque quizás sin percatarse demasiado
de su poderosa singularidad.
A las primeras escenas del culebrón, la
atención se hizo unánime, y el silencio invicto; mientras alguien comentaba que
jamás volvería a caer en las garras del hechizo telenovelesco, pues ello
significaba vivir enganchado con la historia, suspendido cada día en una parte
del drama que necesariamente debía ser vista al día siguiente para conocer el
desenlace, y así en el siguiente capítulo nuevamente el relato avanzaba hasta
el suspense de rigor, con el fin de
mantener cautivo al emocionado televidente para la siguiente jornada. Pero
mientras afirmaba esto, iba cayendo como los demás en el magnetismo de la
historia, hecha precisamente con ese fin.
Conozco el fenómeno desde mucho antes,
pues alguna vez también fui seducido por estos productos de la televisión,
viviendo aquello que he descrito como cualquiera de estas personas que ahora contemplo
con una mezcla de curiosidad y compasión. No me cabe ahora la idea de sentarme
cada noche frente al televisor para seguir el hilo de una historia
melodramática, que más o menos es la misma en todas las telenovelas que emiten
los diversos canales. No niego que haya algunas que destaquen por su calidad
–se dice que las brasileñas, principalmente, ostentan esta condición–, pero la
gran mayoría se caracteriza por su simplismo, sus rasgos maniqueos y su
puerilidad manifiesta.
Cuando en mis clases de literatura pido a
algún estudiante que me nombre alguna novela que conozca, inmediatamente me
señalan una telenovela, motivo que yo aprovecho para hacerles la diferencia,
pues comprendo que por fuerza de la costumbre, la denominación que sólo debería
servir para referirse a las obras literarias, sea con la que ellos conocen a aquel género
televisivo. No los culpo, pero una vez hecha la aclaración, ya no perdono que
en la siguiente oportunidad, vuelvan a repetirme el error.
Entiendo el asunto del arrastre de
sintonía que puede tener, y de hecho lo tiene, un producto como ese, mas ello
revela también un aspecto bastante deplorable de la educación de una sociedad
como la nuestra. Un público que se contenta con episodios banales presentados
en grandes facturas de producción, con diálogos impostados y tramas previsibles
y absurdas, actuaciones de ocasión, escenas edulcoradas y nada más, no puede en
verdad erigirse en baluarte de una nación que sepa encarar sus problemas con la
lucidez y la resolución de los pueblos informados y cultos de la humanidad.
Habría, pues, que implementar un vasto
programa nacional para educar a la población, y con el valioso concurso de los
medios de comunicación –hoy pervertidos en empeños y objetivos de poca monta–
lograr afianzar una ciudadanía formada e informada, embebida del conocimiento
de los auténticos problemas que la acucian, y con la suficiente sagacidad para
ser partícipe de la planificación de su porvenir y de la edificación de su
futuro. Tarea que compete a quienes, ahora, aspiran a convertirse en
autoridades políticas democráticamente elegidas en los próximos comicios
generales. Puede sonar utópico, pero es lo que realmente nos queda por hacer.
Lima,
27 de diciembre de 2015.
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