Durante muchas noches de este último
invierno limeño he tenido el inmenso privilegio de sentarme, después de la
agotadora jornada diaria –y enseguida de una frugal cena–, para una charla
singular con el queridísimo y entrañable escritor Julio Ramón Ribeyro, siendo
partícipe de su voz y de su pensamiento a través de la lectura de La caza sutil (Revuelta Editores, 2016),
el volumen que reúne el conjunto de sus artículos de prensa, publicados entre
1953 y 1994, con prólogo y notas de Jorge Coaguila, probablemente el más
acucioso investigador de la obra del autor de La palabra del mudo.
Ha sido una serie de encuentros provechosos
y enriquecedores, que me han revelado un sinfín de asuntos, todos ellos
interesantes, de sus múltiples búsquedas y hallazgos. Están, por ejemplo, sus
visiones de la literatura peruana, latinoamericana y francesa, a las que dedica
varios estudios, enfocándose en destacar los autores que ha conocido y leído, o
que han influido notablemente en perfilar su vocación, como es el caso de
Flaubert y, sobre todo, el de Maupassant, cuentista francés que sería el gran
referente del creador peruano. Anécdotas y detalles curiosos de otros que yo
insignemente ignoraba; como por ejemplo, el que don Ricardo Palma estuvo a
punto de perecer en un naufragio, mucho antes de que escribiera esa vasta
colección de sus tradiciones que constituye su máximo legado literario. Así
como la descripción prolija de la espantosa muerte de Abraham Valdelomar en
Ayacucho cuando apenas frisaba los 31 años. El detalle aquel de que murió sin
socorro alguno en una letrina hedionda nos sobrecoge por su horror y repulsión
a la vez.
También desconocía la azarosa vida del
pintor italiano Caravaggio, cuya reseña me dejó igualmente perturbado. Uno no
se imagina la existencia de un artista en los límites mismos del delito,
sobrellevando una existencia en constante conato con la justicia, perseguido
por sus indómitos demonios y muerto de extenuación en una playa solitaria
adonde había llegado a parar víctima de sus numerosas malandanzas. Un verdadero
pacto con las tinieblas, como reza el título del ensayo de Ribeyro. Sorprende
asimismo el manifiesto que firmaron en 1965 en París ocho peruanos, entre ellos
Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro y Hugo Neira, apoyando a las guerrillas
que en ese año se alzaron en los Andes centrales del Perú. A juzgar por el
tiempo transcurrido, los cambios experimentados por uno u otro, las mudanzas
ideológicas y políticas de cada quien, no puede uno sino mirar con una sonrisa
de inocente perplejidad los bandazos que da la vida en la evolución del
pensamiento y las ideas de los hombres.
Es sugestiva la tesis que plantea sobre las
alternativas del novelista en un ensayo donde vuelca todo su conocimiento y
sabiduría en la subyugante tarea de escribir ficciones. En la elección del
tema, del estilo y del lenguaje, entre otras posibles vías que se le presentan
para la creación, postula Ribeyro una serie de opciones para la aprehensión del
mundo que cada vez es más inabarcable.
El triste destino del poeta Ovidio, muerto
en el exilio y enemistado con el poder; el asesinato de Javier Heraud, en las
selvas de Madre de Dios; un magnífico autorretrato del autor, a la manera del
siglo XVII; una breve incursión al tema de los diarios íntimos, asunto en el
que también andaba comprometido el escritor; una reflexión en torno a la obra
poliédrica de Jorge Eduardo Eielson, un artista de su generación; son algunos
de los numerosos temas que aborda la pluma certera, luminosa y encantadora del
querido Julio Ramón. Para mí serán inolvidables estos encuentros de sobremesa
que sostuve en intensas jornadas de un diálogo singular, en una dimensión
metafísica, con este maravilloso personaje.
Lima,
4 de noviembre de 2017.
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