miércoles, 14 de marzo de 2018

En el nombre del padre

    Rastrear los orígenes de la familia, hundir la curiosidad indagatoria en el árbol genealógico de nuestra tribu es una labor que lo han intentado, con resultados descollantes,  muchos autores que pueblan la historia de la literatura, así como también sencillos seres humanos, llevados quizás por el afán no sólo de adquirir las certezas respecto a su propia ascendencia, sino también como una manera de configurar la arquitectura total de aquellas pulsiones, tendencias, hábitos, vicios y secretas determinaciones que corren por la sangre de sus venas. En una palabra, para tratar de saber quiénes son.
    Es lo que ha hecho el escritor peruano Renato Cisneros en su novela La distancia que nos separa (Planeta, 2015), historia cautivante en la que me he sumergido las últimas dos semanas para que el goce de su lectura se espacie en el tiempo, la memoria y la imaginación. En esta llamada novela de autoficción el autor hurga en el pasado de su padre –el General del Ejército Peruano Luis Cisneros Vizquerra, más conocido como el Gaucho– con una prolijidad de minero, excavando esas capas superpuestas que conforman el suelo vital de toda persona.
    Las palabras acuden al narrador al conjuro de los vestigios de ese pasado que va descubriendo, junto con el lector, con creciente asombro y perplejidad. Cada uno de nosotros podría también emprender esa búsqueda y los resultados serían, estoy seguro, sorprendentes. Ya me imagino internándome en ese dédalo de revelaciones, sorpresas, datos ocultos, paisajes desagradables, recintos sellados, sótanos oscuros, túneles interminables que constituyen el historial de mi familia, de toda familia en verdad, pero que los más prefieren dejar intacto, a salvo de esa pesquisa que nos llevaría al conocimiento de nosotros mismos.
    El autor se embarca en una serie de viajes que lo llevan a reunirse con personas claves en la vida del Gaucho; por ejemplo, su primera novia en Argentina, Beatriz Abdulá –que lastimosamente acababa de fallecer– y la hija de ésta, Gabriela, con quien tendría un encuentro altamente gratificante y revelador en un café de Buenos Aires. En su diálogo emotivo con ella arriba a la certeza de que ambos son lo que son porque los otros, es decir sus padres, no fueron lo que tenían que ser. Algo así como los hijos muertos de un matrimonio que nunca existió.
    También acude a entrevistarse con sus hermanos mayores, los hijos del primer matrimonio del Gaucho con la piurana Lucila Mendiola: Melania, Estrella y Fermín, cada quien mostrando las secuelas y las huellas que en ellos dejó el abandono que sufrieron del padre cuando este se fue de la casa de Chorrillos para formar una nueva familia con Cecilia Zaldívar, la madre del narrador. Son vidas marcadas por el resentimiento, la carencia de algo que juzgaron valioso hasta que un día ya no estuvo más.
    Confiesa el autor lo arduo que le resulta el saber, decir o escribir que su padre admiró a sujetos como Kissinger o Pinochet. Que fue amigo de ellos y de otros militares argentinos que más adelante serían protagonistas de la dictadura de ese país y que luego serían acusados de torturas, desapariciones, asesinatos y delitos de lesa humanidad por tribunales civiles que juzgaron los crímenes de aquél régimen. Verdaderos crápulas conformaban el entorno amical y moral de su padre. El asco que debió sentir al saber que su padre pudo pertenecer, si se quedaba en Argentina, a esa cáfila de torturadores y asesinos que hicieron de las suyas en los años nefastos del Plan Cóndor: Videla, Viola, Galtieri, Suárez Mason, Bussi, Bignone, entre otros. Y no sólo fue amigo, sino admirador y defensor de sus atrocidades. Qué diferente panorama observa en la biblioteca de su tío Juvenal –que no es otro que el distinguido lingüista Luis Jaime Cisneros– donde se exhiben fotografías suyas junto a notables exponentes de la cultura latinoamericana, como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Lo más natural, imagina el autor, es que él haya sido su hijo, y no hijo del Gaucho. En fin, ironías del destino. 
    El Gaucho Cisneros fue ministro del Interior durante el gobierno de Morales Bermúdez, y siendo ministro de Guerra sería artífice, durante el segundo gobierno de Fernando Belaúnde, para la intervención de las Fuerzas Armadas en la lucha antisubversiva, con los resultados que todos conocemos ahora gracias a la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), que investigó en profundidad todo lo acontecido en los años del terror. Ya en el retiro, sus ansias de poder se manifiestan en numerosas declaraciones a los medios, donde reafirma su vocación autoritaria, caracterizado por su rudeza y su instinto represor.
    Una de las más impactantes revelaciones que descubre el hijo es que el Plan Verde para derrocar a García tuvo como asesor al Gaucho. El General Monsante le confiesa al autor que su padre había contratado a dos sicarios en EE.UU. para asesinar al presidente, propósito que finalmente abortó. Es acuciante la duda que carcome al narrador sobre la hipótesis de que su padre haya matado; incertidumbre que no es ni corroborada ni desmentida en la conversación que sostiene con este General que conoció a su padre.
    La historia discurre detallando pormenores de la vida familiar que se ven esclarecidas a la luz de su investigación de 8 años, entre digresiones reflexivas, metáforas iluminadoras, símbolos esclarecedores, alegorías y alusiones analógicas que en varios momentos me hicieron recordar a las que solía emplear Ernesto Sábato, el notable escritor argentino que más ha sondeado en las honduras del alma humana con su narrativa audaz y estremecedora.
    “Mi odio hacia Dios fue el único efecto que tuvo esa canción. El último día que canté Cómo no creer en Dios fue el primero en que dejé de creer en Dios para siempre”, dice el protagonista recordando el instante en que el hombre que tantas cosas había significado en su vida trasponía el umbral de la muerte. Ahora él es su padre literario, nacido de la convicción  de que “quizá escribir sea eso: invitar a los muertos a que hablen a través de uno.”
    Una novela fascinante, escrito con la pasión y la sangre de que están hechas las grandes  obras, con una prosa que brilla en cada párrafo y un estilo que refulge en cada frase. Ágil, ameno, en la línea del mejor periodismo de investigación, logra un perfecto engranaje entre ficción y realidad.  

Lima, 10 de marzo de 2018.   

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