sábado, 3 de marzo de 2018

El cine y la canchita


    A raíz del reciente fallo de Indecopi, obligando a retirar la prohibición que dos de las cadenas de cine más importantes de la capital habían impuesto a los consumidores impidiéndoles llevar sus propios productos a las salas –disposición que ahora ha quedado en suspenso–, se ha propiciado un interesante debate que, según mi primera impresión, soslaya un aspecto esencial del asunto. Yo lo resumí hace unos días en un comentario que hice público en la versión digital de un medio limeño. Afirmaba, de lo más inocente, en plan de voluntaria candidez, que no entendía por qué iba la gente al cine a comer. Vamos a explicarnos.
    Es verdad que existe el lado económico de la cuestión, que es al parecer el único que interesa a los defensores a ultranza del libre mercado, que por cierto no es tan libre como lo pregonan. Pues sino por qué tendrían que imponerte determinado producto si quieres ingresar con él para ver una película. Mejor dicho, la canchita que tú llevas está prohibida, porque sólo puedes ingresar con la canchita que ellos te venden. Ellos arguyen que eso es parte del negocio, pues un 40% de sus ingresos provienen de la venta de esa clase de productos. Entonces, que se decidan, o son salas de cine o son puestos de golosinas.
    Pero aquí viene lo verdaderamente importante. Cuando uno va al cine, evidentemente es porque quiere ver una película; no obstante, muchas personas no pueden disociar este hecho de la necesidad de tener algo que llevarse a la boca. No sé en qué momento se impuso esta huachafa costumbre de ingresar a las salas de cine con sus inmensas bandejas de plástico conteniendo baldes repletos de pop corn y vasos llenos de bebidas gaseosas. A lo sumo, en los años 70 y 80, 90 inclusive, quienes acudíamos a los viejos cines de barrio de la provincia, solíamos llevar chocolates, caramelos, bolsitas de maní o habitas, canchita también, cigarrillos –cuando estaba permitido fumar en lugares públicos– o cualquier otra golosina parecida, pero todo ello de un modo muy discreto– en la cartera las damas y en los bolsillos del saco los caballeros–, nada ostentoso y ridículo como ahora puede verse en casi todos los cines.
    Por lo demás, todos deberíamos saber que en un espectáculo artístico, lo mínimo que se le pide al espectador es respeto, tanto por las demás personas, por la obra de arte, como por sí mismo, es decir que en última instancia se trata de un asunto de educación, barómetro a su vez de la cultura del ser humano. Cuando uno va a un concierto de música de cámara, o al teatro, o a la presentación de un libro, o a una charla, es tácito el acuerdo de que no puede uno estar comiendo. Es elemental. No hay nada más desagradable que sentarse en una butaca de cine, disponerse a disfrutar de un film y tener que soportar la grosera intromisión de ruidos molestos producidos por la actividad alimenticia de impertinentes vecinos que creen que la sala es un vulgar comedero. En ese plan uno ya no puede gozar como debiera de la función, en medio de ese zafarrancho de sonidos que jamás debería permitirse en una sala cinematográfica. Y si a esto agregamos el penoso paisaje que se observa al terminar la función, con el ambiente convertido en un auténtico chiquero, el malestar ya es mayúsculo.
    Coman lo que quieran antes o después, pero no durante la proyección; el arte lo merece, y aunque sean los bodrios yanquis que ahora monopolizan las salas, no por eso tienen patente de corso para agredir con su apetito desbocado a quienes sólo deseamos sumergirnos por un par de horas en la ficción, en la fantasía y en la magia que nos procuran las bellas obras del séptimo arte.

Lima, 3 de marzo de 2018.

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