A raíz del reciente fallo de Indecopi,
obligando a retirar la prohibición que dos de las cadenas de cine más
importantes de la capital habían impuesto a los consumidores impidiéndoles
llevar sus propios productos a las salas –disposición que ahora ha quedado en
suspenso–, se ha propiciado un interesante debate que, según mi primera
impresión, soslaya un aspecto esencial del asunto. Yo lo resumí hace unos días
en un comentario que hice público en la versión digital de un medio limeño.
Afirmaba, de lo más inocente, en plan de voluntaria candidez, que no entendía
por qué iba la gente al cine a comer. Vamos a explicarnos.
Es verdad que existe el lado económico de
la cuestión, que es al parecer el único que interesa a los defensores a
ultranza del libre mercado, que por cierto no es tan libre como lo pregonan.
Pues sino por qué tendrían que imponerte determinado producto si quieres
ingresar con él para ver una película. Mejor dicho, la canchita que tú llevas
está prohibida, porque sólo puedes ingresar con la canchita que ellos te
venden. Ellos arguyen que eso es parte del negocio, pues un 40% de sus ingresos
provienen de la venta de esa clase de productos. Entonces, que se decidan, o
son salas de cine o son puestos de golosinas.
Pero aquí viene lo verdaderamente
importante. Cuando uno va al cine, evidentemente es porque quiere ver una
película; no obstante, muchas personas no pueden disociar este hecho de la
necesidad de tener algo que llevarse a la boca. No sé en qué momento se impuso
esta huachafa costumbre de ingresar a las salas de cine con sus inmensas
bandejas de plástico conteniendo baldes repletos de pop corn y vasos llenos de bebidas gaseosas. A lo sumo, en los años
70 y 80, 90 inclusive, quienes acudíamos a los viejos cines de barrio de la
provincia, solíamos llevar chocolates, caramelos, bolsitas de maní o habitas,
canchita también, cigarrillos –cuando estaba permitido fumar en lugares
públicos– o cualquier otra golosina parecida, pero todo ello de un modo muy
discreto– en la cartera las damas y en los bolsillos del saco los caballeros–,
nada ostentoso y ridículo como ahora puede verse en casi todos los cines.
Por lo demás, todos deberíamos saber que en
un espectáculo artístico, lo mínimo que se le pide al espectador es respeto,
tanto por las demás personas, por la obra de arte, como por sí mismo, es decir
que en última instancia se trata de un asunto de educación, barómetro a su vez
de la cultura del ser humano. Cuando uno va a un concierto de música de cámara,
o al teatro, o a la presentación de un libro, o a una charla, es tácito el
acuerdo de que no puede uno estar comiendo. Es elemental. No hay nada más
desagradable que sentarse en una butaca de cine, disponerse a disfrutar de un
film y tener que soportar la grosera intromisión de ruidos molestos producidos
por la actividad alimenticia de impertinentes vecinos que creen que la sala es
un vulgar comedero. En ese plan uno ya no puede gozar como debiera de la
función, en medio de ese zafarrancho de sonidos que jamás debería permitirse en
una sala cinematográfica. Y si a esto agregamos el penoso paisaje que se
observa al terminar la función, con el ambiente convertido en un auténtico
chiquero, el malestar ya es mayúsculo.
Coman
lo que quieran antes o después, pero no durante la proyección; el arte lo
merece, y aunque sean los bodrios yanquis que ahora monopolizan las salas, no
por eso tienen patente de corso para agredir con su apetito desbocado a quienes
sólo deseamos sumergirnos por un par de horas en la ficción, en la fantasía y
en la magia que nos procuran las bellas obras del séptimo arte.
Lima,
3 de marzo de 2018.
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