Mientras millones de jóvenes se aprestaban
a celebrar el Día de San Valentín, al promediar las dos y treinta de la tarde
del 14 de febrero último, se producía el enésimo episodio de sangre en el
historial de la muerte de los Estados Unidos, cuando un joven de 19 años,
premunido de un rifle de asalto AR-15 irrumpía en el Instituto Marjorie
Stoneman Douglas de Parkland, en Florida, desatando una carnicería que dejó
como triste corolario el saldo de 17 muertos, entre ellos 14 adolescentes y 3
adultos, y decenas de heridos que se recuperan en los hospitales cercanos.
El atacante, Nikolas Cruz, llegó ese día al
centro escolar con el único fin de matar, su objetivo acariciado desde hacía
tiempo, dado a conocer a través de las redes sociales, y que fue detectado por
un casual usuario que hizo la denuncia correspondiente al mismo FBI, quienes
por razones incomprensibles no pudieron hacer nada para detener a tiempo la
horrenda masacre. Posteriormente, se han excusado alegando que era muy difícil
detectar al autor del comentario, sin embargo un diario norteamericano ha
demostrado que el nombre del joven se puede leer fácilmente en la publicación
virtual. Un caso más de imperdonable negligencia de quienes deben velar por la
seguridad de sus ciudadanos.
Nikolas Cruz ha sido descrito como un joven
extraño por la comunidad que conoció de sus andanzas. Había sido expulsado por
actos de indisciplina del centro de estudios donde cometió su crimen; estaba
prohibido su ingreso al local con mochila, pues ya una vez se le había
encontrado armas blancas entre sus pertenencias. Desde muy jovencito gustaba bromear
haciendo sonar las alarmas del colegio para crear zozobra en vano; además,
muchos ex compañeros recuerdan que fueron amenazados alguna vez por el
problemático adolescente. Se sabe que era huérfano y que vivía con sus padres
adoptivos. Pero el padre había fallecido hace unos años y la madre en noviembre
pasado. Era miembro, probablemente, de una agrupación supremacista blanca,
hecho que se puede colegir de sus comentarios racistas y xenófobos en contra de
los negros y los inmigrantes. No sé si todo esto pueda explicar, en parte, la
actitud que lo ha llevado a protagonizar estos crímenes que han sacudido a la
sociedad estadounidense. Seguía tratamiento siquiátrico por la muerte de su
madre, que al parecer abandonó voluntariamente.
Lo cierto es que nos enfrentamos a otro
hecho de armas que nuevamente pone sobre el tapete la vieja discusión sobre la
segunda enmienda de la Constitución de ese país que permite el uso legal de
armas como un derecho consagrado. Pero es verdad también que la cantidad de
armas per cápita que posee EE.UU. no tiene parangón con ninguna otra realidad
mundial, pues las estadísticas hablan claramente de casi un arma por persona,
lo que evidentemente constituye un factor de gran fuerza para esta deriva
mortal. Y si a esto le sumamos el
poderoso lobby que ejercen los integrantes de la Asociación Nacional del Rifle
(NRA por sus siglas en inglés), que por boca de sus voceros han llegado a decir
que quienes se oponen a esta barbaridad odian la NRA, la segunda enmienda y la
libertad individual –cuando es perfectamente al revés, pues son ellos los que
en verdad odian la vida, odian la vida civilizada de las personas y se solazan cada
vez con estos crímenes salvajes que enlutan a decenas de hogares de familias
inocentes y pacíficas–, el cóctel resulta altamente explosivo.
Es evidente que los EE.UU. es una sociedad
enferma, pues no se puede concebir que quienes se proclaman los abanderados de
la civilización y los derechos humanos en el mundo, el país más poderoso de la
Tierra, la democracia modelo y ejemplo para los demás pueblos del orbe, posea
este residuo atávico de las formas de vida más primitivas, algo que se podría
entender en los tiempos en que se formaba como nación, en medio de la
hostilidad de los pobladores originarios que luchaban por impedir que estos
invasores europeos les arrebataran sus tierras y finalmente los exterminaran de
su territorio. Algo que hemos visto con bastante profusión a través de los
famosos western que el cine yanqui
puso en boga a mediados del siglo pasado. Tal pareciera que tal época no se ha
acabado, que seguimos inmersos en la guerra de tribus, colonos y pioneers de los primeros años de la
conquista. Será tal vez la muestra de su declive como superpotencia, el síntoma
más clarísimo de su descomposición y decadencia, cuyo otro signo es la elección
del presidente más estúpido y ramplón que haya tenido en toda su historia el
país de Washington y Lincoln, de Emerson y Whitman.
Los sobrevivientes de la matanza y los
familiares de las víctimas están promoviendo ahora una campaña definitiva
contra las armas, pues entienden que no puede ser que cada vez que sucede un
hecho así, todo vuelva a la normalidad después de unos días de conmoción y
dolor. Porque esta ha sido una constante desde hace más de medio siglo, y
mientras tanto sigue creciendo la cantidad de muertos por el uso de armas
civiles cada año, sobrepasando incluso al número de víctimas que las fuerzas
armadas reportan de sus numerosas incursiones en las guerras que promueven por
distintos puntos del globo siguiendo los dictados de la ambición imperial del
país de las barras y las estrellas.
Ojalá que esta cruzada rinda sus frutos,
pues ya es tiempo de erradicar el salvajismo y
la barbarie de esta época que se precia de sus logros científicos y
tecnológicos, pero que desde el punto de vista de la ética y la axiología,
parece que aún vive en la Edad de Piedra.
Lima,
24 de febrero de 2018.
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