I
Al primer Papa de la Iglesia Católica que
vi en persona fue a Juan Pablo II, cuando en 1985 realizó su primer viaje al
Perú y creó, como es lógico suponer, un fervor inusitado en una colectividad
que mayoritariamente, como hasta ahora, adscribía a la fe de Roma. Lo
paradójico del hecho era que por esos años mi alejamiento del catolicismo había
experimentado un franco proceso de no retorno, atravesando una etapa de fuerte
cuestionamiento en los últimos años del colegio, acentuándose en los primeros
años universitarios y recalando en un ateísmo militante y doctrinario bastante
acusado cuando se abatió sobre mí la desgracia mayor de ver partir a la persona
más importante de mi vida.
Una compañera de estudios de la Facultad de
Derecho de San Marcos, notando mi profunda desolación por la dolorosa pérdida
de mi madre, acaecida a mediados de enero de ese año, tuvo el gesto solidario
de conseguirme un par de pases para el encuentro de la juventud con el Sumo
Pontífice que se realizaría en el Hipódromo de Monterrico. Ella pertenecía a
una parroquia de Breña y le fue relativamente fácil encontrar los
salvoconductos. Mis amigos, percatándose de la indiferencia con que recibí la
invitación, me animaron al unísono para que asista al que sería el acto más
multitudinario de la presencia del Primado de Roma por estas tierras.
Luego de las sentidas exequias de mi madre
en el cementerio de Jauja, emprendí al día siguiente el retorno a la capital,
acompañado de mi hermano menor, con la idea de continuar mis estudios. Fue en
vano, me fue imposible de toda imposibilidad concentrarme un segundo en algo
que no fuera el trance que acababa de sufrir. Y así en ese estado, transido del
dolor más agudo que he tenido jamás, donde lo único que hacía era pensar y
llorar, pensar y llorar, acepté ir a dicho encuentro con la idea, equivocada
por cierto, de que mi pena pudiera diluirse entre la muchedumbre. Pura ilusión.
Estar ahí, en medio de miles de jóvenes, bajo el sol despiadado del verano,
oyendo sin oír la prédica, sin duda
valiosa, del Vicario de Cristo, fue sólo un espejismo. El sufrimiento estaba
como contenido, acumulándose como una nube que se cargara antes de precipitarse
en furiosa borrasca. Los chorros de agua que nos soltaban para combatir el
intenso calor tenían su correlato en las palabras de esperanza que predicaba el
sacerdote intentando aplacar esa honda desesperanza que se había instalado en
mi alma.
II
Nos visita ahora el Papa Francisco, el
primero de origen latinoamericano que tiene la Iglesia Católica y el primero
también de la orden de los jesuitas. La primera parte de su viaje lo ha llevado
a Chile, el país que registra la menor cantidad de católicos en el continente.
El recibimiento que se le ha tributado a Jorge Mario Bergoglio ha sido el más
frío y el menos masivo, según los reportes de la prensa; presencia, además,
envuelta en el escándalo suscitado por las denuncias de abusos sexuales
perpetradas por miembros de la Iglesia en ese país. Los colectivos que
sostienen las denuncias, y las víctimas directamente, han hecho sentir su voz
de protesta por lo que consideran una reacción bastante tibia y hasta cierto
punto concesiva de parte de la jerarquía eclesial ante los actos cometidos por
Fernando Karadima y sus secuaces contra cientos de niños y jóvenes durante las
últimas dos o tres décadas.
Lo mismo puede decirse en el caso del Perú,
estando de por medio la investigación abierta por los abusos denunciados en el
Sodalicio de Vida Cristiana, la congregación fundada por Luis Fernando Figari,
que no han logrado hasta el momento tener la repercusión debida en las
instancias judiciales ni menos en las alturas de la curia romana. La política
del Vaticano en ese sentido ha sido la misma desde la época del papado de Karol
Wojtila, es decir, silenciamiento, encubrimiento y complicidad. Pues así como
no se hizo nada cuando se destaparon los crímenes de Marcial Maciel y sus
Legionarios de Cristo en México, ocultándose bajo el manto de la más artera
connivencia durante el periodo de Juan Pablo II, quien brindó su incomprensible
protección al depravado, igualmente se procede hoy con los delitos de Karadima
en Chile y de Figari en el Perú. Se llega al extremo de la felonía de que uno
de los encubridores del religioso chileno, el obispo de Osorno Juan Barros,
haya estado presente cuando Francisco habló de vergüenza y dolor ante el daño
ocasionado a los niños por los curas, durante la misa celebrada en la plaza de
Santiago. Soberana hipocresía.
A pesar de las evidencias incontrastables
que existen tanto en el vecino país del sur, con el testimonio lacerante de las
víctimas, recogidos en parte en el libro Karadima,
el Señor de los Infiernos de la periodista María Olivia Mönckeberg, como en
el nuestro, con el documentado libro Mitad
monjes, mitad soldados (Planeta, 2016), de los periodistas Pedro Salinas y
Paola Ugaz, poco o nada se ha logrado en cuanto a justicia y castigo para los
culpables. Da que pensar la respuesta que ha dado el Papa ante las preguntas de
los reporteros sobre los cargos que pesan sobre Barros, diciendo que se trata
de calumnias, acusaciones sin pruebas, cuando ahí el testimonio del periodista
y víctima de Karadima Juan Carlos Cruz, activista de la agrupación Ending
Clerical Abuse (ECA), es de lo más elocuente.
III
Si la Iglesia no quiere seguir llevando la
oprobiosa cruz de la impunidad sobre sus hombros, debe emprender inmediatamente
una labor de limpieza total, solidarizándose con las víctimas, escuchándolos de
verdad y colaborando para que la justicia cumpla con su deber, pues de lo
contrario tendremos sólo palabras vacías –como han dicho las víctimas en
Chile–, y gestos para la tribuna. Purgar de elementos nocivos para la sociedad
y para la misma Iglesia es lo más racional que cabe imaginar, separando a
quienes, habiendo traicionado los principios y fundamentos del cristianismo, se
volcaron a saciar sus ímpetus demoniacos escudados en su condición de
sacerdotes y al amparo del hábito que los distingue como predicadores de la
palabra de Cristo. O expulsándolos directamente para hacer que paguen sus
delitos con la cárcel. De lo contrario, seguirá perdiendo adeptos a pasos
agigantados, cautivados por el avance silencioso pero eficaz de las iglesias
evangélicas, cada vez más fortalecidas en nuestros países. La religión no debe
ser más la perfecta coartada para el accionar de pederastas y depredadores
sexuales. Esa es la tarea concreta y urgente que les queda.
Es el modesto consejo de un agnóstico.
Lima,
20 de enero de 2018.
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