sábado, 20 de enero de 2018

El Papa, la Iglesia y la impunidad

I

    Al primer Papa de la Iglesia Católica que vi en persona fue a Juan Pablo II, cuando en 1985 realizó su primer viaje al Perú y creó, como es lógico suponer, un fervor inusitado en una colectividad que mayoritariamente, como hasta ahora, adscribía a la fe de Roma. Lo paradójico del hecho era que por esos años mi alejamiento del catolicismo había experimentado un franco proceso de no retorno, atravesando una etapa de fuerte cuestionamiento en los últimos años del colegio, acentuándose en los primeros años universitarios y recalando en un ateísmo militante y doctrinario bastante acusado cuando se abatió sobre mí la desgracia mayor de ver partir a la persona más importante de mi vida.
    Una compañera de estudios de la Facultad de Derecho de San Marcos, notando mi profunda desolación por la dolorosa pérdida de mi madre, acaecida a mediados de enero de ese año, tuvo el gesto solidario de conseguirme un par de pases para el encuentro de la juventud con el Sumo Pontífice que se realizaría en el Hipódromo de Monterrico. Ella pertenecía a una parroquia de Breña y le fue relativamente fácil encontrar los salvoconductos. Mis amigos, percatándose de la indiferencia con que recibí la invitación, me animaron al unísono para que asista al que sería el acto más multitudinario de la presencia del Primado de Roma por estas tierras.
    Luego de las sentidas exequias de mi madre en el cementerio de Jauja, emprendí al día siguiente el retorno a la capital, acompañado de mi hermano menor, con la idea de continuar mis estudios. Fue en vano, me fue imposible de toda imposibilidad concentrarme un segundo en algo que no fuera el trance que acababa de sufrir. Y así en ese estado, transido del dolor más agudo que he tenido jamás, donde lo único que hacía era pensar y llorar, pensar y llorar, acepté ir a dicho encuentro con la idea, equivocada por cierto, de que mi pena pudiera diluirse entre la muchedumbre. Pura ilusión. Estar ahí, en medio de miles de jóvenes, bajo el sol despiadado del verano, oyendo sin oír  la prédica, sin duda valiosa, del Vicario de Cristo, fue sólo un espejismo. El sufrimiento estaba como contenido, acumulándose como una nube que se cargara antes de precipitarse en furiosa borrasca. Los chorros de agua que nos soltaban para combatir el intenso calor tenían su correlato en las palabras de esperanza que predicaba el sacerdote intentando aplacar esa honda desesperanza que se había instalado en mi alma.

II

    Nos visita ahora el Papa Francisco, el primero de origen latinoamericano que tiene la Iglesia Católica y el primero también de la orden de los jesuitas. La primera parte de su viaje lo ha llevado a Chile, el país que registra la menor cantidad de católicos en el continente. El recibimiento que se le ha tributado a Jorge Mario Bergoglio ha sido el más frío y el menos masivo, según los reportes de la prensa; presencia, además, envuelta en el escándalo suscitado por las denuncias de abusos sexuales perpetradas por miembros de la Iglesia en ese país. Los colectivos que sostienen las denuncias, y las víctimas directamente, han hecho sentir su voz de protesta por lo que consideran una reacción bastante tibia y hasta cierto punto concesiva de parte de la jerarquía eclesial ante los actos cometidos por Fernando Karadima y sus secuaces contra cientos de niños y jóvenes durante las últimas dos o tres décadas.
    Lo mismo puede decirse en el caso del Perú, estando de por medio la investigación abierta por los abusos denunciados en el Sodalicio de Vida Cristiana, la congregación fundada por Luis Fernando Figari, que no han logrado hasta el momento tener la repercusión debida en las instancias judiciales ni menos en las alturas de la curia romana. La política del Vaticano en ese sentido ha sido la misma desde la época del papado de Karol Wojtila, es decir, silenciamiento, encubrimiento y complicidad. Pues así como no se hizo nada cuando se destaparon los crímenes de Marcial Maciel y sus Legionarios de Cristo en México, ocultándose bajo el manto de la más artera connivencia durante el periodo de Juan Pablo II, quien brindó su incomprensible protección al depravado, igualmente se procede hoy con los delitos de Karadima en Chile y de Figari en el Perú. Se llega al extremo de la felonía de que uno de los encubridores del religioso chileno, el obispo de Osorno Juan Barros, haya estado presente cuando Francisco habló de vergüenza y dolor ante el daño ocasionado a los niños por los curas, durante la misa celebrada en la plaza de Santiago. Soberana hipocresía.
    A pesar de las evidencias incontrastables que existen tanto en el vecino país del sur, con el testimonio lacerante de las víctimas, recogidos en parte en el libro Karadima, el Señor de los Infiernos de la periodista María Olivia Mönckeberg, como en el nuestro, con el documentado libro Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2016), de los periodistas Pedro Salinas y Paola Ugaz, poco o nada se ha logrado en cuanto a justicia y castigo para los culpables. Da que pensar la respuesta que ha dado el Papa ante las preguntas de los reporteros sobre los cargos que pesan sobre Barros, diciendo que se trata de calumnias, acusaciones sin pruebas, cuando ahí el testimonio del periodista y víctima de Karadima Juan Carlos Cruz, activista de la agrupación Ending Clerical Abuse (ECA), es de lo más elocuente.

III

    Si la Iglesia no quiere seguir llevando la oprobiosa cruz de la impunidad sobre sus hombros, debe emprender inmediatamente una labor de limpieza total, solidarizándose con las víctimas, escuchándolos de verdad y colaborando para que la justicia cumpla con su deber, pues de lo contrario tendremos sólo palabras vacías –como han dicho las víctimas en Chile–, y gestos para la tribuna. Purgar de elementos nocivos para la sociedad y para la misma Iglesia es lo más racional que cabe imaginar, separando a quienes, habiendo traicionado los principios y fundamentos del cristianismo, se volcaron a saciar sus ímpetus demoniacos escudados en su condición de sacerdotes y al amparo del hábito que los distingue como predicadores de la palabra de Cristo. O expulsándolos directamente para hacer que paguen sus delitos con la cárcel. De lo contrario, seguirá perdiendo adeptos a pasos agigantados, cautivados por el avance silencioso pero eficaz de las iglesias evangélicas, cada vez más fortalecidas en nuestros países. La religión no debe ser más la perfecta coartada para el accionar de pederastas y depredadores sexuales. Esa es la tarea concreta y urgente que les queda.
    Es el modesto consejo de un agnóstico.


Lima, 20 de enero de 2018.

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