Se ha desatado todo un furor, previo al
Mundial de fútbol, con el lanzamiento al mercado del famoso álbum Panini,
fenómeno que ha convocado la nostalgia y la pasión de miles, tal vez millones,
de hinchas en todo el mundo. El día mismo de su puesta en circulación, los
quioscos de periódicos se vieron invadidos por una verdadera multitud de
coleccionistas que agotaron inmediatamente los ejemplares. En otros, las colas
seguían creciendo en espera de nuevas remesas y, por supuesto, de las primeras
figuritas que comenzarían a llenar esta galería de selecciones de los países
que participarán en el campeonato de Rusia 2018.
Para mí ha sido una auténtica sorpresa este
fenómeno de ver a numerosos hombres y mujeres acudiendo a los puestos de
periódicos para solicitar su preciado álbum, como si fueran los niños curiosos
y ávidos de otros tiempos que invadíamos ansiosos los lugares de venta para
hacernos con un ejemplar y lanzarnos durante semanas enteras a la apasionante
labor de coleccionar, figurita tras figurita, el álbum de nuestros sueños. No
sé si será porque el seleccionado peruano ha conquistado su derecho a competir
en la justa mundialista o porque una retardada ola de revivir lejanas aficiones
infantiles ha llegado por estas orillas para instalarse por un tiempo.
Aunque parezca increíble, yo no sabía de
la existencia de este afamado álbum Panini. Dicen que es el más requerido y que
ya tiene buenos años de vigencia. En mi infancia jaujina, jamás escuché ni supe
de su nombradía; los únicos álbumes que llegaban por nuestras tierras eran las
que tenían el sello de la capitalina editorial Navarrete, muy conocida también
en nuestros medios. Con la diferencia de que nosotros juntábamos figuritas de
los más variados temas, circunstancia que me permitió, paralelamente a la
afanosa búsqueda de los cromos más difíciles, el conocimiento de diversos
aspectos de la realidad. Recuerdo, por ejemplo, un álbum de la naturaleza con
los tres reinos conocidos hasta entonces, donde pude conocer extrañas piedras
preciosas como la amatista, el lapislázuli y el jade; flores exóticas de las
regiones más dispares del planeta, y animales nuevos que se incorporaron a mi
zoología personal.
También me viene a la memoria un álbum de
historia del Perú, desde la época precolombina, con las primeras
manifestaciones culturales, hasta la etapa republicana con la proclamación de
la independencia y los sucesivos gobiernos y presidentes que hemos tenido,
pasando por la historia de los reyes Incas y la conquista por los españoles, y
el inmediato establecimiento del Virreinato durante el periodo colonial. Tengo
todavía las imágenes de las figuritas de Manco Cápac, Francisco Pizarro, el
Virrey Toledo y don José de San Martín en la retina de mis recuerdos.
Sin embargo, el álbum que más recuerdo,
tal vez por el empeño puesto en su llenado, y por el desafío que implicó
encontrar una figurita que hasta el final nos era esquiva, fue el de geografía
del Perú, dividido por departamentos, que en aquella época aún eran 23, con sus
respectivas provincias. Un cromo más grande estaba dedicado al mapa de cada departamento, seguido por otros más pequeños
con el delineado preciso de cada provincia y sus distritos. ¡Cuánto aprendí en
esa ocasión sobre el territorio peruano y su división política! La figurita que
se nos resistió hasta el último pertenecía a una provincia del departamento de
Puno que nunca más olvidé: Lampa. Creo que esto inoculó para siempre en mi
espíritu la pasión por la historia y la geografía, entre otros saberes.
Desde muy temprano, los días que no
estábamos en el colegio, y en las tardes durante el resto de la semana, nos
apostábamos en el quiosco de don Pánfilo Cáceres, para intercambiar las
figuritas que teníamos repetidas por las que nos faltaban. Decenas de chicos y
chicas llegados de todos los puntos de la ciudad se arremolinaban en la esquina
de los jirones Junín y Bolognesi, en plena Plaza de Armas, donde estaba situado
el renombrado puesto de venta de periódicos y revistas de Jauja. Durante horas
y horas todos estábamos a la pesquisa del número deseado, llegando a veces a
disputarse dos o más coleccionistas la figurita hallada.
En ciertas ocasiones, pocas por lo demás,
podía darme el lujo de comprar un paquetón, cientos de sobrecitos con una
cantidad impresionante de figuritas, que por varios días me ahorraba de acudir
al puesto de periódicos. Con mis hermanos nos pasábamos pegando los cromos con
engrudo, una goma casera que preparábamos con harina y agua. Una vez colocados
en sus recuadros respectivos, volvíamos al centro de reunión con los números
duplicados para intentar canjearlos por aquellos que eran los más difíciles,
pues parece que eso obedecía a una treta comercial de la editorial, ocultando
algunos de ellos o retirándolos parcialmente de la circulación, o sencillamente
soltando una cantidad reducida para hacer más interesante la caza.
Esa fue una etapa de mi niñez, apasionante
sin duda, pero irrepetible. Ya no me veo en el plan de coleccionar figuritas y
llenar álbumes; otros afanes y búsquedas ocupan mis días, aunque puedo mirar
con un relente de ternura a los muchachos de estos tiempos que me dejan como un
reflejo de ese remoto pasado en que yo viví esa aventura. Sin embargo, no puedo
decir lo mismo de aquellos que habiendo dejado hace mucho esa edad, vuelven, a
sus años, a este ritual propio de una etapa infantil; algo de desfasado, de
fuera de lugar, de estar viviendo a destiempo, puedo notar en sus actitudes y posturas.
Lima,
14 de abril de 2018.
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