El absurdo ataque perpetrado por las
fuerzas aliadas de Estados Unidos, Reino Unido y Francia en contra de
instalaciones científicas y militares sirias ha hecho pensar a muchos que era
el comienzo de una escalada que bien podría desencadenar en una guerra de
devastadoras consecuencias, si pensamos en la respuesta que presumiblemente
tendría en mente Rusia, aliado natural del régimen de Bashar Al-Assad. Han
pasado unos días y, aparentemente, todo no ha pasado de protestas diplomáticas
y condenas internacionales, sin que el incidente haya pasado a mayores. Sin
embargo, no sabemos qué se cocina por detrás de ello en los gabinetes de las
grandes potencias que deciden el destino del mundo.
Si en un primer momento, antes de las
incursiones del viernes 13, el gobierno de Vladimir Putin había sido
particularmente duro al amenazar con usar su escudo antimisiles instalado en
territorio sirio, y eventualmente destruir la nave desde donde fueran lanzados
los mortíferos misiles, al día siguiente de conocidos los hechos la reacción
del Kremlin ha sido más bien tibia, limitándose a declaraciones oficiales por
parte de sus voceros, señalándose la grave deriva que de ello pudiera resultar.
Bajo el pretexto de que el gobierno de
Damasco habría usado armas químicas en contra de la población civil de Duma, el
7 de abril en las afueras de la capital, la Casa Blanca, bajo la conducción del
inverosímil Donald Trump, decidió lanzarse a esta aventura bélica saltándose
los marcos jurídicos que establece el derecho internacional y los propios
mecanismos que prevén las Naciones Unidas para este tipo de situaciones.
Precisamente, un equipo de expertos de la Organización para la Prohibición de
Armas Químicas (OPAQ), debía empezar a realizar su trabajo de verificación de
los supuestos usos de dichas armas el mismo viernes 13, cuando el triunvirato
de la muerte desató su furor.
Lo cual quiere decir, en primer lugar, que
ellos actúan al margen de los procedimientos establecidos, lo que evidentemente
no es ninguna novedad; y, en segundo lugar, lo hacen violando la soberanía de
un Estado que es parte de la comunidad internacional al que todos ellos
suscriben. Es cierto que Siria está en guerra desde hace siete años, ante la
mirada impávida de un mundo roído por la indolencia, y donde son protagonistas todos
los actores inimaginables, en una intrincada red donde las alianzas parciales
se tejen de acuerdo a los intereses en juego, que pueden variar según el asunto
de que se trate, dándose la paradoja de que mientras en uno pueden ser involuntarios
aliados, en otro son perfectos y encarnizados enemigos. Por ejemplo, cuando se
trata de combatir al Estado Islámico, uno de los actores en escena, los Estados
Unidos y Rusia coinciden en objetivos, pero si son las fuerzas armadas del
gobierno de Al-Assad, uno funge de rival y el otro de colaborador.
Pero lo más increíble es que se trataría de
otro montaje más al que nos tiene acostumbrados la potencia imperial del norte.
Así como en el año 2003, durante la administración del inefable George Bush
hijo, se inventó la patraña aquella de las armas nucleares que estarían
produciendo los iraquíes –con el fin de tener la coartada perfecta para invadir
y someter al país árabe–, y acabar con el régimen incómodo de Saddam Hussein,
quien terminó colgado del patíbulo; ahora se trata de armar otro sainete, una
comedia bufa a cargo de un díscolo mandatario y sus secuaces europeos, en plan
de castigo según ellos a un presidente que mandó exterminar a un sector de la
población con armas prohibidas. También está lo sucedido en Libia y Afganistán,
y una larga lista que se extiende por casi todo el siglo XX.
Volviendo
al motivo del ataque, no está demostrado fehacientemente el uso de armas
químicas por parte del gobierno sirio, curiosa circunstancia ante la que han
callado todos los voceros de los demás países de la Unión Europea, avalando con
su silencio el exabrupto del trío letal. Sin embargo, existen posturas
disidentes, como el del gobierno chino y otros países americanos que en esos
momentos participaban de la Cumbre de las Américas en Lima, verbi gratia la clarísima posición
expresada por el presidente boliviano Evo Morales, rechazando el uso de la
fuerza por parte del matón número uno de este barrio global. Posición secundada
por el canciller cubano Bruno Rodríguez, cuya respuesta, ante las palabras
incriminatorias del vicepresidente estadounidense Mike Pence, es sencillamente
de antología. Le recuerda todas las tropelías cometidas por Washington en el
pasado, apoyando a dictaduras y regímenes genocidas, lo que no convierte a
nadie precisamente en un referente moral para erigirse en el árbitro supremo de
las pendencias de este mundo.
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