Cada vez más casos de acoso, maltrato,
agresión y violencia en contra de las mujeres salen a la luz y se ponen de
actualidad en la prensa de todo el mundo, desnudando una situación de
indefensión, extrema vulnerabilidad y sometimiento al que se encuentran
expuestos miles de seres humanos que sufren dichos agravios por su sola
condición de género.
En el Perú, por ejemplo, y para comenzar
por casa, ha conmocionado a la opinión pública el cruel atentado contra la vida
de una joven a manos de un individuo que, planificando pacientemente su crimen,
le roció de gasolina y le prendió fuego en un bus atestado de pasajeros en una
calle céntrica del distrito de Miraflores. Aduce el victimario que lo hizo
porque se sintió utilizado, como si el haber sido rechazado en sus pretensiones
de conquista le confiriera el derecho de reaccionar de esa manera.
La víctima, una chica de 22 años, tiene más
del 60% de su cuerpo quemado, debiendo someterse a numerosas operaciones para
tratar de reconstruirle la piel que ha sido dañada. Está inducida al sueño para
que pueda soportar el doloroso trance que vive. De hecho, su vida ha sido
arruinada de forma irremisible, pues nadie podrá devolverle jamás las
posibilidades, las ilusiones y los sueños que albergaba antes del trágico
suceso.
En España, se discute aún el polémico fallo
de un tribunal de Navarra que ha condenado a cinco energúmenos, que
significativamente se hacen llamar La Manada, a nueve años de prisión por el
delito de agresión sexual en contra de una muchacha de 18 años que durante la
fiesta de los sanfermines en Pamplona en el año 2016 sufrió el vejamen inicuo
de una violación en grupo. Fue llevada a un portal por este quinteto de bestias
donde abusaron de ella por cerca de media hora, jactándose de su fechoría a
través de grabaciones en sus teléfonos móviles y dejándola luego abandonada,
golpeada y robada en las inmediaciones del lugar de los hechos. Lo que la
opinión pública discute es que la sentencia diga agresión sexual, y no violación,
como efectivamente sucedió, amparándose en enredadas lucubraciones jurídicas
que pretenden explicar lo inexplicable.
Podría seguir enumerando otros casos de los
que los periódicos se hacen eco a nivel mundial, como el infame crimen de una
niña india de apenas 8 años, Ashifa Bano, víctima de una violación con tintes
de enfrentamiento religioso en la localidad de Kathua, del estado de Jammu y
Cachemira, al norte de la India. Su origen musulmán la convirtió en chivo
expiatorio de una comunidad hindú rival que cebó en ella su cerril venganza por
razones territoriales, pues consideran que aquellos invaden sus tierras en una
región donde el 90% de las tierras es propiedad de custodia. O el reciente
ataque con cuchillo a una joven trabajadora por parte de un compañero que la
pretendía, aquí otra vez en el Perú y para cerrar este círculo espantoso del
feminicidio galopante.
Es necesario replantearse el futuro
escenario de la lucha contra el feminicidio, una conducta que ha estado
instalada, sibilinamente, en la cultura patriarcal del machismo más cerril,
aquel que no contentándose con pisotear toda posibilidad de reconocimiento de la
igualdad de derechos de la mujer en las sociedades democráticas, dejaba además
un resquicio para asumir posiciones violentas que sencillamente buscaban
eliminar al objeto de sus odios y sus resentimientos.
Se trata de asumir una visión libre de
prejuicios desde la educación más temprana para forjar una genuina cultura de
la igualdad, que destierre para siempre estos bolsones de conservadurismo
todavía significativos enquistados en determinados sectores ultramontanos de
las sociedades modernas. También se trata de no dejarse atolondrar por campañas
insidiosas de facciones ortodoxas y dogmáticas de las iglesias que buscan a
toda costa preservar el statu quo en materia de educación sexual, enfoque de
género y otras asignaturas pendientes para avanzar en pro de una civilización
que verdaderamente merezca ese nombre.
Nada frena tanto el combate por una
sociedad igualitaria como posiciones retrógradas que victimizan a la mujeres
presentándolas poco menos que culpables de las agresiones que padecen, desde las
suspicaces preguntas de un agente policial en los puestos de comisaría adonde
acuden a veces a denunciar una agresión, hasta las denigratorias alusiones a la
forma cómo van vestidas por parte de esos embajadores del medioevo que muchas
veces son los curas de todas las jerarquías en nuestros países del tercer
mundo. Ni un párroco ni un cardenal tienen el derecho de culpabilizar sin
fundamento a las víctimas de un delito a todas luces execrable.
Lima,
13 de mayo de 2018.
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