El hombre viajaba en un bus de transporte
público que lo llevaba desde la parte sur de la ciudad hasta la zona norte,
donde vivía. Ocupaba un asiento delantero hacia la ventana, vestía ropa
sencilla, una camisa manga corta, pantaloneta y zapatillas. Portaba, además,
una bolsa de rafia que lo tenía colocado entre los pies.
A medio camino sube al vehículo un vendedor
ambulante para ofrecer sus productos, visiblemente es venezolano, de los muchos
que han emigrado a estas tierras por la situación dramática que vive su país.
Empieza saludando, usa correctos y educados modales, relata brevemente su
historia para tratar de persuadir al público de que colabore con él. Menciona
que en Venezuela trabajó por varios años como profesor de educación física en
un liceo y que la realidad económica terminó expulsándolo de su tierra natal
para buscar mejores alternativas tanto para él como para su familia. Aún es
joven y habla de la importancia de la educación, de cómo es fundamental que la
gente entienda que el cuidado de la ciudad es una demostración palpable de
nuestra cultura, que arrojar basura por las ventanas de los carros o caminando
por la calle constituye un agravio inaceptable para el medio en que todos
vivimos. Luego pasa a ofrecer sus golosinas, con mucha cortesía y amabilidad;
algún pasajero le compra una bolsita de caramelos, otros desisten con un ligero
movimiento de cabeza. Cuando pasa frente al asiento del hombre que viene del
sur, éste lo felicita por aludir en su plática a la educación y al tratamiento
de la basura, le da una moneda y el joven vendedor le agradece.
En el siguiente paradero sube un vendedor de
bebidas, el hombre que viene del sur le pide una botella de agua. Mientras
espera su vuelto, observa que el vendedor maniobra indebidamente por encima de
mi hombro rozándome con su caja de mercadería. Entonces el hombre interviene
para decirle que tenga cuidado retirándose a un costado. Es en ese momento que
me dirige la palabra para hablarme de los terribles niveles de educación que
padece nuestro país, hasta el punto de que la gente no tiene ningún respeto por
nada ni por nadie, que se conduce por el mundo premunida de un individualismo
salvaje que sólo la hace pensar en sí misma, en sus propios problemas y en la
manera cómo solucionarlos, no importándole los medios a su alcance para
conseguirlos.
Entrando más en confianza, confiesa que está
de vuelta en el Perú después de más de veinte años, todo el tiempo que reside
en Italia, donde tiene una esposa y unos hijos, a quienes ha tenido que dejar
por sus errores cometidos con la ley. Pero, agrega, él no es un delincuente, no
ha robado ni matado a nadie; la razón de su expulsión son motivaciones
estrictamente jurídicas en las que no entra en detalles. Sólo le queda esperar,
armado de una paciencia digna de Job, hasta agosto de 2020 para poder regresar
al país donde ha vivido buena parte de su existencia.
El contraste entre ese modo de vida en un
país europeo con el nuestro es para él deprimente, desolador. Siente que ha
regresado en el tiempo por lo menos cincuenta años, ya no reconoce la ciudad
que dejó a fines del siglo XX y que se ha convertido en este caos palpitante, en
esta Lima desorganizada, anárquica, sucia, más horrible tal vez de la que
alguna vez la describiera Sebastián Salazar Bondy. Demorarse más de dos horas
para llegar de un punto a otro de la ciudad, en medio de un tráfico endemoniado,
es sencillamente devastador para él. Las vías concebidas para ser rápidas, como
aquella por donde ahora vamos, llamada precisamente Vía de Evitamiento, que
deberían servir para hacer más fluido el tránsito de los vehículos, lucen a
ciertas horas del día totalmente repletas de todo tipo de transporte,
deslizándose autos, camiones y buses con una lentitud que desespera y abruma.
Justamente estamos atrapados en el laberinto, en esta soleada tarde otoñal, en medio
de un atasco que cada vez es más habitual. El público como que se va acostumbrando
a esta normalidad monstruosa de la que ya no es consciente, o quizás la acepte
con cristiana resignación para poder sobrevivir sin mayores sobresaltos. Pero
para el hombre que viene del sur esto es apabullante, insoportable, lisamente
infernal.
Comparto su punto de vista y confirmo todas
sus aprehensiones, lamentando su condición de repatriado temporal. Cuando ya
tengo que bajar, al despedirme estrechándole la mano, le deseo suerte y me
quedo imaginando cómo habrá de poblar sus días en este auténtico regreso a las
cavernas que es su experiencia entre nosotros, estos trogloditas del tercer
mundo que feliz o infelizmente ignoran que habitan en algún estadio del
paleolítico en pleno siglo XXI, perdidos y deslumbrados por los fuegos fatuos
del avance tecnológico que no hace sino enmascarar esa verdad esencial de
nuestra condición de homo sapiens en
entredicho.