sábado, 29 de diciembre de 2018

La primera mestiza peruana


    La primera mestiza peruana nació en Jauja en 1534, hija de don Francisco Pizarro y de doña Inés Huaylas Yupanqui, princesa inca nacida de la unión de Huayna Cápac y de Contarhuacho, curaca y señora de Ananguaylas. Su fascinante y todavía desconocida vida está relatada en el hermoso libro Doña Francisca Pizarro. Una ilustre mestiza 1534-1598  (IEP, 1989), de la singular historiadora peruana María Rostworowski.
    El Inca Atahualpa habría entregado a su hermana Quispe Sisa, Inés, como compañera del conquistador, de cuya unión nacieron dos hijos: Francisca (1534) y Gonzalo (1535). Por ese entonces, Jauja era la capital de la gobernación de Pizarro, fundada según la tradición española el 25 de abril del mismo 1534, pero su lejanía del mar y del Cusco, impulsaron a este a mudar dicha capital a la costa, al valle de Lima para fundar el 18 de enero de 1535 la Ciudad de los Reyes.
    La rebelión de Manco II y el sitio de Los Reyes marcaron distancias en la actitud de las mujeres, quienes en medio del levantamiento indígena se dividieron, estando unas a favor de los españoles y otras jugándose por la causa de los naturales. De igual manera, en cuanto a la pugna por la sucesión de los linajes, que según la ley andina de la herencia le correspondía al más fuerte, provocaba mortales rivalidades entre los hermanos y entre las hermanas.
    Cuando Francisco Pizarro mostró su interés por Cuxirimay Ocllo, la prometida de Atahualpa, bautizada como Angelina, dejó a Inés, a quien casó con Francisco de Ampuero, para no dejarla desamparada, entregándole bienes y propiedades para asegurar su bienestar económico. Este fue un matrimonio mal avenido, pues el español maltrataba a la ñusta, habiendo ella recurrido a las artes oscuras de la brujería para intentar eliminarlo. Al ser descubierta, fue llevada a juicio el 21 de febrero de 1547, cuando aún no se había instituido el Santo Oficio de la Inquisición, hecho que se verificó por cédula de 25 de enero de 1569. Llama la atención que quienes ayudaron a Inés en su pretensión, los hechiceros Paico, Yanque y Yaro, fueran sometidos a castigos severísimos, como la hoguera y el garrote, mientras que ella no fue tocada, regresando luego con su marido, de cuya siguiente relación no existen datos ciertos.
    La infancia de Francisca –igual que la de su hermano– transcurrió al cuidado de Inés Muñoz, la esposa del hermano de Pizarro, Francisco Martín de Alcántara, debido a que su padre y su tío murieron en 1541. Recibió una educación española. Doña Inés Muñoz casó en segundas nupcias con Antonio Ribera, quien sería el tutor de doña Francisca hasta cumplir los 17 años en que parte a España. Su salida de la capital se efectuó el 15 de marzo de 1551, haciendo numerosas escalas durante la travesía.
     En la península, pasó al poder de Hernando Pizarro, el hermano mayor de su padre, quien fue el que decidió la pena del garrote para Almagro, motivo por el que fue desterrado al África por orden del Rey, pena que se le fue conmutada por la de prisión en el castillo de La Mota en Medina del Campo, condena que purgó entre 1540 y 1561 con todas las comodidades que le permitía su situación económica.
    Allí llegó la mestiza por orden de su tío, con quien se casaría en 1552, ella de 17 años y él de 50. Tuvieron cinco hijos, tres varones –Francisco, Juan y Gonzalo– y dos mujeres –Isabel e Inés– de los cuales le sobrevivieron dos, en tanto que Hernando fallece en 1578. Doña Francisca volvió a casarse, esta vez con Pedro Arias Portocarrero, quien era hermano de la esposa de su hijo Francisco. Viviría hasta el 30 de mayo de 1598, en que falleció a los 64 años de su edad. El marido vivió unos pocos años más.
    El libro tiene un anexo referido al testamento de doña Francisca, documento donde provee todos los pormenores que deberán cumplirse en caso de su muerte. Hay otro extenso anexo sobre la querella judicial que siguieron Francisco de Ampuero y Francisca Pizarro sobre los gastos de su viaje a España. Nunca más regresó al Perú, menos a Jauja, su ciudad natal, erigiéndose en todo un símbolo del mestizaje peruano, al igual que el Inca Garcilaso de la Vega, cuyas vidas paralelas muy bien pueden servir para trazar el derrotero de nuestra identidad como hijos de dos mundos, de dos culturas que se imbricaron en algún momento de la historia y nos dejaron un múltiple legado que debemos saber honrar.

Lima, 23 de diciembre de 2018.

sábado, 22 de diciembre de 2018

Dramas prenavideños


    Es curioso, pero pareciera que precisamente por estas fiestas de fin año, donde se mezclan elementos religiosos –cada vez más atenuados– y estrictamente comerciales, se acentúan las enormes desigualdades sociales que atenazan a nuestra sociedad, encarnados en esos dramas cotidianos de los que somos involuntarios testigos desde el momento en que trasponemos el umbral de nuestras casas. No sin razón Nietzsche decía justamente que toda la filosofía la encontramos tirada en medio de la calle.
    En ese sentido, viajar en transporte público es tremendamente aleccionador. Un joven con evidentes limitaciones visuales sube al carro en el que viajo, tantea una mejor ubicación de pie entre los asientos delanteros y, después de unas breves palabras de introducción, entona alguna melodía con una zampoña que cuelga de su cuello. Continúa con una sentida alocución sobre su condición física, a la que se ha sobrepuesto con una indudable fortaleza de ánimo, dice,  para seguir en la brega en eso que algún filósofo llamó la lucha por la vida. Luego, algunos compases más, y pasa entre el público para solicitar alguna colaboración.
    Enseguida sube un hombre mayor con una canasta que contiene golosinas. También se encara a los usuarios del vehículo y empieza a narrar su propia peripecia, de la cual su hijo es el protagonista, postrado en cama por cierta enfermedad que le impide valerse por sus propios medios. El padre tiene que salir a conseguir el sustento a través de la venta de galletas, chicles y chocolates. No sé qué tanto, me pregunto, le podrá ayudar este tipo de negocio, pero observo en el rostro humilde del señor todo el drama de la existencia humana, mucho más quizás que en una novela de Sartre o en un tratado de Heidegger.
    Más adelante sube otro joven, casi un adolescente, que se dirige a los pasajeros en tono lastimero para relatarles su desventura. Su madre ha sido atropellada por un irresponsable chofer que se ha dado a la fuga. Estuvo internada en un hospital hasta hace unos días y ahora ya está en su casa, pero con una diferencia fundamental: no puede moverse, ha quedado parapléjica. Con visible llanto contenido en los ojos, el muchacho nos muestra sendas fotografías de su mamá en el hospital, primero, y en su casa, después. En ambas, echada en una cama, con la mirada lánguida de quien no pareciera todavía haber asumido su nueva situación.
    Son sólo tres dramas de los muchísimos que, estoy seguro, existen en todas partes. La diferencia es que de algunos sabemos algo porque salen a las calles a compartir sus penas y tribulaciones con los circunstanciales prójimos que se cruzan en sus caminos; pero de cuántos otros no sabremos quizás nada más que están allí, en el más frío anonimato, soportando estoicamente los golpes de la vida, yo no sé, como diría nuestro poeta más universal, seres que en silencio sobrellevan su pesada cruz sin tener a nadie, a veces, que pueda acudir en su ayuda.
    Mientras miles de hogares viven alborozados los momentos más exaltantes que preceden a la celebración de la Navidad, como las compras de regalos y los preparativos para la cena de Nochebuena, otras familias sufren los infortunios del destino, la tragedia desconocida del azar, que los ha elegido esta vez a ellos para aguzar los contrastes de la condición humana, para hacernos entender de qué sinsentido y absurdo está gobernado el mundo. Lo cierto es que nadie, a menos que esté premunido de alguna creencia religiosa, puede explicar la razón de esta dicotomía; tal vez porque no la haya, y estemos a expensas, como dice Schopenhauer, de la más ciega voluntad.
    Cómo conjugar, entonces, esta doble realidad que se nos hace más encarnizada en tiempos como estos; cómo celebrar, sin algo de culpa, una fiesta que, más allá de toda creencia, es una oportunidad de estrechar los lazos de quienes formamos parte de esa pequeña tribu que es la familia, la ocasión esperada durante todo un año para compartir como se debe con todos quienes forman parte de ese tejido esencial que es el motivo y el soporte de toda vida humana. Menudo desafío para tan complejo dilema.  

Lima, 20 de diciembre de 2018.

sábado, 15 de diciembre de 2018

En las narices de la fiera


    En la estela del mejor reportaje periodístico, y de la pluma de uno de los mayores escritores del idioma, he leído con expectación febril La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (Oveja Negra, 1986), libro en que el Nobel colombiano Gabriel García Márquez relata la fascinante historia del riesgoso viaje que se atrevió a realizar el cineasta chileno allá por 1985 al país que estaba prohibido de volver por orden de la dictadura de Pinochet.
     Esta hazaña, digna de una emocionante película, tiene todos los componentes además de una novela policial, desde su ingreso a territorio patrio bajo una nueva apariencia e identidad, con la intención expresa de documentar visualmente los doce años del régimen militar y su impacto en la sociedad, hasta su agónica salida que uno lee con el alma en vilo, cuando el cerco policial se estrechaba contra él y su caída parecía inminente.
    El narrador empieza describiendo la primera impresión que tuvo al llegar a Santiago, ciudad a la que halló cambiada, curiosamente limpia, radiante y pulcra, desarmando su intención inicial de filmarla con los estragos del gobierno militar en las calles, denunciando su inepcia en los sitios más evidentes. En medio del toque de queda que imperaba por ese entonces, se produjo dentro del hotel en que se alojó la primera coordinación con el equipo italiano que lo ayudaría en su tarea.
    Al día siguiente tendría algunos percances con los carabineros en el centro de la capital, de los que salió airoso gracias a su buena estrella. Filmó por cinco días más, en contacto permanente con el equipo francés, que operaba en el norte del país; el holandés, que lo hacía por el sur; y el italiano, en el propio Santiago.
    Descubre la miseria en los puentes del río Mapocho, donde turbas hambrientas se disputaban la comida con los perros y los buitres, pues “el milagro militar ha hecho mucho más ricos a muy pocos ricos, y ha hecho mucho más pobres al resto de los chilenos”, gracias a las recetas celestiales de la escuela de Chicago implantados por orden de los grandes centros de poder económico mundial y administrados servilmente por los ministros de economía del régimen.
    Miguel Littín y Elena, su acompañante, más el equipo italiano con el que coordinaba cada paso, recorren las llamadas poblaciones, esos barrios marginales de las ciudades mayores, como Santiago y Valparaíso. En ellas, los bolsones de la resistencia tienen viva la memoria de Salvador Allende, el presidente mártir, y de Pablo Neruda, el poeta inmortal, dos muertos vivos. Visitan Isla Negra, la legendaria y exótica casa que el vate construyó a 40 kilómetros al sur de Valparaíso, donde recibía a sus amigos con grandes banquetes y modales de pontífice.
    Se entrevista en secreto con los dirigentes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, la más importante organización de la resistencia, integrada por jóvenes valientes que se jugaban la vida en la clandestinidad haciendo frente a las embestidas de la bestia, operando desde las sombras para tratar de desarticular las siniestras maquinaciones de los servicios de seguridad, que perseguían con saña y desaparecían con gran diligencia a los opositores y críticos del usurpador de La Moneda.
    Después de otras tantas idas y vueltas, corriendo riesgos enormes en las mismas barbas de la policía, equivocándose a veces en los códigos y las señales secretas de comunicación, Miguel Littín llega una noche, en pleno toque de queda, a la aldea de Palmilla, en el Valle Central, donde vive su madre en la vieja casa del abuelo griego. En un primer momento ella no lo reconoce, de tan cambiado que está, pero luego casi se desmaya al saberlo.
    La aventura llega a su fin con la prometida grabación en la misma sede de gobierno, el Palacio de La Moneda que fue bombardeado y destruido cuando el fatídico golpe del 11 de septiembre de 1973. Después de una espera de varias semanas, y en medio de infinitas precauciones, se terminan de filmar los treinta y dos mil doscientos metros de películas, la inmensa cola de burro que el cineasta Miguel Littín tuvo la dicha de colocarle al general Pinochet en sus mismísimas narices.
    Una historia apasionante, que se sigue entre el vértigo y la indignación, pero que de alguna manera nos recompensa de la ignominia que significó para América Latina la existencia de una dictadura atroz, criminal y genocida, una de las más feroces del continente, junto a la de Argentina. Una jugada maestra del artista que se burla de sus perseguidores y presenta al mundo un material valioso para el conocimiento de los entretelones de un periodo sombrío de nuestro pasado reciente.

Lima, 8 de diciembre de 2018.


sábado, 8 de diciembre de 2018

Cuentos andinos y costeños


    De la obra del escritor jaujino Edgardo Rivera Martínez (1933-2018), sin duda que el título más reconocido y mencionado, en cuanta conversación, recuento o reunión se celebre en su nombre es País de Jauja; sin embargo, ello no debe opacar la ingente producción cuentística realizada por el narrador desde los años sesenta del siglo pasado, entre cuyos volúmenes sobresale notablemente Ángel de Ocongate y otros cuentos (PEISA, 1986), libro que acabo de releer con el placer renovado de constatar que se trata de la muestra más acabada de la descollante prosa poética del autor.
    El libro se divide en dos partes: la primera, ambientada en el mundo andino; y la segunda, teniendo como escenario paisajes de la costa. Puedo decir que todos, o casi todos los relatos, me han subyugado de manera especial, pues en ellos permea como una pátina de un antiguo misterio que, conjugado con el intenso lirismo que domina lo narrado, imanta al lector como si de un enigma sagrado se tratara. Veamos los resultados.
    En el cuento que abre el libro, que da nombre al conjunto y celebrado unánimemente por la crítica, asistimos perplejos a la historia de un ángel caído, errante y taciturno, que monologa interminablemente sobre su condición y su destino, tratando de descifrar el sentido de su existencia, situación que dota a sus reflexiones de misteriosas reverberaciones metafísicas, pues son también las preguntas que puede plantearse cualquier mortal, con independencia de sus limitaciones humanas, aun cuando el ángel cree hallar al final el sino de su condena en ese silencio, en esa soledad, crepúsculo y exilio con que se cierra provisoriamente el relato.
    En el segundo cuento, “En la luz de esta tarde”, domina una atmósfera fantasmal, donde un narrador en segunda persona va describiendo una realidad de la que lentamente el lector se va percatando que es ajeno; un mundo del que el protagonista-no protagonista está excluido, porque sencillamente está muerto. Y contempla, entonces, cómo su joven mujer, su madre, su padre y su hermana se mueven en esos espacios donde él ya no existe, pero donde está sin duda, mas como una presencia del trasmundo que visita los lugares y a los seres que conoció en vida, para quienes ya es sólo un recuerdo, un doloroso y querido recuerdo.
    En el “Cantar de Misael”, un legendario músico, nimbado por el mito, se aparece una noche en el puesto de Juan Gonzáles, también músico y que tenía su negocio en uno de los caminos del ande. Dado por muerto, el visitante se pone a escuchar las melodías que ejecuta el vendedor en su vihuela; mas, ante el requerimiento de este, el forastero pulsa las cuerdas y entona huaynos y yaravíes, despidiéndose luego tal como vino, entre la penumbra y el misterio.
    “Puente de La Mejorada” también es un relato erizado de enigmas, donde un sueño recurrente atormenta a Severiano Ramírez, hasta que llega al lugar ya entrevisto en su mundo onírico, visión que se resuelve en un final abierto que el lector puede conjeturar según sus propias inclinaciones. Lo mismo sucede en “El cuentero”, que relata la forma cómo el narrador y un grupo de amigos son desvalijados por un zorro, diablo o condenado, que por contarles tres cuentos les saca un dineral.
    Tolomeo Linares es un artesano dedicado a construir  partes para los fuegos artificiales. Vive en una casita precaria en el arenal, hasta que un día decide, con todos los ingredientes de los que se agenciaba en los numerosos trabajos que le encargaban, construir un castillo que lentamente se va elevando en medio del asombro de sus vecinos. Cuando está listo, con su rosa de corona, enciende la mecha que va recorriendo la estructura del artilugio desatando un espectáculo de luces abigarradas que terminan incendiando su casa y a él mismo, consumido por el fuego como una estatua solitaria. Es el final dantesco de “Rosa de fuego”.
    La presencia de un árbol desconocido en el jardín interior del negociante Anastas Isakian, provoca reacciones adversas de quienes lo ven o se acercan, especialmente de su mujer Noemí, que mira con suspicacia y animadversión al objeto de contemplación de su marido. “Enigma del árbol” nos presenta un final atroz, terrible y macabro, cuando al regresar de su encuentro con Estrella, Anastas se entera consternado de que Noemí le ha prendido fuego al árbol.
    En “Amaru” oímos el monólogo sostenido,  ribeteado de un intenso lirismo, de la sierpe mítica, evocando sus instantes creativos, sus pulsaciones vitales que tendrán siempre un perpetuo renacer, como de las cenizas lo hace el Fénix de la mitología europea.
    La segunda parte son relatos –como ya lo dije al comienzo– en la costa, concretamente en Lima, como “El organillero”, donde un músico ambulante y su mono recorren las calles de Barrios Altos ofreciendo sus vaticinios, hasta que un día se planta frente a un balcón desvencijado donde aparece una mujer misteriosa. Cierta mañana, al ver que la casona ha sido repentinamente demolida, encarga su simio a la dueña del lugar donde duerme y desaparece para siempre.
    “Encuentro frente al mar” es un cuento circular, como aquellos que solía imaginar Borges. Un joven decide ir al mar de La Punta para redondear un cuento que le ronda hace días. Encuentra en una banca un cuaderno con dibujos y versos. Pronto llega su dueña y entablan una conversación por algunos minutos. Se despiden y el joven regresa en el tranvía pensando en la muchacha y en el relato que va a escribir, donde describirá a su vez la historia del protagonista que va a la playa en invierno y tiene ese encuentro con la joven, y así hasta el infinito, como perdiéndose todo en la noche y la llovizna, diluyéndose como un sueño.
    Laurencia es una mujer de sesenta años, célibe, inmaculada, incólume, virgen, que se apresta a dar fin a una jornada que para ella debe ser motivo de afán cotidiano. Un narrador en segunda persona detalla los pormenores de ese momento en el siguiente cuento: “El descanso de la doncella”. El siguiente es “Princesa hacia la noche”, relato saturado de una atmósfera de inminencias fatales, la narración de un pescador sobre los últimos momentos de su mujer que agoniza allí en la cabaña donde viven frente al mar.
    “Flavio Josefo” se trata de un retrato, o un cuadro, donde un religioso sentado en una banca de la Alameda de los Descalzos, una noche envuelta en la neblina, evoca pasajes de su vida a la vista de un cuaderno que lleva entre las manos. En “El fierrero”, un hombre forja un tejido extraño de metal en la roca, a donde ha llegado para instalarse con su mujer lisiada y su hija anémica.
    “Una flor en la Buena Muerte” es, tal vez, el cuento más misterioso del conjunto. José María de Alesio es un empleado de la funeraria “El triunfo” –qué nombre para más irónico–, que cada tarde, cada noche, se encamina a la plazuela de la Buena Muerte, donde es protagonista de un hecho excepcional y fantástico al contacto con unos peces disecados que se exhiben en el escaparate de un taxidermista.
    Un viajero recuerda, a partir de una llave encontrada en el armario, la habitación de un hotel donde estuvo alguna vez, en una ciudad de la cual no tiene la certeza, pero que fue clave para el rumbo que tomó su destino. Es la idea central del cuento “Una habitación del hotel, quizás…”.
    En “San Juan, una tarde”, un cuadro antiguo del santo colgado en una trastienda de barrio, despierta la curiosidad y la suspicacia de los amigos del tendero, quien les relata los pormenores de su historia.
    “A lo mejor soy Julio” es un cuento extraño: un hombre llamado Rafael Fuentes es confundido permanentemente con un tal Julio, hasta que termina convenciéndose de que tal vez sea cierto que es como lo llama la gente, no sin desconcierto y admiración.
    “Leda en el desierto” es un magnífico colofón de este espléndido volumen de textos narrativos atravesados por un tenue y delicado lirismo. Un indudable hallazgo del reconocido escritor en su veta más íntima de orfebre de la palabra, pues cada secuencia está labrada con la maestría de una auténtica filigrana.

Lima, 1 de diciembre de 2018.