lunes, 9 de diciembre de 2019

Visión de Anáhuac


    Cuando el avión planea sobre el valle de México, aprestándose para el descenso, una punzada asalta al observador en forma de frase que don Alfonso Reyes usó como epígrafe de su icónico libro de título similar a este artículo: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire.” Dichas hace quinientos años, cuando se produjo el histórico encuentro entre Moctezuma y Cortés, esas palabras reflejaban con gran realismo una geografía imponente e impoluta, que a través del tiempo se ha ido modificando por acción de los sucesos que sobrevinieron a causa de los cambios y transformaciones que fue imponiendo la invasión y conquista española a los territorios de nuestra América india.
    Después de medio milenio transcurrido, los estudios de medición ambiental nos dicen que ingresamos a una de la ciudades más contaminadas del mundo, con niveles alarmantes de saturación del aire que afectan directamente la salud de los millones de habitantes que se han establecido en lo que antiguamente fue la muy legendaria Tenochtitlan, la gran capital del imperio mexica. A lo largo y ancho del valle, una multicolor proliferación de casitas se recuesta sobre las faldas de los cerros que la circundan, trepando vigorosas hasta cubrir sus mismas cimas. Hemos llegado al mítico territorio que poblaron los aztecas, y que los mexicanos de hoy han convertido en un país pujante y próspero, con múltiples problemas sin duda, como sucede con todos los países latinoamericanos, pero expectantes y esperanzados de un presente y porvenir mejores.
    Curiosamente, esa admirable civilización germinó y creció sobre el lago Texcoco, fundada según la leyenda cuando el águila se posó sobre el nopal, símbolos ahora de ese momento germinal. Con los años, esas aguas lacustres sufrieron un lento pero irreversible proceso de desecación, a través de filtraciones y canales que fueron configurando lo que actualmente es la Ciudad de México, una urbe moderna y cosmopolita que se ubica entre las más pobladas del mundo, con un sistema de transporte colectivo –el metro– que acaba de cumplir cincuenta años: una intrincada red subterránea de caminos férreos, pasadizos, galerías y escalerillas por donde se desplazan diariamente millones de usuarios para ser  arrojados a la superficie por bocas de cemento apostadas en lugares estratégicos de la ciudad.
    Durante los quince días de permanencia, me fue dado conocer algunos de los lugares más emblemáticos del Estado de México, así como otros menos conocidos pero de igual belleza; todos, sin embargo, escondiendo una inusual revelación para el viajero primerizo cuya mirada se deslumbra ante lo novedoso y desconocido. La primera incursión fue en el centro histórico, caminando un domingo luminoso por las inmediaciones del Palacio de Bellas Artes, el Museo Militar y el Museo Nacional del Arte; para llegar luego a la Plaza de la Constitución, más conocido como el Zócalo, que alberga la Catedral Metropolitana, el Palacio Nacional y el Ayuntamiento. Por esta inmensa plaza, discurren miles de visitantes ansiosos de conocer y sacarse fotografías en los monumentos más visibles de la ciudad. Una abigarrada muchedumbre desemboca en la calle Madero, vía peatonal, así como todas las transversales, donde hierve el comercio en todos sus rubros. Los antiguos conventos de San Francisco y Santo Domingo son puntos obligatorios de parada.
    La visita a las pirámides de Teotihuacán es todo un desafío a la resistencia física y a la voluntad de escalar sus cumbres para divisar desde una óptica privilegiada el ampuloso valle que cobija portentos arquitectónicos como este. Sus cientos de peldaños de piedra nos permiten el acceso a un santuario de resonancias místicas, uno de los símbolos más imperecederos de una cultura del pasado que aún pervive en este presente en constante metamorfosis, al ritmo de crecimiento de los siglos vertiginosos que nos han puesto a las puertas del futuro. Sus amplias explanadas que conducen a las pirámides del Sol y de la Luna son recorridas por decenas de visitantes en flujo incesante. Todos los rostros de todas las sangres se dan cita en este mágico recinto para rendir tributo a la obra de aquellos hombres que erigieron estos formidables tabernáculos hacia sus dioses.
    El recorrido por algunos colegios, preparatorias, politécnicos y sedes universitarias de la UNAM, constituye una experiencia valiosa para tomarle el pulso a la marcha de la educación en un país que posee un sistema que brinda incentivos y ejerce protección a las actividades de la cultura en general. Pero al margen de ello, existen cientos de proyectos particulares de labor artística a través de centros culturales o asociaciones diseminadas en las numerosas colonias que integran los municipios del Estado. Como parte de una gira literaria y musical, he sido testigo de la gran disposición que muestran los centros de enseñanza para la difusión de expresiones como la poesía y la música entre sus estudiantes. Dedicada a la memoria de dos poetas mexicanos de diferentes épocas: Netzahualcóyotl y Sor Juana Inés de la Cruz, esta caravana de escritores y cantautores se ha presentado en un puñado de dichos centros, brindando lo mejor de su arte a esa juventud ávida de alternar con las voces y los mensajes de los hermanos de otros confines de Latinoamérica.
    Pero lo que verdaderamente me ha fascinado de este fugaz periplo por las tierras de Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, de Frida Khalo y Diego Rivera, de Carlos Pellicer y Octavio Paz, de Silvestre Revueltas y José Alfredo Jiménez, y de tantos otros ilustres mexicanos, es la singular belleza de sus pueblitos de la periferia. En la travesía por los caminos del Estado, sembrados de nopal y maguey, hemos llegado a pueblos como Tenango del Aire, sede de un museo de ensueño como es la Casa de Madera, una colección inverosímil de objetos antiguos de la más diversa índole: juguetes de metal, máscaras, aparatos de radio, victrolas y gramófonos, televisores, botellas de gaseosa, cristalería, roperos, camastros, una botica completa, un bar bien provisto, una biblioteca, etcétera. Todo ello repartido en numerosas recámaras que conforman un fantástico muestrario del pasado que don Ricardo, su dueño y cicerone privilegiado, ha preservado para nuestro asombro y regocijo. Estando por la ruta de los volcanes, ese día el Popocatéptl se nos mostró esquivo, pues una cortina de niebla impedía verlo, por lo que sólo nos quedó adivinarlo allá a la distancia como una presencia temida y respetada por los mexicanos.            
    A unos minutos en auto de este hermoso paraje está el bellísimo pueblo de San Miguel de Nepantla, de casas encantadas y simpáticas callecitas enrevesadas. Allí está la casa donde nació Sor Juana Inés de la Cruz, convertida ahora en museo, lugar de peregrinaje para los cientos de admiradores de la gran poeta del siglo XVII mexicano, cuya obra ha irradiado su influencia al resto del país, del continente y del universo entero. Pasearse por los escenarios que fueron los de su infancia, sentir el aura poética de su presencia, aspirar el aire soleado de su terruño, transmiten una sensación de indescriptible ternura al visitante que se acerca al conjunto como si fuera el mismo templo de la décima musa.
    Otro lugar de atracción turística es indudablemente la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, emblema famoso del catolicismo de los mexicanos, una imagen que además es símbolo del sincretismo religioso que se produjo a la llegada de los españoles, superponiéndose en la efigie femenina la virgen cristiana y la diosa prehispánica: María y Tonantzin, dos deidades que confluyen para configurar el mestizaje cultural de la sociedad novohispana. Nuestro recorrido continúa con una visita fugaz a Coyoacán, el barrio antiguo que alberga las residencias de dos figuras reconocidas del México de mediados del siglo XX: la pintora Frida Khalo y el político y escritor ruso León Trotsky. Perderse entre el dédalo del mercado de artesanías, escuchando matices de lenguas y de acentos, es un pretexto para alguna pesquisa a modo de recuerdo que llevaremos para los seres queridos.
    En las diarias travesías por los cuatro puntos cardinales del Estado de México, bellos nombres extraños de origen náhuatl nos salían al paso en las carreteras, acompañados por multicolores restaurantes que a la entrada y a la salida de los pueblos anunciaban una rica y variada gastronomía, platillos que a lo largo de los días aprendimos a degustar, con alguna resistencia al principio, como es natural por la diferencia y el contraste con la comida peruana, pero con agrado después de ir conociendo y saboreando algunos potajes que se fueron incorporando al gusto nuestro. Era la demostración física de que la culinaria es eminentemente un producto cultural, pues uno crece al calor y al sabor de ciertos alimentos, condimentos y guisados que se hacen fruto de nuestro paladar, carne de nuestro apetito y que nos acompañan por toda la vida como parte incuestionable de nuestro ser.
    Recalamos en el último día en el famosísimo bosque de Chapultepec, verdadero pulmón salvador de la ciudad, un extenso campo verde de aproximadamente 680 hectáreas, el mayor de América Latina, sobre todo porque está situado en el mismo corazón de una urbe babilónica que no cesa de latir a toda hora del día, con avenidas atestadas de coches, el tráfico endemoniado y el incansable ir y venir de las gentes que han hecho de los espacios públicos la prolongación placentera de sus afanes privados. Y de allí, un taxi nos lleva a la no menos famosa Plaza Garibaldi, el centro por antonomasia del mariachi, esa expresión internacionalizada de la música mexicana, espacio al que confluyen los amantes, cultores y seguidores de las canciones desgarradas de un género que ha tenido grandes intérpretes y creadores. Es un viernes 22 de noviembre, Día del Músico, víspera del viaje de retorno y magnífico fin de fiesta de este encuentro fraterno con quienes fungieron de hospitalarios anfitriones en estas dos semanas de maravillosa estadía.

Lima, 7 de diciembre de 2019.



       

No hay comentarios:

Publicar un comentario