Cuando el avión planea sobre el valle de
México, aprestándose para el descenso, una punzada asalta al observador en
forma de frase que don Alfonso Reyes usó como epígrafe de su icónico libro de
título similar a este artículo: “Viajero: has llegado a la región más
transparente del aire.” Dichas hace quinientos años, cuando se produjo el
histórico encuentro entre Moctezuma y Cortés, esas palabras reflejaban con gran
realismo una geografía imponente e impoluta, que a través del tiempo se ha ido
modificando por acción de los sucesos que sobrevinieron a causa de los cambios
y transformaciones que fue imponiendo la invasión y conquista española a los
territorios de nuestra América india.
Después de medio milenio transcurrido, los
estudios de medición ambiental nos dicen que ingresamos a una de la ciudades
más contaminadas del mundo, con niveles alarmantes de saturación del aire que
afectan directamente la salud de los millones de habitantes que se han
establecido en lo que antiguamente fue la muy legendaria Tenochtitlan, la gran capital
del imperio mexica. A lo largo y ancho del valle, una multicolor proliferación
de casitas se recuesta sobre las faldas de los cerros que la circundan,
trepando vigorosas hasta cubrir sus mismas cimas. Hemos llegado al mítico territorio
que poblaron los aztecas, y que los mexicanos de hoy han convertido en un país pujante
y próspero, con múltiples problemas sin duda, como sucede con todos los países
latinoamericanos, pero expectantes y esperanzados de un presente y porvenir mejores.
Curiosamente, esa admirable civilización
germinó y creció sobre el lago Texcoco, fundada según la leyenda cuando el
águila se posó sobre el nopal, símbolos ahora de ese momento germinal. Con los
años, esas aguas lacustres sufrieron un lento pero irreversible proceso de
desecación, a través de filtraciones y canales que fueron configurando lo que
actualmente es la Ciudad de México, una urbe moderna y cosmopolita que se ubica
entre las más pobladas del mundo, con un sistema de transporte colectivo –el
metro– que acaba de cumplir cincuenta años: una intrincada red subterránea de
caminos férreos, pasadizos, galerías y escalerillas por donde se desplazan
diariamente millones de usuarios para ser
arrojados a la superficie por bocas de cemento apostadas en lugares
estratégicos de la ciudad.
Durante los quince días de permanencia, me
fue dado conocer algunos de los lugares más emblemáticos del Estado de México, así
como otros menos conocidos pero de igual belleza; todos, sin embargo,
escondiendo una inusual revelación para el viajero primerizo cuya mirada se
deslumbra ante lo novedoso y desconocido. La primera incursión fue en el centro
histórico, caminando un domingo luminoso por las inmediaciones del Palacio de
Bellas Artes, el Museo Militar y el Museo Nacional del Arte; para llegar luego
a la Plaza de la Constitución, más conocido como el Zócalo, que alberga la
Catedral Metropolitana, el Palacio Nacional y el Ayuntamiento. Por esta inmensa
plaza, discurren miles de visitantes ansiosos de conocer y sacarse fotografías
en los monumentos más visibles de la ciudad. Una abigarrada muchedumbre
desemboca en la calle Madero, vía peatonal, así como todas las transversales,
donde hierve el comercio en todos sus rubros. Los antiguos conventos de San
Francisco y Santo Domingo son puntos obligatorios de parada.
La visita a las pirámides de Teotihuacán es
todo un desafío a la resistencia física y a la voluntad de escalar sus cumbres
para divisar desde una óptica privilegiada el ampuloso valle que cobija
portentos arquitectónicos como este. Sus cientos de peldaños de piedra nos
permiten el acceso a un santuario de resonancias místicas, uno de los símbolos
más imperecederos de una cultura del pasado que aún pervive en este presente en
constante metamorfosis, al ritmo de crecimiento de los siglos vertiginosos que
nos han puesto a las puertas del futuro. Sus amplias explanadas que conducen a
las pirámides del Sol y de la Luna son recorridas por decenas de visitantes en
flujo incesante. Todos los rostros de todas las sangres se dan cita en este
mágico recinto para rendir tributo a la obra de aquellos hombres que erigieron
estos formidables tabernáculos hacia sus dioses.
El recorrido por algunos colegios,
preparatorias, politécnicos y sedes universitarias de la UNAM, constituye una experiencia valiosa
para tomarle el pulso a la marcha de la educación en un país que posee un
sistema que brinda incentivos y ejerce protección a las actividades de la
cultura en general. Pero al margen de ello, existen cientos de proyectos
particulares de labor artística a través de centros culturales o asociaciones
diseminadas en las numerosas colonias que integran los municipios del Estado.
Como parte de una gira literaria y musical, he sido testigo de la gran
disposición que muestran los centros de enseñanza para la difusión de
expresiones como la poesía y la música entre sus estudiantes. Dedicada a la
memoria de dos poetas mexicanos de diferentes épocas: Netzahualcóyotl y Sor
Juana Inés de la Cruz, esta caravana de escritores y cantautores se ha
presentado en un puñado de dichos centros, brindando lo mejor de su arte a esa
juventud ávida de alternar con las voces y los mensajes de los hermanos de
otros confines de Latinoamérica.
Pero lo que verdaderamente me ha fascinado
de este fugaz periplo por las tierras de Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, de
Frida Khalo y Diego Rivera, de Carlos Pellicer y Octavio Paz, de Silvestre
Revueltas y José Alfredo Jiménez, y de tantos otros ilustres mexicanos, es la
singular belleza de sus pueblitos de la periferia. En la travesía por los
caminos del Estado, sembrados de nopal y maguey, hemos llegado a pueblos como
Tenango del Aire, sede de un museo de ensueño como es la Casa de Madera, una
colección inverosímil de objetos antiguos de la más diversa índole: juguetes de
metal, máscaras, aparatos de radio, victrolas y gramófonos, televisores,
botellas de gaseosa, cristalería, roperos, camastros, una botica completa, un
bar bien provisto, una biblioteca, etcétera. Todo ello repartido en numerosas recámaras
que conforman un fantástico muestrario del pasado que don Ricardo, su dueño y
cicerone privilegiado, ha preservado para nuestro asombro y regocijo. Estando
por la ruta de los volcanes, ese día el Popocatéptl se nos mostró esquivo, pues
una cortina de niebla impedía verlo, por lo que sólo nos quedó adivinarlo allá
a la distancia como una presencia temida y respetada por los mexicanos.
A unos minutos en auto de este hermoso
paraje está el bellísimo pueblo de San Miguel de Nepantla, de casas encantadas
y simpáticas callecitas enrevesadas. Allí está la casa donde nació Sor Juana
Inés de la Cruz, convertida ahora en museo, lugar de peregrinaje para los
cientos de admiradores de la gran poeta del siglo XVII mexicano, cuya obra ha
irradiado su influencia al resto del país, del continente y del universo
entero. Pasearse por los escenarios que fueron los de su infancia, sentir el
aura poética de su presencia, aspirar el aire soleado de su terruño, transmiten
una sensación de indescriptible ternura al visitante que se acerca al conjunto
como si fuera el mismo templo de la décima musa.
Otro lugar de atracción turística es indudablemente
la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, emblema famoso del catolicismo de
los mexicanos, una imagen que además es símbolo del sincretismo religioso que
se produjo a la llegada de los españoles, superponiéndose en la efigie femenina
la virgen cristiana y la diosa prehispánica: María y Tonantzin, dos deidades
que confluyen para configurar el mestizaje cultural de la sociedad novohispana.
Nuestro recorrido continúa con una visita fugaz a Coyoacán, el barrio antiguo
que alberga las residencias de dos figuras reconocidas del México de mediados
del siglo XX: la pintora Frida Khalo y el político y escritor ruso León
Trotsky. Perderse entre el dédalo del mercado de artesanías, escuchando matices
de lenguas y de acentos, es un pretexto para alguna pesquisa a modo de recuerdo
que llevaremos para los seres queridos.
En las diarias travesías por los cuatro
puntos cardinales del Estado de México, bellos nombres extraños de origen
náhuatl nos salían al paso en las carreteras, acompañados por multicolores
restaurantes que a la entrada y a la salida de los pueblos anunciaban una rica
y variada gastronomía, platillos que a lo largo de los días aprendimos a
degustar, con alguna resistencia al principio, como es natural por la
diferencia y el contraste con la comida peruana, pero con agrado después de ir
conociendo y saboreando algunos potajes que se fueron incorporando al gusto
nuestro. Era la demostración física de que la culinaria es eminentemente un
producto cultural, pues uno crece al calor y al sabor de ciertos alimentos,
condimentos y guisados que se hacen fruto de nuestro paladar, carne de nuestro
apetito y que nos acompañan por toda la vida como parte incuestionable de
nuestro ser.
Recalamos en el último día en el famosísimo
bosque de Chapultepec, verdadero pulmón salvador de la ciudad, un extenso campo
verde de aproximadamente 680 hectáreas, el mayor de América Latina, sobre todo
porque está situado en el mismo corazón de una urbe babilónica que no cesa de
latir a toda hora del día, con avenidas atestadas de coches, el tráfico
endemoniado y el incansable ir y venir de las gentes que han hecho de los
espacios públicos la prolongación placentera de sus afanes privados. Y de allí,
un taxi nos lleva a la no menos famosa Plaza Garibaldi, el centro por
antonomasia del mariachi, esa expresión internacionalizada de la música
mexicana, espacio al que confluyen los amantes, cultores y seguidores de las
canciones desgarradas de un género que ha tenido grandes intérpretes y
creadores. Es un viernes 22 de noviembre, Día del Músico, víspera del viaje de
retorno y magnífico fin de fiesta de este encuentro fraterno con quienes
fungieron de hospitalarios anfitriones en estas dos semanas de maravillosa
estadía.
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