domingo, 29 de diciembre de 2019

Indolencia


    Varios son los asuntos que motivan una reflexión, a modo de balance, del fin de un año que ha tenido muchos sobresaltos en nuestra vida política nacional. Son temas que pertenecen más al ámbito social, pero cuya incidencia también comprometen a las autoridades porque son las indicadas para liderar las acciones y los cambios que requerimos para construir una sociedad más empática y armónica. Y es curioso que se presenten por estas fechas, como si el azar o algún designio desconocido quisieran  mostrarnos en toda su crudeza esas lacras que todavía laceran el entramado de la convivencia ciudadana.
    A mediados de este mes un hecho lamentable conmocionó a la población. Un par de jóvenes trabajadores de una conocida cadena internacional de comida rápida, murieron electrocutados porque las condiciones en que laboraban en horas de la madrugada no eran para nada las más adecuadas. No tenían los implementos necesarios para cumplir su tarea, las instalaciones del local estaban en pésimas condiciones, y eran explotados en un régimen de trabajo que exigía más horas de las que la ley señala como máximo según las normas laborales reconocidas por la OIT. Además, al hecho en sí ya doloroso de que dos familias de origen humilde pierdan a sus seres queridos de esta manera, se suma la indiferencia, la indolencia de una empresa que jamás demostró una solidaridad y un acompañamiento efectivo en ese duro trance familiar. Asumieron un mínimo aporte para los gastos del sepelio, emitieron un desangelado comunicado público donde llamaban “colaboradores” a los fallecidos y jamás se acercaron a presentar sus condolencias a sus familiares. Las autoridades respectivas dispusieron el cierre del local, cuando lo lógico hubiera sido que, cumpliendo sus responsabilidades, verifiquen antes los ambientes donde funciona dicho restaurante, para detectar a tiempo cualquier irregularidad que ponga en peligro la vida de sus trabajadores y del público en general.
    Poco después, a pocos días  de la celebración de la Navidad, mientras la gente ultimaba sus preparativos para la fiesta cristiana –donde por cierto prevalece un afán de consumo desaforado, tema para otro artículo–, un espantoso crimen despierta a la ciudad la madrugada del domingo 22 con los detalles más espeluznantes que cualquier película de terror pueda exhibir. Un hombre de 28 años, Juan Huaripata Rosales, ataca con un cuchillo a la mujer que es madre de sus hijos, la emprende contra estos que salen a defenderla, los deja malheridos y prende fuego a la vivienda para emprender la fuga, mientras ellos agonizan en medio de una sangrienta y macabra escena de horror. Siendo las tres y cuarenta de la madrugada los vecinos habían advertido los gritos y las llamadas de auxilio desde el departamento, intentaron infructuosamente ayudar tratando de forzar la puerta, llamaron a la policía varias veces, y a pesar de que el puesto de la comisaría San Cayetano de El Agustino queda a apenas 150 metros de los hechos, los efectivos no llegaron sino después de una hora de lo sucedido, en un caso más de injustificable negligencia, de inexplicable y cruel indiferencia, de mortal indolencia. El asesino fue aprehendido por un grupo de muchachos que lo vieron corriendo a esas horas con un cuchillo en la mano. El ministro del Interior ha dispuesto el relevo de los 34 policías integrantes de la delegación para iniciar las investigaciones del caso; en tanto que la Fiscalía va a acusar a los seis oficiales a cargo del puesto por grave omisión a sus obligaciones de función, conducta contemplada como punible en la legislación vigente. Hay tres niños muertos, otro herido que se recupera en un hospital, y Jessica Tejeda Huayanay, la madre de 34 años, pasa a engrosar la trágica lista de las 165 víctimas de feminicidio de este año en el Perú, un triste e indignante récord.
    Finalmente, una mala costumbre instalada desde hace cierto tiempo en la población todavía se resiste a desaparecer entre los hábitos fiesteros de cada fin año. Se trata del uso indiscriminado y abusivo de los cohetes y juegos pirotécnicos, esos artefactos explosivos que proliferan hasta el espanto en todos los barrios de la ciudad, diversión favorita de gente de toda edad, especialmente de los más jóvenes, que no dudan un instante en adquirir los artilugios de marras para reventarlos en la ocasión que mejor les indique su capricho, adquiriendo dimensiones colosales en los minutos previos y posteriores a la medianoche del 24 y del 31 del mes, anunciando de esta manera estrepitosa la llegada de la Navidad y la del Año Nuevo, respectivamente. No sé en qué momento esto se hizo común a nivel nacional, a pesar de las serias advertencias de las autoridades sobre el peligro que ellas entrañan, sobre todo si son manipulados por los más pequeños, y a pesar también de las numerosas tragedias experimentadas a lo largo de estos años con voladuras de dedos, amputaciones de brazos y piernas, cegueras repentinas y otros accidentes sufridos por personas de toda edad, realidad que increíblemente no ha hecho desistir a sus pertinaces usuarios. Los mercadillos ilegales de pirotécnicos pululan a diestra y siniestra en diferentes puntos de la capital, multiplicando terriblemente su potencial amenaza a la salud y a la seguridad públicas. Y si a esto le agregamos el malestar inaudito que ocasionan a las personas con sensibilidad aguzada, a los animales en general –perros, gatos, aves y demás mascotas–, más el daño irreversible al medio ambiente, en un momento crucial para la humanidad en que fracasan cada año las cumbres ambientales por la falta de compromiso efectivo de los mayores contaminadores del planeta, la situación se torna verdaderamente dramática. 
    Así pues, un mismo hilo conductor atraviesa por todos estos motivos que marcan distintos signos de una actitud humana que le está haciendo muchísimo mal a las sociedades, la desidia como forma de enfrentar los conflictos cotidianos, la abulia elevada a la categoría de política general de la administración pública, la indolencia como suprema deidad que define una conducta que está socavando los principios fundamentales de la empatía, la solidaridad y el bien común que todos requerimos para edificar una auténtica comunidad civilizada.

Lima, 27 de diciembre de 2019.        

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