Es increíble cómo la forma de vida, la
rutina cotidiana de cada quien, puede cambiar de un momento a otro
instalándonos a todos, o por lo menos a la gran mayoría del planeta, en una
misma situación de temor e incertidumbre ante el surgimiento de una amenaza que
nos obliga a repensar sobre nuestro destino como especie. Hace apenas unas
semanas el mundo se movía a su propio ritmo según las diversas regiones y
rincones del globo, pero de pronto todo dio un vuelco y nos obligó a mirar en
una misma dirección, al foco mismo de
donde emanó ese peligro y a la manera como se iba expandiendo por el orbe
entero hasta tocar nuestras propias puertas.
Cuando a fines del año pasado supimos que
en China, un remoto país para Latinoamérica, había brotado un virus de origen
desconocido, que se extendía violentamente y sitiaba la ciudad de Wuhan, en la
provincia de Hubei, no nos imaginábamos que un problema aparecido a miles de
kilómetros de nuestros países, pronto estaría ya con nosotros, obligándonos a
tomas medidas severas para hacerle frente, con cierre de fronteras, aislamiento
social y, finalmente, inmovilización ciudadana para evitar el contagio que sólo
se produce de persona a persona.
El llamado SARS-CoV-2, más conocido como
coronavirus, culpable de la enfermedad denominada COVID-19, ha puesto en jaque
a la humanidad, a pesar de ser, como lo han demostrado científicos y
especialistas, un tipo de virus más como los muchos que conviven con nosotros
desde hace mucho tiempo, aunque nuevo y de transmisión más rápida. Ello no
obstante, ya ha ocasionado miles de muertos en el país donde se originó, y
otros miles de muertos más en un país europeo caracterizado por tener una de
las poblaciones más longevas del mundo. Otras centenas o decenas de víctimas
más se cuentan en diferentes países de los cinco continentes, cuyos gobiernos
han asumido disímiles posturas, siendo de esperar que al unísono se hubiese
enfrentado esta pandemia bajo la batuta de la Organización Mundial de la Salud
(OMS), el organismo mundial indicado para liderar una lucha de esta naturaleza,
pero que esta vez se ha mostrado más bien dubitativo y pusilánime.
La cuarentena que estamos obligados a
cumplir los habitantes de muchos países, como una medida efectiva de combate
contra la transmisión de este virus, ha modificado radicalmente las vidas de
todos, imponiéndonos una reclusión que cada quien la asume de diversas maneras.
Desde el mortal aburrimiento que causa en algunos –que inclusive lo manifiestan a viva voz desde el
encierro de sus casas–, hasta formas más creativas de aprovechar esta
oportunidad inédita para leer los libros que siempre quisimos leer, escuchar la
música que más nos place o ver las películas que tanto habíamos deseado, o
estar con nuestros seres queridos compartiendo un tiempo que otras veces tanto
echamos de menos. Hay sin duda otras formas intermedias de utilizar el tiempo
disponible para evitar que el desgano, la ansiedad o la angustia nos dominen.
El confinamiento forzado es para mí, por
ejemplo, algo que se parece mucho a una aspiración siempre anhelada: quedarme
en casa. Tal vez por mi forma de ser o por mi ocupación fundamental, mi
elección siempre estuvo orientada a la soledad y a la reclusión creativa, al
ocio en su acepción etimológica, es decir a lo opuesto al negocio que es su
derivación y negación por antonomasia. Pero en estos tiempos de emergencia
sanitaria, cuando las noticias nos informan lo que va pasando en el mundo, un
instinto o sentimiento de pertenencia me abate por el dolor y el sufrimiento
que se va difundiendo por todos lados, amén del pánico que no pocos pretenden
difundir en un momento en el que deberíamos mantener la serenidad y la calma.
En los primeros días de este enclaustramiento,
me aventuré a salir por las calles desiertas, en un escenario propio de
películas de ciencia ficción, con una ciudad desolada y silenciosa, donde
apenas circulaba uno que otro peatón, quizás cumpliendo alguna necesidad
perentoria, como adquirir alimentos o conseguir medicinas. Haciendo la cola en
una panadería, convenientemente distanciados unos de otros y portando
mascarillas, por un momento divisé hacia arriba y vi el cielo despejado con
unos jirones de nubes plácidas que se difuminaban en un extraño atardecer.
En una entrevista concedida a la BBC a
comienzos de siglo, el eminente científico inglés Stephen Hawking vislumbraba,
desde su privilegiada atalaya de observación como hombre de ciencia, que la
humanidad sólo podría desaparecer por una de las siguientes cuatro causas: un
virus, el cambio climático, la inteligencia artificial o el mismo hombre. La
terrible clarividencia de aquella afirmación, quizás nos aproxime a lo que nos
espera como especie, si no impedimos a tiempo la proliferación de tantas
amenazas que a la larga son responsabilidad del propio ser humano.
Una de las consecuencias sociales más
importantes de esta crisis debe ser la toma de conciencia de lo que valores largamente pregonados,
pero muy poco practicados, pueden significar para la cohesión moral de la
humanidad. Vivir la solidaridad, la empatía y el respeto hacia el prójimo y
hacia la naturaleza, está demostrando que son los únicos baluartes que pueden
sostener la vigencia de esto que llamamos sociedad y civilización, erradicando
todo aquello que atenta contra una sana convivencia, especialmente el tráfico
de animales silvestres, que al parecer es unos de los factores determinantes
para esta emergencia sanitaria mundial. Se impone el cambio de patrones de
consumo y la normalización de lo que ahora empieza a ser una práctica común en
materia de higiene y distanciamiento social.
Nunca faltan, sin embargo, lamentables
demostraciones de mezquindad y estupidez de personas que cualquiera podría
suponer más responsables e inteligentes, como un alcalde que despotricó contra
la medida del gobierno por afectar las actividades económicas de su provincia;
o de un excongresista que se quejaba por, según él, la exagerada respuesta del
presidente ante la crisis, exhibiendo en su cuenta de una red social una imagen
de un conocido café miraflorino con sus mesas y sillas vacías; o, lo que es
peor, cuando un famoso y mediático periodista afirmó, en un torpe y
malintencionado comentario, que la gente sabía cuidarse sola y llamaba a la
desobediencia ante lo que él juzgaba un acto autoritario del régimen.
Miserables reacciones de gente obtusa y sin un ápice de criterio humanitario.
Parecido comportamiento a la de insensatos presidentes como Trump, López
Obrador y Bolsonaro en América, y del inefable Boris Johnson en Europa, que en
circunstancias que reclaman actitudes firmes, responsables y serenas, adoptan
decisiones absolutamente cuestionables por donde se las mire.
La naturaleza, irónicamente, es la gran
beneficiada de esta reclusión global de los seres humanos, pues es notorio que
se han reducido, aunque sean sólo por unos días, los índices alarmantes de
contaminación de las grandes ciudades, secuela de un estilo de vida que ha privilegiado
la desaforada marcha hacia lo que se cree que es el progreso o la modernidad
desde la Primera Revolución Industrial, y que nos ha dejado en esta situación
de hacinamiento, promiscuidad e insalubridad que compartimos millones de
habitantes en la Tierra. Debemos entender ese mensaje para apostar por formas
menos destructivas de desarrollo, y de esa manera lograr un equilibrio que sea
sostenible para todos. Tal vez suene utópico una propuesta como esta, pero sólo
teniendo como norte un ideal el ser humano puede avanzar en la conquista de
mejores niveles de vida que involucren a todos los seres vivos del planeta.
Lima,
23 de marzo de 2020.
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