jueves, 26 de marzo de 2020

El viajero inmóvil


    Un niño decide irse de su casa para conocer el mundo, porque siente que en su alma bullen agazapadas unas ansias invencibles de aventura, una energía desconocida que lo impulsa a salir del territorio conocido de su infancia para explorar otras vidas, vislumbrar nuevos paisajes y experimentar el misterio del viaje por lugares fabulosos y rincones de ensueño. Pero su padre detiene la embarcación y lo regresa a casa de las orejas. A partir de esta anécdota, el niño se entregará al mágico ejercicio de la ficción, para fraguar unos relatos fantásticos donde desplegará toda la potencia de su imaginación como un sucedáneo perfecto de las aventuras reales que le fueron negadas. Ese niño fue nada menos que Julio Verne, el extraordinario escritor francés de novelas que exploraron las aventuras, los viajes y la ciencia ficción.
    Una de esas maravillosas creaciones literarias es, qué duda cabe, Veinte mil leguas de viaje submarino, que tiene como protagonista al afamado capitán Nemo, uno de los personajes más misteriosos e insondables que ha producido la literatura. La decisión radical de una persona de apartarse totalmente del género humano, confinándose en las profundidades del mar encerrado en su nave expresamente construida para tal propósito, teniendo como única compañía una breve tripulación para los servicios necesarios que ella requiere, es algo que siempre nos llenará de interrogantes y disparará nuestra imaginación a miles de especulaciones y pensamientos que tal vez nunca tendrán una única respuesta satisfactoria.
    En busca del terror de los mares, el presunto y temible narval, tres personajes naufragan y van a dar a la superficie de una nave misteriosa. El profesor Pierre Aronnax, su criado Consejo y el arponero canadiense Ned Land, son tragados literalmente por ella y después de algunos minutos tienen ocasión de conocer al enigmático comandante del Nautilus, refugiado en este submarino que recorre todos los océanos despertando la curiosidad y el temor del mundo. Más tarde tendrán ocasión de saber, por boca del mismo capitán Nemo, que su llegada a la solitaria embarcación no tiene posibilidad de salida. Sin embargo, los intrusos no dejarán pasar la oportunidad, sobre todo el iracundo arponero, de vislumbrar la huida, realidad que no podrán materializar hasta el final de la historia.
    En su fantástico recorrido por las profundidades marinas, los visitantes son testigos de las más diversas y asombrosas formas de vida que pululan en aquellos rincones del planeta. Desde animales extraños, tanto por su tamaño como por su aspecto; plantas desconocidas y raras, hasta configuraciones caprichosas de la corteza terrestre en los fondos abisales. El enclaustramiento va a producir los estragos naturales en los forzados visitantes, siendo el más extremo el que experimenta Ned Land, estallando de furia en diversas circunstancias de la travesía, enfrentándose al mismo capitán Nemo en protesta por la reclusión a que se ven reducidos él y sus compañeros.
    Así, lo que empezó como una anécdota, cuando el pequeño Julio Verne quiso hacerse a la mar para vivir otras vidas, se ha convertido en la metáfora perfecta de la literatura y de las obras de ficción en general, pues tanto el escritor como el lector, esos dos cómplices de la magia de la lectura, pueden adquirir la condición paradójica de viajeros inmóviles, trasladándose en la inconmensurable nave de la imaginación a mundos y regiones ignotos sin apenas moverse de sus lugares de residencia, viviendo vidas alternativas y vicarias gracias a esa máquina fascinante inventada por el genio de los grandes creadores.
    Pero es el lector el gran beneficiado con el arte de la ficción, quien puede arrogarse el privilegio del goce y el placer sin límites del acceso a esos viajes imaginarios que nos propone la obra literaria, razón por la que el viajero inmóvil es él, el invisible trotamundos que recorre como nadie todos los espacios y todos los tiempos del universos conocido y por conocer.

Lima, 18 de marzo de 2020.

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