Un niño decide irse de su casa para conocer
el mundo, porque siente que en su alma bullen agazapadas unas ansias
invencibles de aventura, una energía desconocida que lo impulsa a salir del
territorio conocido de su infancia para explorar otras vidas, vislumbrar nuevos
paisajes y experimentar el misterio del viaje por lugares fabulosos y rincones
de ensueño. Pero su padre detiene la embarcación y lo regresa a casa de las
orejas. A partir de esta anécdota, el niño se entregará al mágico ejercicio de
la ficción, para fraguar unos relatos fantásticos donde desplegará toda la
potencia de su imaginación como un sucedáneo perfecto de las aventuras reales
que le fueron negadas. Ese niño fue nada menos que Julio Verne, el
extraordinario escritor francés de novelas que exploraron las aventuras, los
viajes y la ciencia ficción.
Una de esas maravillosas creaciones
literarias es, qué duda cabe, Veinte mil
leguas de viaje submarino, que tiene como protagonista al afamado capitán
Nemo, uno de los personajes más misteriosos e insondables que ha producido la
literatura. La decisión radical de una persona de apartarse totalmente del
género humano, confinándose en las profundidades del mar encerrado en su nave
expresamente construida para tal propósito, teniendo como única compañía una
breve tripulación para los servicios necesarios que ella requiere, es algo que
siempre nos llenará de interrogantes y disparará nuestra imaginación a miles de
especulaciones y pensamientos que tal vez nunca tendrán una única respuesta
satisfactoria.
En busca del terror de los mares, el
presunto y temible narval, tres personajes naufragan y van a dar a la
superficie de una nave misteriosa. El profesor Pierre Aronnax, su criado
Consejo y el arponero canadiense Ned Land, son tragados literalmente por ella y
después de algunos minutos tienen ocasión de conocer al enigmático comandante
del Nautilus, refugiado en este
submarino que recorre todos los océanos despertando la curiosidad y el temor
del mundo. Más tarde tendrán ocasión de saber, por boca del mismo capitán Nemo,
que su llegada a la solitaria embarcación no tiene posibilidad de salida. Sin
embargo, los intrusos no dejarán pasar la oportunidad, sobre todo el iracundo
arponero, de vislumbrar la huida, realidad que no podrán materializar hasta el
final de la historia.
En su fantástico recorrido por las
profundidades marinas, los visitantes son testigos de las más diversas y
asombrosas formas de vida que pululan en aquellos rincones del planeta. Desde
animales extraños, tanto por su tamaño como por su aspecto; plantas
desconocidas y raras, hasta configuraciones caprichosas de la corteza terrestre
en los fondos abisales. El enclaustramiento va a producir los estragos
naturales en los forzados visitantes, siendo el más extremo el que experimenta
Ned Land, estallando de furia en diversas circunstancias de la travesía, enfrentándose
al mismo capitán Nemo en protesta por la reclusión a que se ven reducidos él y
sus compañeros.
Así, lo que empezó como una anécdota,
cuando el pequeño Julio Verne quiso hacerse a la mar para vivir otras vidas, se
ha convertido en la metáfora perfecta de la literatura y de las obras de
ficción en general, pues tanto el escritor como el lector, esos dos cómplices
de la magia de la lectura, pueden adquirir la condición paradójica de viajeros
inmóviles, trasladándose en la inconmensurable nave de la imaginación a mundos
y regiones ignotos sin apenas moverse de sus lugares de residencia, viviendo
vidas alternativas y vicarias gracias a esa máquina fascinante inventada por el
genio de los grandes creadores.
Pero es el lector el gran beneficiado con
el arte de la ficción, quien puede arrogarse el privilegio del goce y el placer
sin límites del acceso a esos viajes imaginarios que nos propone la obra
literaria, razón por la que el viajero inmóvil es él, el invisible trotamundos
que recorre como nadie todos los espacios y todos los tiempos del universos
conocido y por conocer.
Lima,
18 de marzo de 2020.
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