lunes, 4 de mayo de 2020

Grandes compañías

El oro de los tigres. Jorge Luis Borges | Jorge luis borges, Luis ...Jorge luis borges elogio de la sombra emecé 196 - Vendido en ...El laberinto del verdugo: Jorge Luis Borges. EL HACEDOR (1960 ...
    Es casi un consenso entre la mayoría de los escritores, por la manera como se asume la tarea de la escritura, que una situación de confinamiento, en este caso un autoconfinamiento, no es una realidad novedosa ni mucho menos traumática, puesto que el oficio de la creación lleva implícito encerrarse largas horas entre cuatro paredes, en singular soledad, para fraguar un producto literario. Podría decirse, como quizás también de otros oficios artísticos o intelectuales, que un encierro impuesto por la autoridad no difiere demasiado de aquél que uno mismo se impondría en tiempos normales, razón por la que un trabajo de esta naturaleza nos ha preparado mejor que a nadie para afrontar una emergencia como ésta. Mas ante un panorama doloroso que abate a la humanidad, expuesta al ataque de un minúsculo y voraz ente, no cabe sino acatar la recomendación médica y gubernamental como un deber ciudadano cuyo beneficio no es sólo personal, sino general, la demostración de la solidaridad nacida de un acto de omisión, del simple ejercicio del no-hacer.
    En paralelo al seguimiento de los luctuosos acontecimientos que azotan al mundo entero, con terribles noticias de casos dramáticos que suceden a diario en el país y el extranjero, una forma balsámica que he encontrado para afrontar esta crisis es a través de la poesía. Me ha dado ocasión de hallar algunos textos imprescindibles que he leído con gran regocijo y admiración el mes que acaba de irse. Se trata, en primer término, de tres poemarios de un grande entre los grandes: Jorge Luis Borges. A pesar de haber leído casi toda su prosa, apenas conocía del autor la breve antología poética de la editorial Bruguera que todo el mundo conoce,  y otra más completa que lastimosamente perdí hace muchos años en circunstancias que todavía me producen pesar rememorar. Luego, me embarqué en la lectura de tres magníficos poetas chinos de la dinastía Tang: Li Po, Tu Fu y Wang Wei. Una verdadera maravilla.
    El recorrido por la obra del argentino lo hice como escarbando hacia el pasado, en una labor inversa al cronológico, porque el primero que me dictaba el recuerdo era El oro de los tigres, que es de 1972; después, Elogio de la sombra, de 1969; y, finalmente, El Hacedor, de 1960. ¡Qué estupenda compañía! Fueron las horas más intensas y placenteras de este tiempo extraño y peligroso. El mismo Borges contaba que cuando se quedó ciego, proceso que fue gradual como un lento crepúsculo, el único color que le quedó en la mirada fue el amarillo, pues cuando chico su padre lo llevaba a pasear al zoológico y él se quedaba largos minutos contemplando al tigre de Bengala en su jaula, fascinado por la original combinación de colores de su piel. De esta impresión surgiría el hermoso poema “El oro de los tigres”, que su memoria recupera en la vejez y que cierra el libro homónimo con unos versos memorables: “Con los años fueron dejándome / los otros hermosos colores / y ahora sólo me quedan / la vaga luz, la inextricable sombra / y el oro del principio”, y una misteriosa exclamación final: “Oh un oro más precioso, tu cabello / que ansían estas manos.”
    La misma obsesión recorre el libro anterior, Elogio de la sombra, que le sirve para aceptar el destino que le deparó el azar, asumirlo como una concesión del tiempo, la pérdida de la vista que jamás será la de la visión, sobre todo para un poeta como él, sensación que nos transmite en dos versos perdurables: “Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar; / el tiempo ha sido mi Demócrito”, el desdibujarse de la realidad inmediata de los sentidos, para dar paso a esa penumbra indolora que se parece a la eternidad, donde será posible, al fin, el conocimiento de quién fue uno. Están también las infinitas lecturas que perduran en su memoria, que con modesta sinceridad confiesa: “De las generaciones de los textos que hay en la tierra / sólo habré leído unos pocos, / los que sigo leyendo en la memoria / leyendo y transformando.”
    En El Hacedor, el recuerdo imborrable de Homero preside la hermosa sucesión de textos en prosa y en verso que componen el volumen, la historia del demiurgo que también se ve cercado por la ceguera, y que en su afán de perennizar los hechos y sucesos de su helénica tierra, se siente poseído por el bronce de los héroes y  por todos los dioses del Olimpo, cuyas hazañas y veleidades cantará en hexámetros de inmarcesible gloria. Destaco, entre la exuberante selva de sabrosas páginas, la espléndida declaración de su arte poética, quintaesenciada en estos cuatro luminosos versos: “Convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor y un símbolo, / ver en la muerte el sueño, en el ocaso / un triste oro, tal es la poesía…”. No hay nada más que decir.
    Todas las disciplinas del conocimiento humano se dan cita fraternalmente en la obra de Borges: la filología y la metafísica, la historia y la mitología, la psicología y la estética, la filosofía y la etimología, la retórica y el latín, el lenguaje y la tipografía, el anglosajón y el griego. Y su poesía rezuma esos eternos retornos de sus obsesiones: los laberintos y los espejos, los tigres y las espadas, las bibliotecas y los antepasados. Nunca es fatigoso el regreso a los mismos temas, pues el poeta siempre tiene a mano recursos infinitos para abordarlos desde diversos ángulos, aristas imprevistas por donde nos deja entrever su originalísima visión, recursos estilísticos sorprendentes y un lenguaje inusual e inconfundible.
    En el caso de los poetas chinos, que vivieron en la primera mitad del siglo VIII de la era cristiana, cuando florecía el arte bajo la dinastía Tang en el poderoso Imperio Chino  de la época, nos hallamos con una poesía descriptiva de hondas resonancias metafísicas, pues tras el paisaje y la realidad que van pintando las palabras, se pueden sentir las eternas preguntas que han acuciado al ser humano desde tiempos inmemoriales, preocupaciones sobre su destino e interrogantes sobre la vida y la muerte, la vejez y el tiempo, las desventuras y los desasosiegos del amor, el valor y la fuerza de la amistad. Imbuidos cada uno por una fe distinta, seguidores de las grandes enseñanzas de los sabios que proliferaron en el antiguo Oriente, el taoísta Li Po, el confuciano Tu Fu y el budista Wang Wei nos entregan su particular visión del mundo en versos sencillos pero rotundos, breves poemas insuflados de una sutil sensibilidad, cada quien con su propio sello derivado de las disímiles vidas que les tocó vivir.
    Por ejemplo, como Li Po poseía una generosa propensión hacia el vino, cantaba: “Rodeado de flores, ante un jarro de vino, / libo solo, sin compañera. / Alzo la copa, y convido a la luna. / Ella, mi sombra y yo, / venimos a ser tres amigos.” Y este otro aún más ilustrativo que titula “Una noche entre amigos”: “Para ahuyentar las eternas tristezas mundanas, / nos entregamos a beber, por centenas de jarros. / La hermosa noche invita a largas pláticas, / y la brillante luna nos quita el sueño. / Ya ebrios, nos acostamos en la yerma montaña. / El cielo es nuestro cobertor, y la tierra, nuestra cama.” De vida bohemia, solía decir, cada vez que se reunía con los amigos, que ellos bebían poesía y recitaban vino.
    En cambio, Tu Fu, amigo cercano de Li Po, era tenido casi como un santo, por la vida austera que llevaba y el compromiso social que enarbolaba ante las injusticias y la vida miserable de los pobres, sentimiento que describe en su “Balada del techo de paja llevado por el viento otoñal”, donde luego de contar cómo la lluvia y la tormenta arrasan con su precario hogar, exclama: “Ojalá se erija un edificio con miles de aposentos, / que albergue a todos los letrados pobres bajo el cielo, / y los proteja de las tormentas, / asegurándoles la alegría de la vida, / ¡Oh! cuando se yerga esta morada a mi vista, / aunque se derrumbe mi choza y me mate el frío, / estaré contento y feliz.”
    Por su parte, Wang Wei también estaba impregnado por estas emociones universales, que él destilaba según la mirada budista que los maestros a los que frecuentaba le habían transmitido para tratar de entender la atribulada existencia del hombre, como en este poema donde se lamenta por la pérdida de un amigo, titulado justamente “Lamento por Hao Jan”, versos que muy bien conjugan la íntima hermandad entre el ser humano y la naturaleza: “Nunca volveré a ver a mi viejo amigo. / Día tras día las aguas del Han fluyen hacia el este. / Aún si preguntara por el anciano, las colinas / y los ríos parecerían estar vacíos en Caizhou.” El poeta proyecta su dolor ante el paisaje que demuestra participar de su tristeza.
    Así, la poesía ha sido la gran compañera de esta breve temporada, que ha aplacado en mí en algo esa honda tribulación por el destino de tantos seres humanos segados por la guadaña despiadada de la muerte, enfrentados inermes ante un bicho microscópico que no sabe de piedades ni admite súplicas. Y seguirá siendo la gran compañía como siempre, especialmente en difíciles momentos como éste que atravesamos llenos de temor e incertidumbre. Por un instante, he tenido la sensación de estar construyendo barquitos al interior de una botella, metáfora que gustaba emplear Sábato para describir lo inasible y enigmática que resulta ser la condición humana.

Lima, 2 de mayo de 2020. 

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