Es casi un consenso entre la mayoría de los
escritores, por la manera como se asume la tarea de la escritura, que una
situación de confinamiento, en este caso un autoconfinamiento, no es una
realidad novedosa ni mucho menos traumática, puesto que el oficio de la
creación lleva implícito encerrarse largas horas entre cuatro paredes, en
singular soledad, para fraguar un producto literario. Podría decirse, como
quizás también de otros oficios artísticos o intelectuales, que un encierro
impuesto por la autoridad no difiere demasiado de aquél que uno mismo se
impondría en tiempos normales, razón por la que un trabajo de esta naturaleza
nos ha preparado mejor que a nadie para afrontar una emergencia como ésta. Mas
ante un panorama doloroso que abate a la humanidad, expuesta al ataque de un
minúsculo y voraz ente, no cabe sino acatar la recomendación médica y
gubernamental como un deber ciudadano cuyo beneficio no es sólo personal, sino
general, la demostración de la solidaridad nacida de un acto de omisión, del
simple ejercicio del no-hacer.
En paralelo al seguimiento de los luctuosos
acontecimientos que azotan al mundo entero, con terribles noticias de casos
dramáticos que suceden a diario en el país y el extranjero, una forma balsámica
que he encontrado para afrontar esta crisis es a través de la poesía. Me ha
dado ocasión de hallar algunos textos imprescindibles que he leído con gran regocijo
y admiración el mes que acaba de irse. Se trata, en primer término, de tres
poemarios de un grande entre los grandes: Jorge Luis Borges. A pesar de haber
leído casi toda su prosa, apenas conocía del autor la breve antología poética
de la editorial Bruguera que todo el mundo conoce, y otra más completa que lastimosamente perdí
hace muchos años en circunstancias que todavía me producen pesar rememorar.
Luego, me embarqué en la lectura de tres magníficos poetas chinos de la
dinastía Tang: Li Po, Tu Fu y Wang Wei. Una verdadera maravilla.
El recorrido por la obra del argentino lo
hice como escarbando hacia el pasado, en una labor inversa al cronológico,
porque el primero que me dictaba el recuerdo era El oro de los tigres, que es de 1972; después, Elogio de la sombra, de 1969; y, finalmente, El Hacedor, de 1960. ¡Qué estupenda compañía! Fueron las horas más
intensas y placenteras de este tiempo extraño y peligroso. El mismo Borges
contaba que cuando se quedó ciego, proceso que fue gradual como un lento
crepúsculo, el único color que le quedó en la mirada fue el amarillo, pues
cuando chico su padre lo llevaba a pasear al zoológico y él se quedaba largos
minutos contemplando al tigre de Bengala en su jaula, fascinado por la original
combinación de colores de su piel. De esta impresión surgiría el hermoso poema
“El oro de los tigres”, que su memoria recupera en la vejez y que cierra el
libro homónimo con unos versos memorables: “Con los años fueron dejándome / los
otros hermosos colores / y ahora sólo me quedan / la vaga luz, la inextricable
sombra / y el oro del principio”, y una misteriosa exclamación final: “Oh un
oro más precioso, tu cabello / que ansían estas manos.”
La misma obsesión recorre el libro
anterior, Elogio de la sombra, que le
sirve para aceptar el destino que le deparó el azar, asumirlo como una
concesión del tiempo, la pérdida de la vista que jamás será la de la visión,
sobre todo para un poeta como él, sensación que nos transmite en dos versos
perdurables: “Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar; / el tiempo
ha sido mi Demócrito”, el desdibujarse de la realidad inmediata de los
sentidos, para dar paso a esa penumbra indolora que se parece a la eternidad,
donde será posible, al fin, el conocimiento de quién fue uno. Están también las
infinitas lecturas que perduran en su memoria, que con modesta sinceridad
confiesa: “De las generaciones de los textos que hay en la tierra / sólo habré
leído unos pocos, / los que sigo leyendo en la memoria / leyendo y
transformando.”
En El
Hacedor, el recuerdo imborrable de Homero preside la hermosa sucesión de
textos en prosa y en verso que componen el volumen, la historia del demiurgo
que también se ve cercado por la ceguera, y que en su afán de perennizar los
hechos y sucesos de su helénica tierra, se siente poseído por el bronce de los
héroes y por todos los dioses del Olimpo,
cuyas hazañas y veleidades cantará en hexámetros de inmarcesible gloria.
Destaco, entre la exuberante selva de sabrosas páginas, la espléndida
declaración de su arte poética, quintaesenciada en estos cuatro luminosos
versos: “Convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor y un
símbolo, / ver en la muerte el sueño, en el ocaso / un triste oro, tal es la
poesía…”. No hay nada más que decir.
Todas las disciplinas del conocimiento
humano se dan cita fraternalmente en la obra de Borges: la filología y la
metafísica, la historia y la mitología, la psicología y la estética, la
filosofía y la etimología, la retórica y el latín, el lenguaje y la tipografía,
el anglosajón y el griego. Y su poesía rezuma esos eternos retornos de sus
obsesiones: los laberintos y los espejos, los tigres y las espadas, las
bibliotecas y los antepasados. Nunca es fatigoso el regreso a los mismos temas,
pues el poeta siempre tiene a mano recursos infinitos para abordarlos desde
diversos ángulos, aristas imprevistas por donde nos deja entrever su
originalísima visión, recursos estilísticos sorprendentes y un lenguaje inusual
e inconfundible.
En el caso de los poetas chinos, que
vivieron en la primera mitad del siglo VIII de la era cristiana, cuando
florecía el arte bajo la dinastía Tang en el poderoso Imperio Chino de la época, nos hallamos con una poesía
descriptiva de hondas resonancias metafísicas, pues tras el paisaje y la
realidad que van pintando las palabras, se pueden sentir las eternas preguntas
que han acuciado al ser humano desde tiempos inmemoriales, preocupaciones sobre
su destino e interrogantes sobre la vida y la muerte, la vejez y el tiempo, las
desventuras y los desasosiegos del amor, el valor y la fuerza de la amistad.
Imbuidos cada uno por una fe distinta, seguidores de las grandes enseñanzas de
los sabios que proliferaron en el antiguo Oriente, el taoísta Li Po, el
confuciano Tu Fu y el budista Wang Wei nos entregan su particular visión del
mundo en versos sencillos pero rotundos, breves poemas insuflados de una sutil
sensibilidad, cada quien con su propio sello derivado de las disímiles vidas
que les tocó vivir.
Por ejemplo, como Li Po poseía una generosa
propensión hacia el vino, cantaba: “Rodeado de flores, ante un jarro de vino, /
libo solo, sin compañera. / Alzo la copa, y convido a la luna. / Ella, mi
sombra y yo, / venimos a ser tres amigos.” Y este otro aún más ilustrativo que
titula “Una noche entre amigos”: “Para ahuyentar las eternas tristezas
mundanas, / nos entregamos a beber, por centenas de jarros. / La hermosa noche
invita a largas pláticas, / y la brillante luna nos quita el sueño. / Ya
ebrios, nos acostamos en la yerma montaña. / El cielo es nuestro cobertor, y la
tierra, nuestra cama.” De vida bohemia, solía decir, cada vez que se reunía con
los amigos, que ellos bebían poesía y recitaban vino.
En cambio, Tu Fu, amigo cercano de Li Po,
era tenido casi como un santo, por la vida austera que llevaba y el compromiso
social que enarbolaba ante las injusticias y la vida miserable de los pobres,
sentimiento que describe en su “Balada del techo de paja llevado por el viento
otoñal”, donde luego de contar cómo la lluvia y la tormenta arrasan con su
precario hogar, exclama: “Ojalá se erija un edificio con miles de aposentos, /
que albergue a todos los letrados pobres bajo el cielo, / y los proteja de las
tormentas, / asegurándoles la alegría de la vida, / ¡Oh! cuando se yerga esta
morada a mi vista, / aunque se derrumbe mi choza y me mate el frío, / estaré
contento y feliz.”
Por
su parte, Wang Wei también estaba impregnado por estas emociones universales,
que él destilaba según la mirada budista que los maestros a los que frecuentaba
le habían transmitido para tratar de entender la atribulada existencia del
hombre, como en este poema donde se lamenta por la pérdida de un amigo,
titulado justamente “Lamento por Hao Jan”, versos que muy bien conjugan la
íntima hermandad entre el ser humano y la naturaleza: “Nunca volveré a ver a mi
viejo amigo. / Día tras día las aguas del Han fluyen hacia el este. / Aún si
preguntara por el anciano, las colinas / y los ríos parecerían estar vacíos en
Caizhou.” El poeta proyecta su dolor ante el paisaje que demuestra participar
de su tristeza.
Así, la poesía ha sido la gran compañera de
esta breve temporada, que ha aplacado en mí en algo esa honda tribulación por
el destino de tantos seres humanos segados por la guadaña despiadada de la
muerte, enfrentados inermes ante un bicho microscópico que no sabe de piedades
ni admite súplicas. Y seguirá siendo la gran compañía como siempre,
especialmente en difíciles momentos como éste que atravesamos llenos de temor e
incertidumbre. Por un instante, he tenido la sensación de estar construyendo
barquitos al interior de una botella, metáfora que gustaba emplear Sábato para
describir lo inasible y enigmática que resulta ser la condición humana.
Lima,
2 de mayo de 2020.
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