Uno de los procesos judiciales más
impactantes y cruciales de la historia del siglo XX tuvo lugar en Jerusalén
entre 1960 y 1961, cuando fue llevado a juicio en los tribunales israelíes el
oficial nazi Adolf Eichmann, aquel que estuvo encargado de dirigir el envío de
miles de judíos a los campos de concentración en los años aciagos de la segunda
guerra mundial, destacándose por su tenebrosa eficiencia y haciendo gala de una
diligencia administrativa verdaderamente espeluznante en una operación que fue
bautizada como la Solución Final, ideada por los jerarcas nacionalsocialistas
para exterminar a ese pueblo sufrido que la ideología criminal hitleriana
consideraba inferior y culpable de todos los males de Europa.
Cuando las tropas aliadas ingresaron
finalmente en Alemania en 1945 y, después de la muerte de Hitler, cientos de
oficiales de las tres armas germanas fueron tomados prisioneros por los
soldados rusos y norteamericanos, muchos de ellos también pudieron huir y
refugiarse posteriormente en otros países fuera del continente, especialmente
en Sudamérica. Eichmann estuvo entre los primeros, logrando escapar y enrumbar
a la Argentina gracias a un salvoconducto obtenido por un sacerdote muy cercano
al Vaticano. Se instaló en una granja cercana a Buenos Aires, trabajando como
obrero en una fábrica. Su esposa y sus hijos llegarían poco después para
reunirse con él. Se cambió de identidad y vivió relativamente en paz hasta 1960,
en que fue ubicado por el cazador de nazis Simon Wiesenthal, un prominente
líder hebreo que venía siguiendo su rastro por varios años en el Viejo Mundo
hasta dar finalmente con su paradero.
Inmediatamente, los agentes del servicio de
inteligencia israelí, la temible Mossad, trazaron un plan para capturarlo en el
país sudamericano. En un primer momento se pensó en su eliminación, pero el
gobierno de Ben Gurión fue partidario de llevarlo vivo a Israel y someterlo a
la justicia. Es así como a mediados de aquel 1960 logran ingresar a la
Argentina aprovechando la coyuntura de un cambio político importante en el
país, y prácticamente secuestran a Eichmann, llevándolo casi de inmediato al
aeropuerto para su traslado a Israel. Ya instalado en Jerusalén, la justicia
empezaría a rodar su maquinaria para someterlo a un riguroso proceso por
crímenes de guerra. Esto también ocasionó no pocos problemas de índole jurídica
en que precisamente basó su defensa Eichmann, cuestionando la legitimidad de la
corte que lo estaba procesando. Las audiencias fueron públicas y transmitidas por
primera vez por televisión. El acusado estuvo todo el tiempo custodiado por
militares y protegido tras una caseta de vidrio blindado.
Es
entonces que aparece en escena nada menos que la filósofa alemana de origen
judío Hannah Arendt, quien precisamente se había salvado con su marido huyendo
de la persecución nazi, estableciéndose en Estados Unidos. Para entonces ya era
conocida ampliamente en los círculos intelectuales por sus estudios sobre el
totalitarismo y, sobre todo, por su ‘affaire’ con Martin Heiddegger, el
eminente filósofo alemán simpatizante del nazismo. Es pues comisionada por el New
Yorker, una revista de gran prestigio literario en el país norteamericano,
para que convertida en corresponsal de prensa escriba una serie de artículos
sobre el histórico juicio en Jerusalén. Ella acepta casi sin dudarlo y parte
enseguida a la vieja y legendaria ciudad de las tres religiones.
El resultado de esos meses en los
tribunales judíos, como privilegiada testigo de un hecho sin precedentes desde
los juicios de Núremberg, sería un volumen muy polémico titulado Eichmann en Jerusalén, que reúne todas
sus crónicas publicadas en el New Yorker
y que fueron motivo de encendidas discusiones, acusaciones y malentendidos
entre la comunidad judía, especialmente norteamericana, siendo acusada incluso
de haber traicionado a la causa judía y haberse mostrado demasiado
condescendiente con el criminal nazi que finalmente fue condenado a la horca en
1961. Muchos de sus amigos dejaron de hablarle y le quitaron su amistad, pero
ella no varió un ápice su mirada con respecto a la personalidad de Eichmann y
su explicación sobre el Holocausto. Varias películas han recreado este episodio
inédito, la mayoría poniendo su foco en Adolf Eichmann; pero hay una –que he tenido
ocasión de ver recientemente– que tiene como protagonista a Hannah Arendt,
donde se recrea su papel en aquel episodio y, lo que es verdaderamente interesante, destacando el
aporte de la filósofa a través de su famosa interpretación basada en lo que
ella llamó la «banalidad del mal», es decir, contrariamente a lo que se creía
sobre los agentes del mal, que eran vistos como sujetos monstruosos y
encarnaciones malignas de lo demoníaco y de lo perverso en grado sumo, ella
afirmaba que los males provienen de la mediocridad más superflua, de tipos
grises, comunes y corrientes, que ejercen su labor como cualquier burócrata,
cumpliendo simplemente su deber, sin jamás detenerse a pensar que aquello que
hacen está más allá de una anodina obediencia servil, ni que tenga objetivos
moral o éticamente cuestionables.
En resumidas cuentas, era la primera voz
disidente que se atrevía a interpretar de una manera totalmente novedosa un
fenómeno que hasta ese momento era abordado de forma monocorde entre los exégetas de la shoah respecto de los agentes que la
llevaron a cabo. Arendt le quitaba esa pátina de tremendismo al comportamiento
de unos seres que se embarcaron en una de las empresas criminales más bestiales
de la historia de la humanidad. Muchos creyeron ver en la actitud de la
filósofa, si no una justificación, por lo menos una mitigación de la
responsabilidad de los culpables de tan terrible genocidio, lo que no se
ajustaba ni le hacía justicia a la explicación que ella ensayó desde un
pensamiento singular y original que iluminaba tal vez otra faceta de la
condición humana.
Lima, 8 de agosto de 2020.
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