jueves, 13 de agosto de 2020

Tiempos oscuros

 

    Uno de los procesos judiciales más impactantes y cruciales de la historia del siglo XX tuvo lugar en Jerusalén entre 1960 y 1961, cuando fue llevado a juicio en los tribunales israelíes el oficial nazi Adolf Eichmann, aquel que estuvo encargado de dirigir el envío de miles de judíos a los campos de concentración en los años aciagos de la segunda guerra mundial, destacándose por su tenebrosa eficiencia y haciendo gala de una diligencia administrativa verdaderamente espeluznante en una operación que fue bautizada como la Solución Final, ideada por los jerarcas nacionalsocialistas para exterminar a ese pueblo sufrido que la ideología criminal hitleriana consideraba inferior y culpable de todos los males de Europa.

    Cuando las tropas aliadas ingresaron finalmente en Alemania en 1945 y, después de la muerte de Hitler, cientos de oficiales de las tres armas germanas fueron tomados prisioneros por los soldados rusos y norteamericanos, muchos de ellos también pudieron huir y refugiarse posteriormente en otros países fuera del continente, especialmente en Sudamérica. Eichmann estuvo entre los primeros, logrando escapar y enrumbar a la Argentina gracias a un salvoconducto obtenido por un sacerdote muy cercano al Vaticano. Se instaló en una granja cercana a Buenos Aires, trabajando como obrero en una fábrica. Su esposa y sus hijos llegarían poco después para reunirse con él. Se cambió de identidad y vivió relativamente en paz hasta 1960, en que fue ubicado por el cazador de nazis Simon Wiesenthal, un prominente líder hebreo que venía siguiendo su rastro por varios años en el Viejo Mundo hasta dar finalmente con su paradero.

    Inmediatamente, los agentes del servicio de inteligencia israelí, la temible Mossad, trazaron un plan para capturarlo en el país sudamericano. En un primer momento se pensó en su eliminación, pero el gobierno de Ben Gurión fue partidario de llevarlo vivo a Israel y someterlo a la justicia. Es así como a mediados de aquel 1960 logran ingresar a la Argentina aprovechando la coyuntura de un cambio político importante en el país, y prácticamente secuestran a Eichmann, llevándolo casi de inmediato al aeropuerto para su traslado a Israel. Ya instalado en Jerusalén, la justicia empezaría a rodar su maquinaria para someterlo a un riguroso proceso por crímenes de guerra. Esto también ocasionó no pocos problemas de índole jurídica en que precisamente basó su defensa Eichmann, cuestionando la legitimidad de la corte que lo estaba procesando. Las audiencias fueron públicas y transmitidas por primera vez por televisión. El acusado estuvo todo el tiempo custodiado por militares y protegido tras una caseta de vidrio blindado. 

     Es entonces que aparece en escena nada menos que la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt, quien precisamente se había salvado con su marido huyendo de la persecución nazi, estableciéndose en Estados Unidos. Para entonces ya era conocida ampliamente en los círculos intelectuales por sus estudios sobre el totalitarismo y, sobre todo, por su ‘affaire’ con Martin Heiddegger, el eminente filósofo alemán simpatizante del nazismo. Es pues comisionada por el  New Yorker, una revista de gran prestigio literario en el país norteamericano, para que convertida en corresponsal de prensa escriba una serie de artículos sobre el histórico juicio en Jerusalén. Ella acepta casi sin dudarlo y parte enseguida a la vieja y legendaria ciudad de las tres religiones.

    El resultado de esos meses en los tribunales judíos, como privilegiada testigo de un hecho sin precedentes desde los juicios de Núremberg, sería un volumen muy polémico titulado Eichmann en Jerusalén, que reúne todas sus crónicas publicadas en el New Yorker y que fueron motivo de encendidas discusiones, acusaciones y malentendidos entre la comunidad judía, especialmente norteamericana, siendo acusada incluso de haber traicionado a la causa judía y haberse mostrado demasiado condescendiente con el criminal nazi que finalmente fue condenado a la horca en 1961. Muchos de sus amigos dejaron de hablarle y le quitaron su amistad, pero ella no varió un ápice su mirada con respecto a la personalidad de Eichmann y su explicación sobre el Holocausto. Varias películas han recreado este episodio inédito, la mayoría poniendo su foco en Adolf Eichmann; pero hay una –que he tenido ocasión de ver recientemente– que tiene como protagonista a Hannah Arendt, donde se recrea su papel en aquel episodio y, lo que es  verdaderamente interesante, destacando el aporte de la filósofa a través de su famosa interpretación basada en lo que ella llamó la «banalidad del mal», es decir, contrariamente a lo que se creía sobre los agentes del mal, que eran vistos como sujetos monstruosos y encarnaciones malignas de lo demoníaco y de lo perverso en grado sumo, ella afirmaba que los males provienen de la mediocridad más superflua, de tipos grises, comunes y corrientes, que ejercen su labor como cualquier burócrata, cumpliendo simplemente su deber, sin jamás detenerse a pensar que aquello que hacen está más allá de una anodina obediencia servil, ni que tenga objetivos moral o éticamente cuestionables.  

    En resumidas cuentas, era la primera voz disidente que se atrevía a interpretar de una manera totalmente novedosa un fenómeno que hasta ese momento era abordado de forma  monocorde entre los exégetas de la shoah respecto de los agentes que la llevaron a cabo. Arendt le quitaba esa pátina de tremendismo al comportamiento de unos seres que se embarcaron en una de las empresas criminales más bestiales de la historia de la humanidad. Muchos creyeron ver en la actitud de la filósofa, si no una justificación, por lo menos una mitigación de la responsabilidad de los culpables de tan terrible genocidio, lo que no se ajustaba ni le hacía justicia a la explicación que ella ensayó desde un pensamiento singular y original que iluminaba tal vez otra faceta de la condición humana.

 

Lima, 8 de agosto de 2020.

Cine:<i> Preámbulo</i> y los artículos judiciales de Hannah Arendt ... 

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