Hace un tiempo quise leer La condición humana de André Malraux,
pero curiosamente no pasé del primer capítulo, circunstancia que me llevó a
cuestionar mi versatilidad de lector. Tal vez no era el momento indicado, razón
por la que dejé pasar algunos años para intentar volver sobre ella. El resultado
ha sido sorprendente, pues notaba cómo gradualmente caía envuelto en la trama vertiginosa
de la novela. Vibrante novela ambientada en los años del Kuomintang, cuando
China era escenario de una lucha encarnizada entre las fuerzas colonialistas
europeas y los nacionalistas de Chiang Kaisheck, mientras los comunistas
preparaban a su vez el levantamiento revolucionario que debía seguir el camino
que unos años atrás había instaurado en Rusia el primer estado socialista del
mundo. Era el año de 1927, y Shanghai la ciudad epicentro de los
acontecimientos.
Un grupo de muchachos idealistas y
apasionados deciden aprovechar la coyuntura propicia del caos político reinante
para tomar las armas y poner en marcha su plan de objetivos precisos. Chen,
Kyo, Sue y Katow son los principales protagonistas de esta historia intensa de
luchas, intrigas, delaciones y sacrificios, así como símbolos del azaroso
destino que reparte sus cartas con caprichosa suerte. Hemmelrich, Clappique,
Gisors y Ferral representan una gama de personajes que serán parte de esta
comparsa dramática en una situación límite de la historia, donde está en juego
el futuro político de una vasta región del mundo con numerosos actores en
escena.
Después del crimen que comete Chen al
inicio de la novela, se precipitan los hechos que los va a conducir a la
muerte, a un martirologio ideológico en que son inmolados la juventud y los
sueños de unos hombres cuyos destinos encontraban su razón de ser en aquella
entrega desinteresada y ciega a las fuerzas de la violencia, de la pasión
revolucionaria en su momento de máxima ebullición. Chen sucumbirá al intentar
un magnicidio, destrozado por el propio artefacto destinado al líder
nacionalista. Los otros integrantes de la célula serán capturados y encerrados
en un almacén donde junto a cientos de prisioneros esperarán el instante de su
ejecución. Heridos y desolados contemplan la llegada de los vagones que los
transportan a su fin, mientras el bufón aristócrata Clappique deambula por las
calles de la ciudad y Ferral trata de salvar su empresa negociando con sus
pares el rescate de las inversiones francesas en la Indochina.
Algunas pinceladas filosóficas destiladas
del pensamiento del pintor Gisors, a propósito de la tensa relación entre su
hijo Kyo y la enfermera May, iluminan algunas aristas de aquella vivencia
universal; cuando afirma por ejemplo: “Las heridas del más profundo amor bastan
para crear un odio suficientemente grande”, o cuando equipara la pasión amorosa
con su vieja pasión por el opio y asevera: “Quizá el amor sea, sobre todo, el
medio que emplea el occidental para emanciparse de su condición de hombre…”.
Una visión sobre dos mundos que se oponen en muchos sentidos pero que también
comparten secretas correspondencias que reafirman la inasible condición humana
motivo de agudas reflexiones a lo largo de numerosos pasajes de la novela,
donde es evidente también la mirada de simpatía del narrador ante este puñado
de jóvenes idealistas convencidos de una fe en la justicia universal conseguida
a través de métodos sin duda cuestionables.
El final espléndido de la historia se
cierra con el encuentro en la ciudad japonesa de Kobe entre May, la novia de
Kyo, y Gisors, el padre del revolucionario abatido. Las hondas meditaciones del
pintor despiden magistralmente el relato justificando su título, pues el
pensamiento del artista se eleva hasta rozar el meollo de la condición humana,
desnudando su esencia última.
Lima,
29 de julio de 2020.
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