El debate que ha
causado la emisión del documental Hugo
Blanco. Río profundo, de la realizadora cusqueña Malena Martínez, ha
despertado aún más el interés por conocer la película que retrata la figura y trayectoria
del legendario activista del campesinado peruano. Controvertido personaje del
escenario de las luchas políticas y sociales del último medio siglo, su nombre
ha servido para avivar algunos recuerdos entre quienes fueron protagonistas de
aquellas jornadas fundamentales del levantamiento indio en pos de sus tierras,
hechos que muchas veces se han tergiversado por sectores interesados en
mantener en la ignorancia y la miseria a vastos sectores de nuestra patria. Se
cuestionó incluso el financiamiento obtenido para su difusión en un concurso
establecido por el Ministerio de Cultura, aseverando con gran desconocimiento
que era el Estado peruano el que había entregado los fondos para la filmación
de la cinta, cuando era clarísimo que organizaciones extranjeras estaban detrás
de la misma.
A través de
antiguas grabaciones de vídeo, fotografías deterioradas por el tiempo, recortes periodísticos, testimonios de amigos
y diálogos con el personaje, se va hilvanando la historia de una gesta que a
muchos les cuesta reconocer, ciegos y sordos a todo lo que signifique
reivindicación de los olvidados de siempre en nuestra historia. Esas miradas
nubladas por la legaña del prejuicio y la ausencia de emoción social, no podían
ser capaces de reconocer una lucha justa que debemos entenderla en su verdadero
contexto, más allá de las anteojeras y las inquinas que su posición ideológica les
dicta. Voces que caen con gran diligencia en el insulto fácil, la injuria
preconcebida y la descalificación soberbia, han derramado su bilis por las
redes sociales adjetivando en contra de la cineasta y sobre todo contra un
luchador nato, blanco de los dardos envenenados de posiciones recalcitrantes y
ultras.
Protagonista
innegable de los levantamientos campesinos de los valles de La Convención y
Lares en el Cusco, que impulsaron una reforma agraria desde el pueblo en los
años sesenta del siglo pasado para acabar con el poder feudal del gamonalismo, fue
capturado y sentenciado a muerte por el gobierno golpista de Pérez Godoy. La
intervención oportuna de voces internacionales, encabezadas por las de nada
menos que dos filósofos y escritores existencialista franceses, como Jean Paul
Sartre y Simone de Beauvoir, le salvaron la vida, siéndole conmutada la pena. Hugo
Blanco estuvo preso –la primera entre tantas otras que estuvo encarcelado– en
el ominoso presidio de El Frontón entre los años 1963 y 1971, año en que salió
amnistiado por el gobierno militar. Llamado a ser partícipe del régimen de
Velasco, desistió por razones principistas y partió al exilio, donde tuvo
ocasión de acrecentar su compromiso con sus hermanos del continente, siendo
testigo de otros procesos políticos y sociales que en esa década germinaban en
Latinoamérica. Estando en prisión conoció a Sybila Arredondo, la esposa de José
María Arguedas que visitaba a los militantes del MIR, también confinados en la
isla. De ese encuentro nacería su correspondencia epistolar con el escritor
apurimeño, un breve pero intenso
intercambio de cartas en quechua, llenas de una infinita ternura y una
comunión singular entre dos hombres identificados hasta los huesos con el
destino del indio. Era noviembre de 1969, y sólo tuvieron tiempo para
intercambiar dos cartas de parte del dirigente y una, del escritor. José María
le había enviado con Sybila su novela Los
ríos profundos como regalo, con una dedicatoria larga en quechua que al
final borró para optar por una corta en castellano, situación que molestó a
Hugo, recriminando con gran humildad a quien llamaba «padre» para que no se
arrepintiera en la próxima vez de escribirle en la entrañable lengua que ambos
amaban como la sangre de su tierra. Hay en aquella carta de José María una
confesión premonitoria de lo que estaba próximo cuando escribe: «Yo no estoy bien,
no estoy bien; mis fuerzas anochecen. Pero si ahora muero, moriré más tranquilo».
Bellísimo y dramático testimonio a la vez de lo inminente. Se disparó el 29 y
agonizó hasta el 2 de diciembre.
De vuelta al Perú
para las elecciones a la Asamblea Constituyente, consiguió la tercera más alta
votación nacional siendo elegido representante ante dicho cuerpo legislativo
que se encargaría de redactar la Constitución de 1979 que permitió el regreso
de la democracia en el país. Se ha escarnecido con bastante mala saña el
pintoresquismo de ciertas actitudes suyas siendo elegido diputado durante el
segundo gobierno de Fernando Belaúnde, especialmente cuando se presentó a la
juramentación de su cargo vistiendo alpargatas y usando una soguilla de
cinturón –las ojotas y el chumpi andinos– situación que obligó al presidente
del Congreso a conminarlo para que se presentara con el traje de rigor. Pero lo
verdaderamente importante sucedió cuando denunció los excesos de las fuerzas
armadas en la región de Ayacucho, declarada en emergencia cuando el accionar de
Sendero Luminoso arreciaba. Tildó de asesino al general Clemente Noel Moral en
medio de una sesión parlamentaria, frase que se le exigió retirarla, a lo que
el rebelde dirigente accedió, pero para cambiarla por la de genocida, mucho más
precisa. Fue suspendido 120 días en sus labores legislativas, que él aprovechó
para instalar un puesto de vendedor ambulante en las afueras del Mercado
Central. Es entonces cuando un periodista le preguntó si no le daba vergüenza
vender café, a lo que al instante Hugo Blanco replicó que a sólo unas cuadras
de donde se hallaba unos señores vendían el país y nadie les preguntaba si les
daba vergüenza aquello. Debido al deslinde que haría con los métodos
terroristas de lucha de los seguidores de Abimael Guzmán –como antes lo había
hecho tomando distancia y mostrando sus
discrepancias con Luis de la Puente, líder de las insurgencias guerrilleras del
65–, se convirtió otra vez en blanco de dos fuegos, viéndose obligado a
exiliarse otra vez. Estuvo en México en el año que nacía el Movimiento
Zapatista de Liberación Nacional (MZLN), coincidiendo con las tácticas e
ideales del levantamiento armado propiciado por el subcomandante Marcos en el
estado de Chiapas. Por ejemplo, cuando un profesor le pregunta en un colegio de
los Andes cómo se debería inculcar el liderazgo entre el mundo estudiantil,
Hugo Blanco revela que para él lo importante no es el líder en una empresa
determinada, que los líderes terminan traicionando los objetivos de la lucha, y
que lo fundamental es apuntalar el espíritu colectivo de una gesta, actitud que
siempre ha caracterizado su participación en cualquier jornada cívica. Es
decir, nunca creerse vanguardia de nada, sino un simple soldado en la batalla,
desde el sindicato de base de Chaupimayo hasta las decisivas contiendas
comunales y citadinas defendiendo los derechos elementales de los campesinos y
de los obreros del Perú. Su descreimiento de todo tipo de absolutismo
ideológico, que decreta soluciones bajo el dogma incuestionable de sus profetas
laicos, trazando caminos errados para una realidad tan diversa como la nuestra,
repitiendo consignas aprendidas en un manual que se pretende irrevocable e
infalible, lo llevó a una especie de ostracismo en la misma izquierda peruana,
suerte que evidentemente celebran los crápulas de toda la vida.
Ese hombre de
rabínica barba blanca, de cabellos ensortijados y níveos cubiertos por un
sombrero de paja, calzando sandalias de indio y enarbolando el mensaje renovado
y fresco de la liberación, camina por los campos verdes de su tierra y por las
carreteras polvorosas de las serranías, respondiendo las inquietas preguntas de
su interlocutora que lo sigue ávida de oír sus palabras cargadas de historia y
vida, de lucha a muerte por la tierra para sus hermanos postergados por siglos.
Satanizado por la derecha troglodita y visto con recelo, por decir lo menos,
por la izquierda dogmática, Blanco seguirá siendo un personaje excéntrico y
polémico, ineludible a la hora de hacer las cuentas de la historia reciente de
este país zarandeado por los vaivenes más inverosímiles del tiempo.
Lima, 12 de julio de
2020.
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