A raíz de los últimos acontecimientos vividos por nuestro país en relación a las manifestaciones y protestas por el golpe de Estado producido desde el Congreso declarando inconstitucionalmente la vacancia de la presidencia de la República, y la represión consiguiente que dejó como saldo bochornoso la muerte de dos jóvenes, decenas de heridos, muchos de ellos graves y la desaparición de otros tantos que fueron siendo liberados por la presión de los medios de comunicación y por la opinión pública a través de las redes sociales, tuve la oportunidad de ver dos documentales sobre similares sucesos acaecidos en Bagua en el año 2009, durante el segundo gobierno de Alan García, que ocasionaron más de 30 muertos, numerosos heridos y un mayor de la policía desaparecido.
Se trata de When Two Words Collide (‘Cuando chocan dos mundos’) dirigido por
Heidi Brandenburgo y Matthew Orzel, estrenado en enero del 2016 en el Festival
de Sundance y también en la plataforma
de streaming Netflix. El otro es La espera, dirigido por Fernando Vílchez,
igualmente del 2016 y que no tuvo la acogida en los medios televisivos
peruanos, tampoco en las salas regulares, ejerciendo quizás una suerte de veto
sibilino a una realidad que ciertos sectores de la sociedad quisieran ocultar.
Finalmente fue el diario La República
el que pudo distribuir la cinta en formato DVD con su edición correspondiente,
así como ser proyectado por otros espacios no oficiales cercanos a las
universidades y organizaciones de la sociedad civil interesados en preservar la
memoria como forma de mantener una mirada crítica ante los inveterados abusos
del poder.
En ambos se puede apreciar la terrible
dicotomía que ha caracterizado a nuestra república desde su fundación, visión
que describiera magistralmente Domingo Faustino Sarmiento en el siglo XIX, sólo
que esta vez trastocada e invertida, porque los términos que alguna vez
encarnaron los pueblos originarios y la civilización occidental,
respectivamente, se han diluido en matices semánticos de dudosa interpretación.
El orgulloso Occidente, expresión acabada de la cultura europea y su proyección en el mundo, con todos
sus aportes y valores, creyó firmemente ser el portaestandarte de aquello que
no sin ostentación ha llamado la civilización –que James Joyce trocó, en
perfecta carambola irónica, en ‘sífilización’–, mientras que endilgó a los
pueblos que conquistaba y sometía la humillante condición de barbarie, que aquellos
pretendían ‘corregir’ a través de sus paternalistas políticas de evangelización,
o sencillamente a través de la violenta imposición de sus formas y estilos de
vida.
Por un lado están las comunidades wampis y awajún de la Amazonía, poseedoras ancestrales de sus tierras, es
más, según la cosmovisión amazónica, pertenecientes a ellas, en comunión
armónica y respetuosa, generalmente ignorada por la mirada occidental. Para el
habitante de aquella selva virgen, la tierra es sagrada, depositaria de sus
antepasados, residencia de sus dioses y escenario de una existencia que no
puede ser profanada por la avidez material mercantilista que sólo busca el
lucro y la ganancia a como dé lugar. Una codicia que ha llevado a la
destrucción de un hábitat natural en desmedro no sólo de la flora y fauna, o de
las comunidades nativas, sino del medioambiente, en una época signada por la
gran alarma ante el cambio climático y sus desastrosas consecuencias.
Por el otro está el gobierno, representante
de las clases dominantes, elegido el 2006 después de una campaña demagógica y
mentirosa, donde el candidato García dirigía ampulosos discursos en las zonas
aledañas prometiendo defender esas tierras de los perversos intereses del gran
capital, según decía. Retórica electorera e interesada. En fin, pura
palabrería, hueca y fanfarrona, pues cuando ya estuvo instalado en Palacio de Gobierno,
firmó al año siguiente, en medio de una pomposa parafernalia protocolar, el TLC
con el gobierno estadounidense de George Bush, que significó la carta blanca
oficial para el libre acceso de las empresas petroleras internacionales a la
explotación de las tierras selváticas que la visión empresarial y conquistadora
habían lotizado convenientemente para ese fin. Vulnerando el Convenio 169 de la
OIT sobre la consulta previa a los pueblos indígenas, el gobierno de García
otorgó en concesión precisamente las tierras de la zona norte de la selva
peruana a la exacción de las empresas petroleras y mineras extranjeras.
Desconociendo los estudios de impacto ambiental, ajenos por ceguera voluntaria
a la enorme riqueza en biodiversidad de la zona, movidos únicamente por el afán
de lucro, ocasionaron la reacción justa de la población que se opuso en todo
momento a tamaño abuso gubernamental. Produce desazón contemplar extensas zonas
de selva anegadas por el petróleo derramado, así como cientos de hectáreas devastadas
por la tala ilegal e indiscriminada.
Teniendo como escenario la tristemente
célebre Curva del Diablo, la tragedia se precipitó el 5 de junio de ese año por
la incursión violenta de las fuerzas del orden que, con el afán de desalojar a
los pobladores que se levantaron en pie de lucha para defender sus tierras,
atacaron con helicópteros disparando a mansalva desde el aire a una masa que se
dispersaba por la carretera luego de 57 días de bloqueo. El acuerdo parcial logrado
por el líder indígena Alberto Pizango con el régimen los indujo a regresar a
sus comunidades, pero más pesó el deseo de escarmiento de ciertas autoridades,
como lo dijo claramente el informe de la comisión investigadora del Congreso.
El Primer Ministro Yehude Simon, el ministro de Defensa Ántero Flores Aráoz, la
ministra del Interior Mercedes Cabanillas y la de Comercio Exterior y Turismo
Mercedes Aráoz, estuvieron directamente involucrados en el conflicto y su
deriva sangrienta. Resulta patético e indignante a la vez oír las declaraciones
de estos personajes, demostrando su tremenda indolencia y profundo
desconocimiento del problema, asumiendo posiciones maniqueas y falaces que sólo
buscan descalificar a los pobladores amazónicos, tan peruanos como ellos, y que
gozan por tanto de los mismos derechos y de las mismas prerrogativas como
integrantes del Estado peruano.
Mientras que los dirigentes indígenas
Santiago Manuin y Alberto Pizango fueron criminalizados por los hechos, no
teniendo ninguna responsabilidad en el mismo, los exministros caminan orondos
cubiertos bajo el manto protector de la impunidad. Pizango tuvo que asilarse en
la embajada de Nicaragua, obteniendo el salvoconducto necesario que lo condujo
al país centroamericano donde estuvo un año, lejos de los suyos, bajo la
amenaza de la persecución del gobierno de García y con el pensamiento y el
corazón clavados en su tierra. A su regreso, inmediatamente fue puesto a
disposición del Poder Judicial por las denuncias en su contra, siendo posteriormente
dejado en libertad merced a una medida cautelar interpuesta por su abogado.
Santiago Manuin fue absuelto de todos los cargos recién en el año 2016. Sobre
Pizango todavía pende un juicio absolutamente injusto y que no hace sino
encubrir a los verdaderos culpables del «Baguazo», como bautizó la prensa al
luctuoso hecho.
Está pues en entredicho quiénes representan
realmente aquellas categorías conceptuales forjadas para clasificar los
supuestos avances o retrocesos en el desarrollo de los pueblos. Desde la
malhadada perspectiva del presidente García, que no tuvo el empacho de escribir
un artículo en un diario de la capital, calificando la actitud digna de los
pueblos amazónicos como correspondiente a una política de ‘perro del
hortelano’, hablando de ciudadanos de segunda categoría en alusión a los mismos
y calificándolos de bárbaros; hasta una cabal comprensión del fenómeno que
sitúa en su real dimensión quiénes son los bárbaros, es decir, quiénes son los
que asumen posiciones regresivas en materia de desarrollo sostenible y conservación
de la naturaleza, abogando por la explotación de los recursos naturales en
nombre de un capitalismo salvaje, depredador y genocida, que apuesta por los
combustibles fósiles en una era que ya va comprendiendo que por ese camino sólo
nos espera la extinción de la flora y fauna, la destrucción de la Amazonía como
pulmón de la humanidad y el final exterminio de la misma vida humana de la faz
de la tierra.
Dos documentales valiosos, imparciales,
cautivantes, que dan cabida a todas las partes en conflicto, mostrando los
acontecimientos sin posturas moralizantes ni pretensiones de denuncia. Con
imágenes ágiles, propios del tratamiento periodístico, enfoques precisos y
tomas que nunca mostró la gran prensa, como por ejemplo la huida de Pizango por
los tejados de las casas vecinas cuando la policía llegaba para capturarlo, en
el primero de ellos. Cada espectador sacará sus propias conclusiones, reflexionará
desde su particular punto de vista, extraerá una lección de una faceta dolorosa
del Perú a través de una realidad que parece ser el sino del devenir de nuestro
azaroso proceso histórico.
Lima, 05 de diciembre de 2020.
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