sábado, 9 de enero de 2021

La decadencia de Occidente

     Los sucesos del miércoles 6 de enero pasado marcan un punto de inflexión en la historia de los Estados Unidos, un hito revelador de lo que bien podríamos llamar, parafraseando el famoso título de don José Ortega y Gasset, la decadencia de Occidente, pues la nación norteamericana ha representado, por lo menos hasta ahora, para bien y para mal, los valores y los principios de aquello que sin mucha originalidad se ha dado en llamar la civilización occidental, un nombre que parece aludir a su ubicación geográfica, un concepto evidentemente relativo, pues los signos de orientación en el globo pueden varias según el punto de vista donde se sitúe uno. Una civilización que nació en Grecia y continuó en Roma, renació en Inglaterra y Francia, difundiendo su legado por Europa y América. Pero en fin, lo cierto es que el infame día, como lo ha bautizado ya la prensa, un contingente de seguidores del candidato perdedor de las elecciones del pasado noviembre, literalmente asaltó el Capitolio, la sede del Congreso, símbolo por antonomasia de la democracia estadounidense.

    En dicha jornada, y como es habitual cada vez que se acerca el traspaso del poder, las dos cámaras se reúnen para certificar al ganador, contabilizando los votos de los estados que a su vez fueron confirmados en el Colegio Electoral el 14 de diciembre del año anterior. Los senadores y los representantes sesionaban en conjunto, mientras a corta distancia el presidente saliente, que se negaba a reconocer su derrota, realizaba un mitin frente a la Casa Blanca, llamando a sus partidarios a impedir a toda costa el acto final de reconocimiento del triunfo del candidato demócrata. Amparándose en mentiras, aduciendo fraude y robo, como lo ha venido sosteniendo desde el día siguiente al 3 de noviembre, incitó a la masa que lo respalda a cometer dichos actos vandálicos, azuzando el odio y la violencia como mecanismos de lucha política, peligrosos y explosivos para cualquier democracia.

    La turba, compuesta por centenares de revoltosos de distinta procedencia, ataviados muchos de ellos con trajes extravagantes y adefesieros, se dirigió entonces al local del Congreso. La escasa vigilancia policial fue rápidamente desbordada por los insurrectos, quienes ingresaron violentamente a las instalaciones, quebrando vidrios de las ventanas, escalando los muros laterales, fracturando las puertas, en un escenario verdaderamente espeluznante, increíble para cualquier espectador, como si de una película hollywoodense se tratara. Al instante ocuparon todos los ambientes del recinto, frente a los esfuerzos inútiles de los custodios por detenerlos. Tuvieron que usar inclusive bombas lacrimógenas para dispersar a los atacantes, quienes se posesionaron de los ambientes donde sesiona el Senado, de la oficina de la presidenta de la Cámara de Representantes y de otros despachos representativos del edificio oficial. Los congresistas tuvieron que ponerse a buen recaudo en el lugar que fuera más adecuado, mientras el vicepresidente Mike Pence era protegido especialmente y evacuado del local.

    Fueron largos minutos de zozobra, los asaltantes camparon a sus anchas en el recinto vandalizando todo aquello que encontraron a su paso, ante la mirada atónita e impotente del cuerpo policial que fue superado en todo momento; las imágenes que presentó la televisión al día siguiente, un escenario caótico con cantidad de papeles regados por el suelo de las oficinas y otros destrozos, nos dieron una idea más precisa de lo ocurrido. Tuvo que solicitarse el auxilio de un contingente mayor de efectivos para controlar la situación, exigencia que simultáneamente realizaban los atemorizados parlamentarios a través de las redes sociales, dirigiéndose directamente al presidente agitador para que llamara al orden a sus huestes. Éste lo hizo poco después tímidamente, sin condenar en ningún momento la barbaridad que estaban perpetrando, por lo contrario, mostrándose condescendiente y muy comprensivo ante tal atrocidad. Se trató en suma, como lo dijo en un mensaje el presidente electo Biden, de un acto insurreccional, es decir, de un intento de golpe de Estado en toda regla, realidad que conocemos perfectamente  los países latinoamericanos. Ha sido el corolario de una serie de actos que durante estos meses ha intentado realizar Trump con el fin de revertir o desconocer los resultados. Llegó hasta a intimidar al secretario de Estado de Georgia para conseguir miles de votos que lo favorecieran. Presionó igualmente a su vicepresidente para obstruir el conteo de certificación del ganador.  

    Fueron cabecillas notorios de la asonada los líderes de agrupaciones de ultraderecha que apoyan a Trump, como por ejemplo el tal chamán de QAnnon, un movimiento que defiende creencias de conspiración y otras ideas trasnochadas; o el jefe de una asociación que está a favor del derecho a portar armas. Todos ellos ya están identificados, uno capturado y los demás  deberán correr la misma suerte en los siguientes días. Hay medio centenar de detenidos, numerosos heridos y 5 muertos, entre ellos un agente federal y una militante de una facción que es el soporte virtual del trumpismo. En una palabra, son grupos que representan visiones anacrónicas y primitivas de la sociedad contemporánea, remanentes retardatarios muy próximos a los terraplanistas, los negacionistas y otros movimientos que cuestionan sin fundamento los avances de la ciencia y cuyas hipótesis sobre el poder mundial son el hazmerreír del pensamiento contemporáneo.

    Todos los analistas coinciden en que los acontecimientos constituyen un hecho gravísimo para la democracia estadounidense. Trump le ha infligido un daño de incalculables dimensiones a un sistema que ha estado vigente por más de 200 años. Un comentarista del New York Times traía a la mente la imagen de un Nerón moderno mandando incendiar Washington, la Roma de nuestros tiempos, al par que tañía su lira desde el Salón Oval. Un personaje siniestro, neurótico y desequilibrado, tal vez un enfermo mental, un delincuente del mayor peligro, pues actúa al margen de la ley detentando un poder ilimitado, creado sin embargo por una nación que ha privilegiado el progreso material y la lógica del consumo en paralelo a enormes contingentes de excluidos y marginados, gente arrinconada a los arrabales del imperio, como es el caso de los indígenas, habitantes originarios de esas tierras conquistadas por los europeos hace varios siglos, o los migrantes, tratados como escoria humana. Trump es la monstruosa hechura de una sociedad que no ha logrado alcanzar, en más de 200 años de independencia, los ideales de los padres fundadores, la excrecencia visible de un país que exhibe los rasgos inevitables de su ocaso.

    Hay dos salidas que están siendo estudiadas por los políticos. Algunos congresistas han invocado la enmienda 25, que faculta al vicepresidente, con el apoyo de la mitad del gabinete, iniciar el trámite de destitución del presidente por incapacidad mental, debiendo ser corroborada por los dos tercios del Senado y de la Cámara de Representantes. Otros piensan que un proceso de juicio político, conocido como impeachment, podría ser más efectivo. Trump está cada vez más solo, tanto el vicepresidente Mike Pence como el líder republicano del senado Mitch McConnell, han declarado taxativamente su lealtad a la Constitución, así como muchos legisladores del partido que no respaldan este berrinche infantil del presidente. Constitucionalistas consultados por las cadenas de noticias del país del norte ven viable cualquiera de estas dos salidas, aun cuando el tiempo que resta hasta el 20 de enero es cortísimo. De lo que se trata es de evitar otro hecho parecido en los días que faltan, por más que Trump haya dicho desde la cuenta de uno de sus asesores –pues las redes sociales como Twitter, Facebook e Instagram le tienen bloqueadas sus cuentas– que la transición será pacífica. No se puede confiar en un hombre impredecible que actúa al impulso de sus caprichos más desaforados.   

    De aquí al 20, fecha de la asunción del nuevo presidente, muchas cosas pueden pasar, por tanto lo mejor es prevenir cualquier contingencia desagradable que estropee una ceremonia que en otros tiempos no hubiera pasado de ser un simple evento protocolar. Estamos avisados.

 

Lima, 8 de enero de 2021.


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