jueves, 13 de enero de 2022

La conjura de los necios

 

Ya no es ninguna novedad de que el mundo vive una pandemia desde hace más de dos años, la agresión incansable e incesante de un virus que nos ha replanteado muchísimas de las cosas que hasta ese momento hemos venido haciendo como si fuéramos los reyes inamovibles de este planeta, los seres privilegiados que creíamos que la naturaleza estaba allí a nuestr0 servicio para hacer de ella lo que nos diera la gana. Pero todo mutó cuando a fines del año 2019 se reveló en China la aparición de un agente microbiano que causaba una enfermedad desconocida que inmediatamente se propagó por los cinco continentes.

Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, muchas personas aún no han aprendido sobre lo que ello significa para nuestra especie. Vemos a cada paso actitudes, tomas de posición, comportamientos, que cuestionan lo que el viejo Aristóteles pronunció hace más de veinticinco siglos, aquella clásica definición de los seres humanos como animales racionales. Nos seguimos aferrando a  prejuicios, supersticiones, especulaciones absurdas sobre este mundo y sus múltiples manifestaciones, dejándonos llevar por creencias infantiles antes que por conocimientos fundamentados y por certezas que la investigación y la ciencia nos aportan de una forma verosímil.

Digo todo esto por lo que sucede actualmente con el asunto de las vacunas, una de las armas que la ciencia médica tiene a la mano para combatir las enfermedades. Está probado desde hace más de dos siglos que su uso es altamente beneficioso para defender a cualquier ser humano del ataque de los virus y las bacterias letales que existen. No es la panacea, su efectividad no es ciento por ciento segura, pero en realidad todas las medicinas tienen la misma condición, ninguna se considera que sea absolutamente segura. Pero lo importante es saber que nos ayuda a defendernos en un porcentaje bastante elevado, con el fin de evitar que la enfermedad se agrave o que requiramos ser internados en una unidad de cuidados intensivos y que, a veces, terminemos muriendo a pesar de todos los esfuerzos realizados.

Pero hay un grupo de personas que no cree en ellas, a quienes se les conoce como antivacunas, que sostienen argumentos verdaderamente risibles, basados en falacias, como pensar que a través de ellas se nos está insertando un chip para controlarnos a través de la moderna tecnología, o que sus efectos son mortales para quienes son inoculados con ella, o que es simplemente un destilado que los científicos han inventado para hacernos creer que nos salvará de la enfermedad. Exhibiendo un absoluto desconocimiento de ciencias especializadas como son la epidemiología, la infectología o la biología molecular, suelen elaborar explicaciones deleznables, sofísticas, que no resisten el menor análisis del conocimiento científico. Es decir, son puras mentiras e infamias que, paradójicamente, algunos «médicos» avalan. Arguyen también los muy mentecatos que esta vacuna es experimental, desconociendo todas las etapas que se cumplieron según los estándares científicos para la certificación de su validez.

Durante los primeros años de la pandemia estos grupos propusieron tratamientos antojadizos contra el Sars Cov-2, como el dióxido de cloro, la ivermectina y otros, que las autoridades sanitarias descartaron como peligrosas para la salud. Y a pesar de las suficientes explicaciones que los especialistas sobre el tema brindan en los medios de comunicación y en otros foros académicos, los necios se mantienen en sus trece, negando con desenfado lo que la razón dicta. Se parecen en esto a los terraplanistas, que pregonan en distintas partes del mundo que la Tierra es plana, a contrapelo de lo que la ciencia astronómica ha demostrado hace mucho tiempo. El problema es que un fanático, cuyo grado de credibilidad hacia sus teorías y elucubraciones son dogmáticas, está totalmente cerrado a cualquier demostración o verdad que ponga en tela de juicio sus creencias. No contrastan información, no verifican fuentes, no hacen un trabajo de experimentación, o sea, para ellos el método científico es un galimatías que sólo sirve de estorbo para sus afiebradas mentalidades precientíficas. Cerca del noventa por ciento de las personas que se encuentran en las unidades de cuidados intensivos de los hospitales de todo el mundo, son aquellas que no han cumplido con aplicarse las dosis protectoras de las vacunas. Qué mejor demostración de que en verdad sirven para protegernos de los efectos letales del covid-19.

Un sencillo paseo por las calles nos hace comprobar que todas esas mentiras y desinformaciones en curso poseen un fuerte poder de convencimiento para miles de personas que se niegan a cumplir las medidas sanitarias que las autoridades establecen para combatir eficazmente la propagación de la pandemia. Usan las mascarillas debajo de la nariz, o en el mentón, no se distancian físicamente con gente ajena a su entorno familiar, organizan fiestas en espacios cerrados incumpliendo las normas respectivas y, lo peor de todo, se niegan a vacunarse, aduciendo falsedades y mitos, cuando en verdad es, como ya quedó dicho, un arma invalorable en este combate contra la muerte. Se muestran como esos soldados que, en una guerra, se niegan a usar las armas que les provee su ejército para enfrentarse al enemigo.

Todas las vacunas brindan una protección en un porcentaje considerable. Aquellas personas que no están vacunadas, se convierten en auténticas fábricas de variantes del virus, con lo que ocasionan que la enfermedad no amaine y que el virus se siga replicando para infectar a más gente y burlarse del efecto inmunizador de las dosis ya aplicadas de la vacuna. El propósito del virus es sobrevivir, para lo cual tiene sus aliados perfectos en aquellos que se resisten a la vacunación, que en nombre de una falsa libertad reclaman su derecho a no hacerlo. Si bien es cierto en teoría tienen ese derecho, en una situación de emergencia sanitaria, en medio de una amenaza grave a la salud pública, su argumento peca de mezquino y egoísta en el peor sentido del término, pues no toma en cuenta para nada el derecho de millones de personas a la vida. Si no nos salvamos todos, no hay salida para la pandemia, eso está clarísimo. Razón por la que estos colectivos lo que en realidad hacen es cumplir el tristísimo rol de agentes de la muerte, una verdadera conjura de los necios para evitar que podamos derrotar a la pandemia.

El caso más elocuente de las últimas semanas es el de Novak Djokovic, el célebre tenista serbio número uno en el mundo, que estuvo a punto de ser expulsado de Australia por no presentar su carné de vacunación, documento que las autoridades del país exigen para ingresar a cualquier ciudadano extranjero. La defensa del deportista respondió que él tenía una exención médica, motivo por el que los organizadores del Abierto de Australia le autorizaron participar en la competencia. Pero era una incógnita cuál era la condición de salud del tenista, hasta que acaba de revelarse que el 16 de diciembre pasado se había contagiado por segunda vez del covid, con lo cual ha agravado su situación, porque en esos días participó en varios eventos públicos sin el uso de las mascarillas de rigor. Un tuitero defensor de Djokovic se atrevió a decir que si a una estrella como él le pasaba esto –se refería al impedimento de ingresar a Australia– qué podía pasar con cualquiera de nosotros. Pues sencillo, sin ser yo una estrella ni nada parecido, hubiera ingresado tranquilamente no sólo a Australia, sino a cualquier país del mundo, porque simplemente cumpliría con las normas razonables y racionales que en todos ellos existen para combatir una enfermedad que nos atañe a todos a nivel global.

Otro caso reciente, más grave por supuesto, es el de algunos funcionarios del Ministerio de Salud del Perú, quienes estarían traficando con los carnés de vacunación haciendo figurar en los padrones respectivos a personas que jamás se vacunaron como sí lo hubiesen hecho. En otras palabras, existen seres tan necios que pagarían a dichos malos empleados públicos, en vez de inocularse de forma gratuita, para que en las listas oficiales que maneja el MINSA aparezcan como si hubieran cumplido con su inmunización, estafándose no sólo a sí mismos, sino erigiéndose en verdaderas amenazas públicas, pues de estar contagiados irían regando por allí los virus a diestra y siniestra. No puede haber conmiseración alguna de parte de las autoridades competentes para sancionar severamente a quienes son culpables de esta conjura criminal en contra de toda la población peruana. Aquí tenemos sólo unas muestras, de muchas más que existen, sobre la pertinaz necedad humana.

 

Lima, 10 de enero de 2022. 


       

jueves, 6 de enero de 2022

Un judío singular

 Escuché hablar hace muchos años de Baruch Spinoza, pero apenas había leído su famoso texto sobre Dios, difundido en la era tecnológica como lo más impactante de un filósofo del siglo XVII. Recuerdo que lo leí luego en mis clases a unas alumnas sorprendidas que por primera vez oían algo completamente original en materia religiosa. También estaba, por supuesto, el espléndido poema que Borges le dedicara el siglo pasado y que es, a mi entender, el mejor texto poético que se ha escrito sobre el pensador neerlandés. Hace unas semanas me topé nuevamente con él en un documental que el buscador automático de YouTube destinaba para mí. Me interesó más vivamente y en el acto estuve dispuesto a dedicarle mis mejores horas del tiempo que fuera necesario para conocer y entender mejor su filosofía. Y allí estaba a la mano un libro que lo tenía cuidadosamente guardado, esperando su momento para convertirse en leña para mi fuego lector. Se trata de Spinoza. La filosofía al modo geométrico de Joan Solé, un manual muy útil para adentrarse en los laberintos y los vericuetos de la visión spinoziana del mundo.

Lo curioso de este filósofo, dice el autor, es que habiendo estado destinado a habitar el rincón oscuro de la historia de la filosofía, su pensamiento se ha revitalizado y ha cobrado un protagonismo inusual en los últimos siglos, admirado por filósofos contemporáneos como Bertrand Russell, Friedrich Nietzsche y Gilles Deleuze. No tuvo la hegemonía de la que gozaron un Erasmo en el siglo XVI, o un Voltaire en el XVIII, o un Hegel en el XIX y parte del XX, pero sus ideas renacen frescas y rozagantes para sorprendernos con su interpretación racionalista de la realidad, muy distintas sin embargo a las de Descartes o Leibniz, los máximos exponentes de esa corriente filosófica. Era judío de origen hispano-portugués –se dice que el apellido original era Espinoza, pero al migrar sufrió una pequeña modificación para ocultar su origen y evitar la persecución–. Sus padres y abuelos tuvieron que asentarse en los Países Bajos a causa de su religión, pues en el año 1492 los Reyes Católicos decretaron la expulsión de los judíos de España. Se trasladaron por tanto a Portugal, donde el rey Manuel I también decretó en 1497 que los judíos debían convertirse al cristianismo o dejar el país. Es entonces que se establecen en Ámsterdam, la capital del país con mayores signos de tolerancia en Europa, ciudad en la que nace Spinoza en 1632.

Muy joven Spinoza mostró sus discrepancias con el judaísmo ortodoxo, criticando sus dogmas más importantes, entre ellos el de ser el pueblo elegido, lo que significó primero la vigilancia de parte de los rabinos de la sinagoga de su ciudad, para luego sufrir el anatema y la expulsión de su comunidad cuando sólo contaba con 23 años. Los denuestos y los vilipendios de los que fue víctima, la maldición que sobre él se arrojó por sus ideas disidentes, deben formar parte sin duda uno de los capítulos más interesantes y ridículos a la vez de la historia de las ideas. Una religión que por principio tiene el respeto y el amor al prójimo, se ensañaba con un hombre de talante pacífico, de carácter tolerante y cuya interpretación del mundo era ajena a toda forma de persecución y violencia. Spinoza era además un científico, un hombre de ciencia, muy afamado y reconocido en su época, dedicado como oficio a pulir lentes, tanto para microscopios como para telescopios («Las traslúcidas manos del judío / labran en la penumbra los cristales / y la tarde que muere es miedo y frío.», dice Borges en su soneto), lo que a la postre lo llevaría a la muerte por tisis, a causa del polvillo de los cristales que fueron infectando sus pulmones. Había rechazado una invitación para enseñar filosofía en una universidad alemana, pues ansiaba mantener su independencia de pensamiento. Tenía apenas 44 años cuando murió en 1677.   

Los siglos XVI y XVII están dominados por la concepción matemática del mundo, una visión sobre todo geométrica, basados en los aportes de Galileo y en la filosofía de Descartes. Ese es el contexto donde emerge la figura de Spinoza, con sus conceptos de sustancia, atributos y modos, tomados de Descartes, pero en un sentido conceptualmente diferente. El monismo, la concepción de una sustancia única en la naturaleza, se conecta con la percepción naturalista de la realidad. La existencia de Dios, distinta a la visión racionalista o cartesiana, así como a la judeocristiana, está fundamentada en el argumento ontológico, que se refiere a su ser o esencia. No es el argumento cosmológico, que concibe a Dios como causa primera; tampoco el teleológico, que lo ve como explicación del universo; menos el moral, que lo toma como referencia ética, propios de las religiones monoteístas, caracterizados además por su dualismo filosófico. Más adelante, estas demostraciones a priori de la existencia de Dios fueron cuestionadas por el escepticismo de Hume y por el criticismo de Kant.

Para Spinoza la única sustancia es Dios o la naturaleza, razón por la que muchos lo califican de panteísta o ateo. Ahora, si la sustancia es Dios o la naturaleza, el cuerpo y la mente son modos finitos de los atributos de la extensión y del pensamiento, respectivamente. Es compleja la discusión sobre si el filósofo es determinista o necesitarista, pues amplios estudios abonan en una u otra dirección. El presente estudio se inclina por el segundo punto de vista, teniendo en cuenta que según la metafísica spinoziana el mundo existente es el único mundo posible.

Desde la óptica del racionalismo ético de Spinoza, el fundamente de su filosofía moral, la mente es una función de complejidad orgánica. Su monismo antropológico sostiene la unión indivisible de mente y cuerpo, una misma sustancia concebida por medio de los atributos del pensamiento y la extensión. La mente es la idea del cuerpo, sin embargo hay distintos grados de animación, según la complejidad de cada cuerpo.

En la epistemología spinoziana el conocimiento de primer grado es la imaginación; el de segundo grado, las nociones comunes y las ideas adecuadas de las propiedades de las cosas; el de tercer grado, el intuitivo o «ciencia intuitiva», que se dirige al conocimiento adecuado de la esencia de las cosas, es el superior, el conocimiento privilegiado, vía que conduce al amor intelectual a Dios, realización de la humana felicidad.

Dentro de la psicología de Spinoza destaca el concepto de conatus, expresado en la proposición 6 de la III parte de su Ética: «Cada cosa se esfuerza, en cuanto está en ella, por perseverar en su ser». Es decir, es el impulsor de las acciones humanas y de todo lo que existe. Según el conatus, hay tres afecciones básicas: el deseo o cupiditas, la alegría o laetitia y la tristeza o tristitia. Hay también tres leyes generales que producen los afectos: la asociación de estados mentales, la imitación de afectos y la anticipación de estados mentales.

Por último, en la ética de Spinoza el egoísmo es una virtud, en el sentido original del término latino virtus, capacidad de obrar según la naturaleza propia, de autodeterminarse, de vivir en libertad. Su concepto de libertad es eminentemente racionalista, identificado con el conocimiento y la razón, pues si una persona guiaba su existencia por lo que la filosofía llama el principio de razón suficiente, uno podía vivir liberado de las pasiones que nos esclavizan, pasiones que la gran mayoría de la gente considera que son expresiones de su libertad, en lo cual hay evidentemente un gran error, porque esas afecciones negativas son negadoras de la vida, conductoras directas hacia su precarización, hacia su destrucción, y no, como es el objetivo de todo el pensamiento del filósofo, hacia el aumento de las capacidades y las potencialidades de la existencia.

Como no tengo mucha fe en aquella convención social de que el año nuevo debemos renovar los deseos de éxitos, felicidades y prosperidades por venir, conquistas todas ellas abstractas y genéricas que deseamos a los demás y que por cierto recibimos como parte de una tradición muy arraigada en nuestra cultura, este año tengo el principal propósito de dedicarme a estudiar y conocer mejor la filosofía de Baruch Spinoza, a comprender cabalmente un pensamiento original que ya me ha seducido desde el primer momento. Será pues mi año de Spinoza, de cuya experiencia daré cuenta en estos mismos espacios.

 

Lima, 5 de enero de 2022.