Ya no es ninguna novedad de que el mundo vive una pandemia
desde hace más de dos años, la agresión incansable e incesante de un virus que
nos ha replanteado muchísimas de las cosas que hasta ese momento hemos venido
haciendo como si fuéramos los reyes inamovibles de este planeta, los seres
privilegiados que creíamos que la naturaleza estaba allí a nuestr0 servicio
para hacer de ella lo que nos diera la gana. Pero todo mutó cuando a fines del
año 2019 se reveló en China la aparición de un agente microbiano que causaba
una enfermedad desconocida que inmediatamente se propagó por los cinco
continentes.
Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, muchas
personas aún no han aprendido sobre lo que ello significa para nuestra especie.
Vemos a cada paso actitudes, tomas de posición, comportamientos, que cuestionan
lo que el viejo Aristóteles pronunció hace más de veinticinco siglos, aquella
clásica definición de los seres humanos como animales racionales. Nos seguimos
aferrando a prejuicios, supersticiones,
especulaciones absurdas sobre este mundo y sus múltiples manifestaciones,
dejándonos llevar por creencias infantiles antes que por conocimientos
fundamentados y por certezas que la investigación y la ciencia nos aportan de
una forma verosímil.
Digo todo esto por lo que sucede actualmente con el asunto
de las vacunas, una de las armas que la ciencia médica tiene a la mano para
combatir las enfermedades. Está probado desde hace más de dos siglos que su uso
es altamente beneficioso para defender a cualquier ser humano del ataque de los
virus y las bacterias letales que existen. No es la panacea, su efectividad no
es ciento por ciento segura, pero en realidad todas las medicinas tienen la
misma condición, ninguna se considera que sea absolutamente segura. Pero lo
importante es saber que nos ayuda a defendernos en un porcentaje bastante
elevado, con el fin de evitar que la enfermedad se agrave o que requiramos ser
internados en una unidad de cuidados intensivos y que, a veces, terminemos
muriendo a pesar de todos los esfuerzos realizados.
Pero hay un grupo de personas que no cree en ellas, a quienes
se les conoce como antivacunas, que sostienen argumentos verdaderamente
risibles, basados en falacias, como pensar que a través de ellas se nos está
insertando un chip para controlarnos a través de la moderna tecnología, o que
sus efectos son mortales para quienes son inoculados con ella, o que es
simplemente un destilado que los científicos han inventado para hacernos creer que
nos salvará de la enfermedad. Exhibiendo un absoluto desconocimiento de
ciencias especializadas como son la epidemiología, la infectología o la
biología molecular, suelen elaborar explicaciones deleznables, sofísticas, que
no resisten el menor análisis del conocimiento científico. Es decir, son puras
mentiras e infamias que, paradójicamente, algunos «médicos» avalan. Arguyen
también los muy mentecatos que esta vacuna es experimental, desconociendo todas
las etapas que se cumplieron según los estándares científicos para la
certificación de su validez.
Durante los primeros años de la pandemia estos grupos
propusieron tratamientos antojadizos contra el Sars Cov-2, como el dióxido de
cloro, la ivermectina y otros, que las autoridades sanitarias descartaron como
peligrosas para la salud. Y a pesar de las suficientes explicaciones que los
especialistas sobre el tema brindan en los medios de comunicación y en otros
foros académicos, los necios se mantienen en sus trece, negando con desenfado
lo que la razón dicta. Se parecen en esto a los terraplanistas, que pregonan en
distintas partes del mundo que la Tierra es plana, a contrapelo de lo que la
ciencia astronómica ha demostrado hace mucho tiempo. El problema es que un
fanático, cuyo grado de credibilidad hacia sus teorías y elucubraciones son
dogmáticas, está totalmente cerrado a cualquier demostración o verdad que ponga
en tela de juicio sus creencias. No contrastan información, no verifican
fuentes, no hacen un trabajo de experimentación, o sea, para ellos el método
científico es un galimatías que sólo sirve de estorbo para sus afiebradas mentalidades
precientíficas. Cerca del noventa por ciento de las personas que se encuentran
en las unidades de cuidados intensivos de los hospitales de todo el mundo, son
aquellas que no han cumplido con aplicarse las dosis protectoras de las
vacunas. Qué mejor demostración de que en verdad sirven para protegernos de los
efectos letales del covid-19.
Un sencillo paseo por las calles nos hace comprobar que
todas esas mentiras y desinformaciones en curso poseen un fuerte poder de
convencimiento para miles de personas que se niegan a cumplir las medidas
sanitarias que las autoridades establecen para combatir eficazmente la
propagación de la pandemia. Usan las mascarillas debajo de la nariz, o en el
mentón, no se distancian físicamente con gente ajena a su entorno familiar,
organizan fiestas en espacios cerrados incumpliendo las normas respectivas y, lo
peor de todo, se niegan a vacunarse, aduciendo falsedades y mitos, cuando en
verdad es, como ya quedó dicho, un arma invalorable en este combate contra la
muerte. Se muestran como esos soldados que, en una guerra, se niegan a usar las
armas que les provee su ejército para enfrentarse al enemigo.
Todas las vacunas brindan una protección en un porcentaje
considerable. Aquellas personas que no están vacunadas, se convierten en
auténticas fábricas de variantes del virus, con lo que ocasionan que la
enfermedad no amaine y que el virus se siga replicando para infectar a más
gente y burlarse del efecto inmunizador de las dosis ya aplicadas de la vacuna.
El propósito del virus es sobrevivir, para lo cual tiene sus aliados perfectos en
aquellos que se resisten a la vacunación, que en nombre de una falsa libertad
reclaman su derecho a no hacerlo. Si bien es cierto en teoría tienen ese
derecho, en una situación de emergencia sanitaria, en medio de una amenaza
grave a la salud pública, su argumento peca de mezquino y egoísta en el peor
sentido del término, pues no toma en cuenta para nada el derecho de millones de
personas a la vida. Si no nos salvamos todos, no hay salida para la pandemia,
eso está clarísimo. Razón por la que estos colectivos lo que en realidad hacen
es cumplir el tristísimo rol de agentes de la muerte, una verdadera conjura de
los necios para evitar que podamos derrotar a la pandemia.
El caso más elocuente de las últimas semanas es el de Novak
Djokovic, el célebre tenista serbio número uno en el mundo, que estuvo a punto
de ser expulsado de Australia por no presentar su carné de vacunación, documento
que las autoridades del país exigen para ingresar a cualquier ciudadano
extranjero. La defensa del deportista respondió que él tenía una exención
médica, motivo por el que los organizadores del Abierto de Australia le
autorizaron participar en la competencia. Pero era una incógnita cuál era la
condición de salud del tenista, hasta que acaba de revelarse que el 16 de
diciembre pasado se había contagiado por segunda vez del covid, con lo cual ha
agravado su situación, porque en esos días participó en varios eventos públicos
sin el uso de las mascarillas de rigor. Un tuitero defensor de Djokovic se
atrevió a decir que si a una estrella como él le pasaba esto –se refería al
impedimento de ingresar a Australia– qué podía pasar con cualquiera de
nosotros. Pues sencillo, sin ser yo una estrella ni nada parecido, hubiera
ingresado tranquilamente no sólo a Australia, sino a cualquier país del mundo,
porque simplemente cumpliría con las normas razonables y racionales que en
todos ellos existen para combatir una enfermedad que nos atañe a todos a nivel
global.
Otro caso reciente, más grave por supuesto, es el de algunos
funcionarios del Ministerio de Salud del Perú, quienes estarían traficando con
los carnés de vacunación haciendo figurar en los padrones respectivos a
personas que jamás se vacunaron como sí lo hubiesen hecho. En otras palabras, existen
seres tan necios que pagarían a dichos malos empleados públicos, en vez de
inocularse de forma gratuita, para que en las listas oficiales que maneja el
MINSA aparezcan como si hubieran cumplido con su inmunización, estafándose no
sólo a sí mismos, sino erigiéndose en verdaderas amenazas públicas, pues de
estar contagiados irían regando por allí los virus a diestra y siniestra. No
puede haber conmiseración alguna de parte de las autoridades competentes para
sancionar severamente a quienes son culpables de esta conjura criminal en
contra de toda la población peruana. Aquí tenemos sólo unas muestras, de muchas
más que existen, sobre la pertinaz necedad humana.
Lima, 10 de enero de 2022.