Corrían los despreocupados e irresponsables años 80 del
siglo pasado, cuando llegó a la cartelera del desaparecido cine Colonial de
Jauja la película Maruja en el infierno (1983), del cineasta peruano
Francisco Lombardi. La efervescente publicidad en la marquesina de la sala
atrajo inmediatamente mi atención, sobre todo por la imagen de su protagonista
principal, una joven y desconocida actriz cuyo nombre luego daría que hablar en
los medios del espectáculo nacional: Elena Romero. Han pasado sus buenas casi cuatro
décadas y siempre estuve tentado de saber algo más de aquella cinta que
exploraba los vericuetos de la marginalidad en la caótica Lima de la segunda
mitad del siglo XX.
La visión del film tuvo un efecto catártico para el joven
adolescente que yo era por ese entonces. La cruda realidad de una gran ciudad,
con sus zonas de miseria, sordidez y codicia burda y superficial palpitaba en
cada escena de la historia. Con la magnífica actuación de Elvira Travesí, toda
una leyenda en el teatro peruano, la trama se deslizaba tortuosa entre los
desvencijados canchones sucios y grises de una casucha abandonada de la zona
industrial de la capital. La doña administraba un antro de reciclamiento de
vidrios, para lo cual había reclutado un puñado de orates a quienes hacía
trabajar bajo el látigo de un zambo de carácter volcánico. Los locos
seleccionaban, de entre toda la chatarra que acumulaban, las botellas por
colores, que luego eran negociados en las farmacias del centro.
Lo que en ese momento no sabía era que la película se basaba
en una novela publicada en 1958 por el escritor peruano Enrique Congrains
Martin, titulada No una sino muchas muertes. Perteneciente a la
generación del 50, este autor siempre apostó por el perfil bajo, dedicándose a
publicar y promocionar él mismo su obra, para lo cual hizo recurrentes viajes
por diversos países del continente. Dueño de una prosa exquisita y original,
publicó otros libros, pero fue esta su única novela la que le valió el
reconocimiento de la crítica. He tenido la ventura de leer ahora esta ficción y
luego ver nuevamente la película, para entender los puntos de contacto y hacer
el cotejo correspondiente, dejando sentado por supuesto que se trata de dos
obras de arte muy diferentes. Se trata, como primera impresión, de la misma
historia, aunque contada con ciertos detalles que difieren una de otra. El
guion de adaptación para la cinta corrió a cargo del estupendo poeta nacional
José Watanabe, lastimosamente ausente de este mundo ya van a ser quince años.
La novela discurre a través de la historia de Maruja, una
joven humilde que trabaja en la fábrica abandonada al servicio de su madrina,
la vieja que es la dueña del negocio. La inocencia inicial de la protagonista
se va tiñendo de sucesos anodinos y truculentos que gradualmente la van
despojando de su aire de niña impávida y soñadora. Conoce a Alejandro, un
muchacho que provee de locos a la vieja, pero que es parte de una pandilla de
zamarros que han visto en este trabajito una oportunidad para obtener ganancias
extras. La extraña conducta del joven, oscilando entre la duda y la cobardía,
se convierte en desafío para una Maruja que ve despertar en ella los primeros
escarceos del amor y del deseo.
El comportamiento de una típica patota de los barrios
periféricos, el descubrimiento de la ambición y del crimen, la conciencia de la
propia entidad corporal y moral, jalonan el desarrollo vertiginoso de Maruja,
ante la soberbia y avaricia de una mujer que ha hecho de la explotación de
seres disminuidos mental y socialmente una forma de vida. Mientras tanto, el
grupo de mozalbetes va diseñando su propia estrategia para hacerse del negocio,
con el concurso diligente y sagaz de una muchacha que no tiene nada que perder.
Cuando el plan trazado avanza hacia su consecución, algunos integrantes del
clan defeccionan momentáneamente, con el fin de obtener resultados más
inmediatos. Pero las cosas les salen muy distintas a como la habían imaginado.
El zambo ha asesinado a la vieja y ha fugado con el botín.
En la película los pormenores son ligeramente diferentes,
aunque el resultado es el mismo. Es decir, por tratarse de dos lenguajes
distintos, el guionista se ha permitido una licencia al variar el detalle de
las circunstancias en que se produce el crimen. Sin embargo, lo que le da mayor
consistencia a la novela es también la serie de reflexiones vitales en que se
sumerge Maruja, tratando de esclarecer su propia existencia, así como en busca
de un sentido a todo ese embrollo de episodios que le ha tocado presenciar y
vivir. Sabe que no tiene alternativa, a menos que apueste por una salida
radical y violenta.
En conclusión, diré que la novela es incisiva en el plano
introspectivo sobre la trayectoria del personaje principal: una mujer joven y
oprimida, mientras que en la película el acento recae en la peripecia
truculenta del asesinato que pone fin a ese pequeño infierno que había rodeado
a Maruja, para entregarla tal vez a otro, el de la gran urbe que la espera con
sus dientes ansiosos, como el monstruo que saborea ante la vista de su próxima
presa. Es justamente este hecho el que ha destacado la crítica de la obra: un
personaje femenino enfrentado al destino con las agallas de una persona en el
pleno sentido de sus potencialidades. En fin, dos experiencias rotundas y
fundamentales que se complementan en la visión de una sociedad con múltiples grietas
y roturas, retos permanentes para el individuo y la colectividad, puntos de
inflexión en nuestra cabal comprensión del infinito camino que nos espera como
país a construir.
Lima, 29 de
diciembre de 2022.
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