El extraño golpe de Estado propinado por el expresidente
Pedro Castillo, el pasado miércoles 7, debe estar catalogado entre los más
tontos del mundo. Sin tener el apoyo de nadie, excepto tal vez del minúsculo
círculo que lo indujo a medida tan desatinada, su propósito estaba destinado al
fracaso más absoluto. El Congreso de la República, que amenazaba decretar su
vacancia esa tarde, y que no estaba seguro de reunir los votos suficientes para
su objetivo, apresuró los trámites y votó inmediatamente, destituyendo del
cargo a alguien que prácticamente se había infligido un suicidio político,
dándose el caso paradojal de ver cómo mataban a un muerto.
El presidente estaba acorralado desde hace tiempo, con
acusaciones abiertas por diversos casos de corrupción y, no está demás decirlo,
por el capricho de una clase política que representa a las élites económicas y
sociales de este país, que jamás aceptó, desde antes incluso de jurar el cargo,
que un hombre que era ajeno a sus círculos de poder, que provenía del mundo
andino y había llegado al poder sin los planes y el programa que ellos
preveían, se quedara en un cargo que siempre habían detentado en doscientos
años de vida republicana.
Es cierto que la administración adolecía de muchos defectos,
era un gobierno errático que caminaba a la deriva, con cambios repentinos de
ministros y cuestionamientos constantes de muchos de sus integrantes, pero esa
no era la razón verdadera de una oposición, en coro perfecto con la prensa
concentrada, que exigía un día y otro también la salida de palacio de gobierno
del señor Castillo. La causa de fondo tenía que ver con un asunto de racismo y
clasismo que todavía, después de siglos de coloniaje, es fuerte y resistente,
sobre todo en la capital, en esta Lima que arrastra el dudoso prestigio de
aquella Ciudad de los Reyes que fundara Pizarro. Para comprobarlo, basta
revisar los comentarios en las redes sociales del mismo día del fallido intento
de golpe. Al saberse que Castillo ya había sido destituido, un cargamontón de
vómito inmundo salpicó las principales plataformas de la internet, una
pestilente exhibición de la más abyecta indigencia moral de gente con muchas
pesetas en el bolsillo, pero una miseria clamorosa en el alma.
Inmediatamente se preparó la juramentación de la
vicepresidenta, quien en un mensaje por twitter se había desmarcado de
la actitud de Castillo, a quien acusó de haber asumido posiciones
antidemocráticas, con las cuales evidentemente no estaba de acuerdo. En unos
días tuvo su flamante gabinete, de perfil aparentemente más técnico y
competente de los que nombraba su predecesor, pero que también lastraba algunas
sombras sobre varios de ellos, situación que al parecer no tuvo en cuenta la
nueva presidenta, pues en su invocación para jurar al cargo a cada ministro incorporó
una fórmula anticorrupción. El propio presidente del Consejo de ministros
arrastra una acusación antigua de acoso y maltrato, así como un nexo con un
exmagistrado en proceso de extradición por haber conformado una red de
corruptelas al interior del Poder Judicial.
Pero el asunto no terminó allí, sino que el malestar empezó
a crecer entre la población, que veía cómo los congresistas celebraban un
triunfo pírrico ante las cámaras, totalmente ajenos a la demanda mayoritaria
para que también ellos dejaran el poder. El descontento se hizo furor, y en los
días que siguieron marchas multitudinarias salieron por diversas ciudades del
interior del país, especialmente del sur, como Arequipa, Ica, Cuzco y Ayacucho,
donde el grito era unánime exigiendo el cierre del Congreso, la convocatoria a
nuevas elecciones y a una Asamblea Constituyente. La represión no se hizo
esperar, cobrándose hasta el momento cerca de una veintena de muertos, en una
secuela dolorosa de sangre y desolación que afecta principalmente a los
sectores más humildes de la sociedad, cuyos hijos han perecido en estas
jornadas de lucha bajo las balas de una policía que termina otra vez convertida
en verdugo de un pueblo al que debe más bien protección y seguridad.
Vidas jóvenes segadas por la necedad y la desidia de una
clase política totalmente divorciada de las aspiraciones y necesidades de un
pueblo al que ya no representa. Tal vez nunca lo hizo, por lo demás, pues el
método de elección de los candidatos al parlamento que realizan los partidos
políticos está viciado en sus orígenes y vaciado de legitimidad. Los que
resultan elegidos de esta manera no representan en verdad a la ciudadanía, sino
a los intereses del jefe del partido y, por último, a sus propios intereses. Desde
la crisis de los partidos políticos de los años 90 del siglo XX, lo que existe
en la actualidad son entidades que usufructúan ese nombre, porque en realidad
son apenas clubes de amigos u organizaciones de dudosa naturaleza, conducidas
por un caudillo que, por lo que se ha visto en todos estos años, más tiene de
cabecilla que de otra cosa. No en vano muchos de estos personajillos tienen
procesos abiertos ante la justicia por encabezar una organización criminal.
La crisis en el Perú es tan profunda que la salida debe ser
radical. El nuevo pacto social pasa por una Carta constitucional que recoja las
demandas más perentorias de las grandes mayorías, un diseño inteligente acorde
con los tiempos, una estructura jurídica que integre los avances significativos
en derechos sociales, políticos y económicos de las sociedades igualitarias y
auténticamente democráticas. Necesitamos no sólo juristas, sino también
sociólogos, filósofos, economistas, pedagogos, antropólogos y representantes legítimos
de los gremios, sindicatos, colegios profesionales y demás organizaciones de la
sociedad civil para esta labor de refundación de una república que en dos
centurias de existencia no ha logrado cuajar una entidad madura, eficaz y
eficiente que responda a los intereses de todos sus miembros.
Lima, 16 de diciembre de 2022.
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