sábado, 31 de agosto de 2024

Micaela

 

Hace cinco años se publicó un libro más, de los muchos que existen, sobre un personaje controvertido y polémico del siglo XVIII, durante las postrimerías del virreinato del Perú. Se trata de La Perricholi. Reina de Lima (Penguin Random House, 2019), del escritor peruano Alonso Cueto, novela que ha sido pasto de mi insaciable curiosidad tanto histórica como literaria en las últimas dos semanas. El mismo autor confiesa que para escribirla, además de haberse sumergido durante ocho años en la lectura de todos los libros que pudo obtener sobre su personaje, ha establecido una especial relación amorosa con Micaela Villegas, la protagonista indiscutible de toda una época y de esta narración que fascina doblemente: tanto por la recreación notablemente lograda por el narrador, como por el contraste con los hechos de un tiempo que sigue interesando a quienes tenemos una particular relación con la historia de nuestro país.

La narración se inicia con la llegada del nuevo virrey del Perú, Manuel Amat y Junyent, en 1761. Viene procedente de Chile, donde ejerció la gobernación de esa posesión hispana que era parte del Virreinato del Perú. Ante el anuncio de su arribo se forma un alboroto entre los limeños, entre ellos el señor Joseph Villegas, que luego de desayunar esa mañana sus tazas de chocolate se encamina a la plaza de armar con su hija Micaela, a presenciar el ingreso del flamante representante del rey a la Ciudad de los Reyes. El día elegido es el 12 de octubre, día de la Virgen del Pilar, patrona de la Hispanidad. Desde el puerto del Callao, Amat hace el recorrido en dos días hasta la capital, transportado en carroza.

El terremoto que asoló la ciudad ocurrió en 1746, el señor Villegas enviudado y se posteriormente casado con Teresa de Mendoza. Vivían entonces en el barrio del Rímac, su hija Micaela tenía trece años. Existía una estrecha relación entre padre e hija, pues él alentaba en la niña su talento artístico, además de haberle enseñado a leer. Sin embargo, serían pocos años más que la acompañaría, y a su muerte Micaela quedó muy desolada. Un día acudió al Coliseo de Comedias y se entrevistó con el administrador, Bartolomé Maza, para decirle que quería bailar y cantar. Desde ese momento se convirtió en su empresario y andaba con ella por toda la ciudad.

Así fue creciendo Miquita, abrigando cada vez con más ímpetu el deseo de convertirse en una actriz. Los hombres la merodeaban, la miraban con codicia, su esbelta figura empezó a ser la comidilla de una ciudad envuelta en modelos cortesanos. Igualmente era objeto de las miradas oblicuas de las mujeres, sobre todo de aquellas que decían pertenecer a la nobleza criolla, damas que se daban ínfulas de superioridad, que las hacía despreciar la belleza mestiza de una mujer que iría a desafiar todo el engranaje colonial.

La primera vez que el virrey la vio de verdad fue un domingo de misa, en la iglesia catedral, adonde Micaela acudía con su madre. Preguntó por ella a su asistente Estancio. Luego, la invitaría a palacio conjuntamente con la Inesilla, otra actriz, rival de aquella. Era una treta tramada por el catalán, pues ya hace rato que estaba decidido a conquistarla. La recibió otra noche, que sería la previa al establecimiento definitivo de su relación. Era mediados de septiembre de 1767, el día 28 de ese mes la Perricholi cumplía diecinueve años. Manuel Amat ya andaba por los 63.

A los pocos años nacería el único hijo de ambos, Manuel Amat y Villegas, llamado familiarmente Manuelito o Manuchito. La narración transcurre en esos vaivenes de la vida virreinal, con sus reuniones en los salones de palacio, el ajetreo de la plaza en los días de fiesta, las funciones en el teatro donde Micaela es la estrella principal, mientras la Inesita, opacada por la fulgurante carrera de nuestra heroína, decide exiliarse al sur de la ciudad. Las misteriosas tapadas hacían furor en las calles de lo que se consideró la ciudad más importante de la corona en América.

Micaela tiene en su hermana Josefa a su mejor confidente y valedora, quien la entiende y apoya en todo. Los pretendientes siguen rondando a la Perricholi. Uno de ellos es Martín de Armendáriz, un militar casquivano que la seduce tras continuos asedios en el tiempo en que ella y el virrey estaban separados después de un episodio bochornoso en el teatro. Producto de esa relación Micaela queda embarazada, noticia que comunica al fulano, quien, al solo enterarse de su perspectiva de paternidad, desaparece como por arte de magia. Decide tener a la niña, pues su instinto de madre le dice que será mujer. La llamará Manuela, en un guiño irónico de su propia vida. Lástima que la pequeña morirá a la tierna edad de dos años.

Son los años de la Inquisición, a la que a veces el virrey se enfrenta, sobre todo por causa de Micaela, como la vez aquella en que Miquita se lanza a defender a una pobre mujer acusada injustamente de brujería. También es el tiempo de la expulsión de los jesuitas, decretada por el rey en 1767, decisión con la que el virrey no estaba de acuerdo, por los múltiples beneficios que aquellos habían aportado a la educación, entre ellas la de él mismo. Sin embargo, debe cumplirla a pesar de sus reparos.

Después de quince años de servicios a la corona, llega la orden del relevo del virrey, noticia que ya se comentaba por toda la ciudad. En 1775 sale Amat del Perú y Micaela queda con su hijo ya jovencito que poco a poco le dará más de un dolor de cabeza. Especialmente la vez en que se empecinó en casarse con Mariana Vergara, empleada costurera de su madre. Micaela hizo todo lo posible para impedir la boda, y simultáneamente tratar de que Margarita García Mancebo, conocida de la familia, fuera la elegida. Manda apresar a su propio hijo y envía a la joven para consolarlo. Gradualmente Manuchito va cediendo y termina casándose con ella en la iglesia de San Lázaro, mientras Mariana se aleja con su familia después de recibir un jugoso presente de Micaela.

Fermín de Echarri, un comerciante navarro, fue el hombre del último tramo de la vida de Micaela, con quien entabló una relación luego de la partida del virrey, a pesar de que en esos años ya la asediaba a las salidas del teatro. Ambos se asociaron para administrar el Coliseo de Comedias, actividad que les permitió gozar de una holgada situación económica, sobre todo por el empuje y el empeño de Miquita. Se casaron casi a fines de ese siglo XVIII y vivieron juntos hasta la muerte de Fermín acaecida en 1808. La Perricholi ya era poseedora además de muchos bienes, como la casa de la Quinta del Prado en Barrios Altos y de un molino en el Rímac, adjunto a la casa que el virrey había mandado construir para ella en una esquina de la Alameda de los Descalzos, emblemático lugar de concurrencia de la sociedad limeña junto con la no menos famosa pampa de Amancaes.

Personajes ilustres de nuestra historia van apareciendo en la novela, ya sea como parte del relato o mencionados por los protagonistas. Es el caso de Hipólito Unanue, con quien Micaela traba una intensa amistad cuando el prócer era aún un estudiante de medicina. O Mariano Melgar, de quien se enteran que se ha enrolado al ejército de Pumacahua en el Cuzco y luego ha sido capturado y ejecutado tras la derrota patriota en la batalla de Umachiri. De igual manera, es muy comentada la presencia en el Perú del barón Alexander von Humboldt, insigne naturalista alemán que recorría el territorio haciendo importantes investigaciones científicas.

Son numerosos los pasajes en que el narrador se sumerge en profundas reflexiones existenciales, meditaciones poético-metafísicas de un muy buen nivel literario. Es, sin duda, una obra de gran valor estilístico, fruto de la madurez como novelista de Alonso Cueto, escritor que nos entrega un fresco de época en esta novela histórica que hace vivir al lector la intensidad y la atmósfera de esos años cruciales que precedieron a los primeros levantamientos independentistas, que medio siglo después culminarían en la separación política definitiva de este territorio de la metrópoli.

 

Lima, 24 de agosto de 2024.


 

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