El teólogo más eminente que ha dado el Perú en la última
centuria, con una contribución originalísima a ese pensar singular que se ha
definido como la inteligencia de la fe, ha muerto el pasado mes a los 96 años
de su edad, después de una larga trayectoria vital, intelectual y espiritual en
favor de un compromiso auténticamente cristiano. Despedida de este mundo que
nos interpela a quienes vivimos en América Latina especialmente, una región
marcada por una injusticia secular, y cuyas víctimas son precisamente esos
pobres por los cuales Gustavo Gutiérrez siempre ha abogado como su opción
preferencial.
Lo leí hace cuarenta años, cuando me sentí muy entusiasmado
por la teología de la liberación, la corriente que impulsó justamente a partir
de la publicación de su libro capital: Teología de la Liberación. Perspectivas
(cep, 1971). La contribución teológica del padre Gutiérrez lo fui asimilando
con mis juveniles ímpetus inclinados hacia los problemas sociales de este
continente. En los corrillos universitarios me convertí en un difusor ardoroso
de los postulados y los aportes del formidable teólogo, a pesar de mi deriva
agnóstica cada vez más acentuada.
A contrapelo de la posición oficial de la iglesia Católica,
con una postura cada más acentuada hacia posiciones conservadoras, la obra de
Gustavo Gutiérrez se inscribe en esa ola de renovación al interior de la propia
institución por sectores progresistas, entre ellas la del mismo papa Juan
XXIII, bajo cuyo pontificado se llevó a cabo el Concilio Vaticano II, primera
apertura del clero hacia la realidad social y económica de un mundo sujeto a
grandes cambios y en medio de convulsiones políticas de todo tipo: guerras,
revoluciones, movimientos civiles, guerrillas y luchas de liberación en
general.
Atesoro como una auténtica joya bibliográfica el libro del
sacerdote dominico, que ya tengo otra vez en mis manos después de exactamente
cuatro décadas para una obligada y gustosa relectura. Recuerdo que por esos
años mi conversación estaba trufada de términos teológicos debido a la
apasionada lectura de la obra. Mis amigos me oían pacientes e impávidos en los
pasadizos de la Facultad de Derecho de San Marcos después de clases o en un
intermedio.
La imagen que despide el padre Gutiérrez es la de un hombre
bueno, un ser humano cabal que ha alcanzado ese estadio de humanidad que muy
pocos realmente alcanzan en la vida, y no sólo por su condición de religioso,
sino porque elevándose por encima de su propio sufrimiento y de las miserias de
este mundo, asumió un compromiso que trasciende la mera pertenencia a una
congregación religiosa. Una voluntad fidedigna de servicio a los más
vulnerables, a los descartables de la sociedad, distingue ese apostolado de
largas décadas consagradas a la reflexión crítica y a una pastoral humilde de
praxis cristiana.
Pasó largos años vetado por la propia jerarquía eclesial,
sobre todo durante el papado de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Impedido de
oficiar el rito religioso, fue confinado a una modesta parroquia en un barrio
del distrito del Rímac en Lima, desde donde sin embargo siguió su propia
batalla silenciosa en favor de los más necesitados. Ninguneado por la élite
académica del Vaticano, su doctrina se fue labrando un lugar en la memoria y
los corazones de miles de creyentes que escuchaban su palabra renovadora y fresca
alzada siempre en pro de quienes el sistema de cosas establecido arroja a la
periferia de la sociedad.
Reconocido con el Premio Príncipe de Asturias de la
Comunicación y las Humanidades en el año 2003, rescatado poco a poco del olvido
oficial impuesto por el clero, su figura se fue asentando en el horizonte de
nuestro tiempo hasta adquirir visos de leyenda, siendo respetado en todos los
rincones del mundo como uno de los pensadores más destacados de un cristianismo
original volcado a una misión de verdadera vocación de caridad, fe y liberación
para aquellos que por siglos han padecido la opresión estructural de un sistema
injusto y violento que los ha arrojado a condiciones intolerables para la
condición humana.
Su legado debe ser retomado por todos quienes somos testigos
de una realidad que no ha cambiado gran cosa en los últimos cincuenta años, y
que por el contrario parece que ha virado en retroceso. Se impone una relectura
de su obra -que ya comentaré próximamente- a la luz de estos signos de los
tiempos que no anuncian precisamente mejoras significativas para los eternos
olvidados del mundo.
Lima, 9 de noviembre
de 2024.
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