En 1941 se publicó una de las novelas más significativas del entrañable escritor andahuaylino José María Arguedas, obra que le supuso su ingreso definitivo al exclusivo grupo de los grandes creadores de nuestra literatura del siglo XX. Se trata de Yawar Fiesta, una ficción bajo los postulados del indigenismo, pero que logra trascender el mero afán de denuncia y nos entrega un verdadero fresco social del Perú.
La historia del pueblo de Puquio y sus costumbres, entre ellas el llamado turupukllay o corrida de toros a la usanza india, domina el material narrativo, que a través de once capítulos relata la forma cómo el pueblo se va preparando para la consumación de ese acto ritual que encierra un profundo simbolismo desde el punto de vista social, y representa una vía de expresión de esa natural búsqueda de expansión lúdica del alma del habitante del ande.
La novela se inicia con una descripción del pueblo indio de Puquio, donde a una geografía feraz y casi idílica se superpone el entramado artificial de las relaciones humanas: la división en cuatro ayllus --Kollana, Pichk’achuri, K’ayau y Chaupi--, y la esquemática estratificación de las clases sociales en indios, mestizos (o chalos) y mistis.
Luego el narrador nos relata el despojo del que es víctima el pueblo a manos de los poderosos hacendados de la zona, una realidad que han explorado y explotado numerosas obras de la vertiente indigenista, y que a veces se ha convertido en el recurso tópico por excelencia de esta corriente literaria. Sin embargo, Arguedas logra situar el hecho en una dimensión diferente al dosificar su carga de realismo dentro del marco de un conjunto de elementos que también son decisivos en la novela, uno de los cuales es indudablemente el elemento mítico.
En esta categoría del mundo novelesco logran situarse diversos personajes cuya común característica es que logran tener una presencia inmanente en la realidad ficticia. Están protegidos de los avatares de la historia por esa condición que les provee su calidad de objetos mágicos o presencias símbolo en medio de los sucesos de una realidad cambiante.
El primero de ellos es el K’arwarasu, el nevado tutelar de la región, que cual Apu vigilante observa desde su posición privilegiada los hechos que acontecen a sus pies; enseguida está la wakawak’ra, especie de corneta andina hecha del cuerno del toro, cuyo sonido imponente llena de auténtico terror sagrado los oídos de los pobladores, especialmente de los mistis, quienes al oírlo experimentan un desasosiego inexplicable. Y por último está el Misitu, animal fabuloso que emerge de las aguas de la laguna para vivir en los k’eñwales, y que, ya convertido en un toro bravío e indomable, será la víctima propiciatoria de la fiesta de sangre que corona la novela, luego de ser casi arrastrado por los indios K’ayau, desde sus dominios hasta la plaza grande del sacrificio.
En este microcosmos social conviven todos los actores del drama histórico del Perú, desde el Subprefecto, representante político del gobierno, hasta el alcalde Antenor, los varayok’s o autoridades de cada ayllu, los mistis o principales que viven a lo largo del jirón Bolívar, la calle principal del pueblo, y que tienen a Julián Arangüena como prototipo del gamonal abusivo y respondón, los mestizos o chalos que ocupan las calles transversales a la principal, seres intermedios en la escala social que generalmente sirven de criados de los mistis, y los indios que malviven en las breves tierras a que la codicia y el abuso de los hacendados los ha condenado.
Luego del circular que llega de la capital para que la corrida se lleve a cabo de la manera tradicional, los indios se avienen a celebrar su fiesta como se lo imponen las autoridades, es decir, al modo “civilizado” de la costa, para lo cual encargan la contratación de un diestro a los lugareños avecindados en Lima y que conforman el Club Lucanas. Es así que Ibarito llega al pueblo para la fecha señalada, el 28 de julio.
El día central todo el pueblo se viste de fiesta y acude en masa a la plaza de Pichk’achuri (que además tiene el atractivo del desafío entre los indios de este ayllu y los K’ayau) para el turupukllay, previamente reducida según las indicaciones del Vicario para evitar las masacres de otros años, en que numerosos indios morían despanzurrados por los filudos pitones del astado.
Ante la deserción de Ibarito, que en la primera capeada percibe la naturaleza invencible del Misitu, son arrojados al ruedo los toreros indios --el “Honrao”, el Tobías, el Wallpa y el K’encho--, para que culminen la faena dejada inconclusa por el español. El capeador Wallpa es malherido por la embravecido Misitu, muriendo desangrado en la plaza grande; entretanto el varayok’ alcalde de K’ayau alcanza un cartucho de dinamita al Raura, que éste hace estallar en el pecho del animal, mientras que el Alcalde le comenta al Subprefecto que lo que ha presenciado es el yawar punchay verdadero.
En este laboratorio verbal que finalmente es la novela, son cocinados a fuego sostenido los más álgidos problemas que acucian a una sociedad como la nuestra, que hierve de desigualdades, maltratos, abusos y exclusiones. Mas también puede ser visto como el lugar de encuentro de los protagonistas del drama histórico, puestos en la circunstancia precisa para tender puentes de reconciliación entre los vastos sectores sociales que representan. Una lectura imprescindible.
Lima, 20 de marzo de 2010.
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