La desaparición física del cineasta peruano Armando Robles Godoy ha enlutado al país entero. El cine, el arte y la cultura nacionales están de duelo por el adiós postrero de este artista singular en muchos sentidos.
Robles Godoy era, indudablemente, el hombre que más sabía de cine en el Perú, maestro reconocido por numerosas generaciones de aficionados y profesionales del llamado séptimo arte. Este mismo hecho hacía que la envidia y la mezquindad crecieran en torno a su figura como mala yerba alrededor de un árbol de buena ley.
Además de cineasta, Armando era también poeta, escritor y periodista, un hombre de gran versación intelectual, que podía discurrir con magnífica solvencia sobre temas tan diversos con el mismo rigor y profundidad. Recuerdo a propósito esos intensos y entretenidos diálogos que sostuvo en varias ocasiones con el polígrafo Marco Aurelio Denegri en la televisión nacional, sobre un tema que era caro para ambos: el erotismo. Nunca oí hablar con más desenfado y conocimiento, con más libertad y desprejuicio sobre el sexo, la sexualidad, la pornografía y temas aledaños que las veces en que los dos se entregaban a desafiantes coloquios sobre asuntos tan interesantes pero también tan espinosos.
Por varios años, Robles Godoy tuvo a su cargo una página completa en el suplemento dominical del diario El Comercio de Lima, una columna titulada El lenguaje misterioso, donde comentaba con buen tino y mejor prosa todo aquello que tuviera que ver con esa gran pasión de su vida: el cine. Las películas, los autores, el lenguaje cinematográfico, las realizaciones originales, y de las otras; todo era motivo para que Armando se explayara con gran sapiencia a través de reflexiones, ideas y pensamientos sugestivos sobre los detalles y pormenores de ese arte novedoso del siglo XX.
Una constante dominaba esas elucubraciones semanales: que el cine era un lenguaje único al que no se parecía ni asemejaba ninguno de los que conocíamos hasta entonces, y que por lo tanto conocerlo y apreciarlo era siempre una tarea ardua y retadora. Consecuencia natural de esta comprobación era una afirmación que Robles Godoy repetía con cierta regularidad para malograr nuestras ingenuas complacencias: que la inmensa mayoría de la gente no sabía ver cine, pues ignoraba la semántica y la sintaxis del nuevo arte. Y por eso él trataba de adiestrar al público en el aprendizaje y el dominio de aquello que para el cineasta resumía el significado del arte cinematográfico: el de ser un lenguaje misterioso.
Alguna vez divisé a Armando Robles Godoy en una calle céntrica de Lima, en las inmediaciones del jirón Miró Quesada, cerca del añejo e histórico local del diario decano de la prensa nacional. Estuve tentado de acercarme a saludarlo, pero un inexplicable pudor aunado a otras urgencias apuraron mi camino, quedando en mi retina su alta y magra figura, con el cabello recogido que terminaba en una colita de caballo, imagen perfecta del tipo iconoclasta y contracultural que siempre fue.
Hijo del gran compositor y musicólogo Daniel Alomía Robles, autor de seis largometrajes y de muchos más cortos y documentales, así como de libros de poesía y de narrativa, Armando fue una presencia polémica y controversial en el panorama cultural de un medio muchas veces tan pacato y hostil como el nuestro. Nacido en los Estados Unidos en 1923, de padre peruano y madre cubana, Robles Godoy es un referente imprescindible en la cinematografía nacional, el creador con el que la producción fílmica peruana alcanzó la madurez artística, merced al fecundo aprendizaje que aquel realizó en el conocimiento del cine europeo, principalmente.
Su muerte a los 87 años de edad debe ser el punto de partida de una auténtica valoración de su obra y del justo reconocimiento que ella merece por su valioso aporte al desarrollo del cine latinoamericano y al arte y la cultura en general.
Lima, 14 de agosto de 2010.
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