Es una mala cosa que a veces sólo los premios literarios nos revelen la existencia de valiosos escritores que de otra manera permanecerían en la sombra del olvido o tras el muro de la indiferencia. Este es el caso del chileno Hernán Rivera Letelier (Talca 1950), catapultado al justo reconocimiento público gracias a la concesión del Premio Alfaguara que este año ha merecido por su novela El arte de la resurrección.
La obra narra la vida y milagros de Domingo Zárate Vega, más conocido como El Cristo de Elqui, un personaje recogido de la tradición del país sureño, que vivió allá por las primeras décadas del siglo XX, desatando a su paso y presencia toda una batahola de prejuicios, burlas, suspicacias e inquinas provincianas en todos los lugares por donde se dedicó a predicar su doctrina, al mismo estilo que lo hiciera su remoto antecesor cuando anunciaba sus buenas nuevas por las tierras de la Palestina.
Endiabladamente bien escrita, la novela nos seduce desde el lenguaje, pues el escritor chileno rehúye de los lugares comunes en un estilo desenfadado y fresco, manteniendo a la vez su tono coloquial enhebrado de adjetivaciones originales y frases chisporroteantes que deslumbran por lo insólitas y novedosas. Rivera Letelier cree que el arte de la literatura está en la forma, porque lo que hace que una historia tenga la gracia y el atractivo que todo exigente lector demanda, no está tanto en lo que se cuenta, sino en la manera cómo se cuenta. Y en esto el novelista se exhibe como un diestro consumado en el uso de la pluma.
Su dominio en los recursos narrativos le sirve para capturarnos desde el inicio, cuando relata el primer milagro fallido del Cristo de Elqui en el capítulo de entrada. Se trata de la versión moderna de la resurrección de un tal Lázaro, un beodo irredento que solía emborracharse hasta morir, y que es utilizado para hacerle una jugarreta al predicador desastrado por parte de la insolente irreverencia de los patizorros del desierto.
Luego nos enteramos de la forma en que llega a la oficina Providencia, conocida como simplemente La Piojo, en busca de una discípula de quien había oído hablar en otras circunscripciones vecinas. Se trataba de Magalena Mercado (no Magdalena, como se explica en la novela), la ramera beata de la pampa -“la más puta de las santas, o la más santa de las putas”-, una hembra bíblica que había llegado a la oficina en los tiempos de la migración de orates, cuando fueron traídos desde el sur por un enganchador llamado Pancho Carroza.
El revuelo que causa entre la población la llegada de este Cristo de mala facha, con su barba entierrada y su túnica o sayal sucio de arena, sólo servirá para que las autoridades y algunos pobladores lo tomen como el objeto predilecto de sus venenosas burlas y de sus sádicas inclinaciones al castigo físico. Su figura y sus propósitos despiertan la fe adormecida de una escuálida muchedumbre, así como el desprecio y la mala fe de un puñado de maledicentes personajes de la comunidad.
Este es un Cristo humano, demasiado humano, como tantos otros que ha dado la literatura y el arte contemporáneos, al punto de encontrarse en situaciones de lo más comunes que todo mortal promedio vive y padece. Su vida sexual, por ejemplo, bien puede ser motivo de escándalo para la clerecía oficial, como que lo es en la novela para el padre Sigfrido, hipócritamente desde luego, pues este ensotanado suele ser voceado como el presunto padre biológico de la mismísima Magalena.
La delirante escena de una prostituta instalada con sus aparejos en medio del desierto -tras ser expulsada de la comarca por interesadas razones del gringo Mr. Johnson, administrador de la salitrera-, acompañada de don Anónimo, un orate que sale todas las mañanas, armado de escoba y azadón, a barrer la inmensa llanura, debe figurar entre las imágenes más surrealistas de la literatura.
El contenido social tampoco está ausente de la novela, a través de la denuncia de las inicuas condiciones en que laboran los obreros en esta parte del mundo, y que se hace patente a través de la huelga, reclamando derechos básicos, que recorre buena parte del relato. Para matar el tiempo vacío, los tiznados y los patizorros concurren a recibir las prestaciones caritativas de Magalena, devota de la Virgen del Carmen, que tiene la feliz ocurrencia de brindarles sus caricias a crédito, mientras dure el conflicto.
El narrador es un obrero de las salitreras del desierto: “Los obreros llevábamos once días de huelga declarada” –declara, o: “para no bostezar de aburrimiento nos entreteníamos contando sus grotescas morisquetas faciales”; pero en el curso de la historia se intercalan otras voces que le dan vivacidad y soltura a la vibrante aventura de este Cristo de Elqui y de los otros personajes que destacan por estar coloreados de humor, crítica social e imaginación desaforada.
Un nuevo gran novelista insurge en Latinoamérica con Hernán Rivera Letelier, criado en el desierto más largo del mundo y cuya geografía lo tiene plasmado en el rostro –como él mismo lo ha dicho-, y que a través de esta premiada novela debe significar una presencia renovadora en la inagotable vena creativa de la literatura escrita en este lado del mundo.
Lima, 7 de agosto de 2010.
No hay comentarios:
Publicar un comentario