En su libro El crepúsculo de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo (Leipzig, 1889), el inagotable maestro de Rocken vuelve a los viejos temas que han sido la constante de su pensamiento filosófico. Se sabe, por ejemplo, que toda su filosofía la ha construido sobre estos cuatro pilares fundamentales: la idea del superhombre, la muerte de Dios, el sentido de la tierra y el eterno retorno de lo mismo. No de un modo sistemático, sino espontánea y libremente, se van agrupando en su obra las ideas matrices que han alimentado todo el pensamiento contemporáneo. Pensar por ejemplo que sin Nietzsche, no se explicarían cabalmente ni Freud, ni Heidegger ni buena parte del arte y la literatura del siglo XX.
Contra quien primero arremete en las primeras páginas es contra Sócrates, el filósofo por antonomasia, el para muchos incuestionable maestro oral de Atenas. Nietzsche afirma que aquel padecía de una enfermedad: la vida. La escena y los diálogos de la muerte de Sócrates le sirven al filósofo alemán para abonar su tesis. Además, critica en él la dialéctica como “recurso de la plebe, de la pobreza de medios, de los desvalidos, de los sin derecho.”
Otro de los temas recurrentes en su filosofar es el asunto aquel de la moral, a la que cataloga como una de las formas de la contranaturaleza, reclamándose el líder de los inmoralistas y desnudando el trasfondo donde se esconde el verdadero significado de lo que se llama moral. Para nuestro filósofo, la moral y la religión constituyen el más funesto de los errores, pues confunden causa y efecto. Así, dice: “todo medio de que estos ‘mejoradores’ –Manú, Confucio, Platón- se han servido para moralizar a la humanidad, ha sido inmoral.”
Habla también de la exigencia que se le hace al filósofo: que esté más allá del bien y del mal –algo que Jorge Luis Borges juzgaba canallesco. Y en materia de aprendizaje, una auténtica educación había de lograr cuatro cosas: aprender a ver, a pensar, a hablar y a escribir. La danza de los pies, de los conceptos, de las palabras y de la pluma. Con profundo sentido autocrítico decía sobre los alemanes: “La serenidad, la brillantez de espíritu, no parecen compatibles con nosotros.”
Con respecto a la relación entre el saber y el poder he aquí una frase luminosa: “Engáñase quien equipara estado y cultura; antes estos son antagonistas… Las épocas sobresalientes de la cultura han sido épocas de decadencia política; lo grande, lo sublime, culturalmente, es apolítico o antipolítico”. Algo más: “La política envilece las cosas espirituales.” Nietzsche ya prefiguraba el derrotero que habría de seguir la forma política del estado frente a la actividad de la cultura.
En relación al asunto estético, siempre pregonó su admiración por el dios griego de la embriaguez: Dioniso; y por ello sentenciaba que ésta, es decir la embriaguez, era la condición fisiológica para el fenómeno artístico o para una mirada estética. “En el arte el hombre asoma a la perfección”, era la conclusión de este vitalista amante de la belleza y del arte del buen vivir.
Otras citas al respecto: “El hombre cree el mundo pletórico de belleza, y no considera que él la crea… En lo esencial, el hombre se refleja en las cosas, y cree bello lo que le devuelve su imagen: el juicio ‘bello’ como vanidad de su especie”. Y luego: “La lucha contra la finalidad en el arte es la lucha frontal contra el afán moralizador, contra el poner el arte al servicio de la moral. L’art pour l’art no significa más que arrojar la moral al tacho de basura”. De este jaez es el pensamiento nietzscheano cuando la moral intenta meter sus narices en todo lo que incumbe a la libertad humana; pareciera que ella sólo estuviera en el mundo para enturbiar la vida, para ensombrecer los momentos de más sana vitalidad y robustez de espíritu.
El afán iconoclasta y la demolición que emprende del pensamiento occidental, se sustentan en la manera cómo los hombres del pasado han negado los valores sacrosantos de la vida en nombre de la razón, encumbrando a Apolo como símbolo del saber claro y racional, en desmedro de Dioniso, emblema del saber trágico y oscuro, pero ligado a las fibras concretas del entramado real del hombre.
Relativiza y revalora el significado y la dimensión del egoísmo, así como el juicio que debe merecer. Dice que “ha de juzgarse según que se refiera a la línea ascendente o descendente de la vida”. Un enigma para espíritus afines. Sobre el suicidio señala: “No está en nosotros impedir nuestro nacimiento, pero sí reparar en el error (algunas veces lo es). Cuando un hombre se elimina, ejecuta el acto humano supremo: sólo por esto ya merece seguir viviendo…”. Palabras que podrían iluminar el debate de nuestros días.
Cuando habla del genio, recuerdo una frase suya lapidaria (cito de memoria): “El pueblo es un rodeo que da la naturaleza para producir un genio”. Mi noción de genio, dice el filósofo del martillo, es que son material explosivo, energía sobrehumana acumulada. Él mismo decía de sí que era pura dinamita, capaz de partir en dos la historia de la humanidad. Jactancias de genio.
Finalmente, y luego de hacer un justo elogio de Goethe, “un ascenso a la naturaleza del Renacimiento”, Nietzsche reconoce su deuda con los antiguos, de los cuales sólo destaca a tres: Salustio (“Mi sentido del estilo… despertó súbitamente cuando conocí a Salustio”); Horacio (“Ningún poeta hasta hoy ha despertado el gozo estético que despertó una oda de Horacio”) y Tucídides (“Tucídides, a quien prefiero, me curó y salvó del platonismo”).
El libro tiene, pues, mucha sustancia nutricia y mucho fruto de provecho. Que esta azarosa recensión mía sirva apara espolear el interés y la curiosidad de otros lectores que el eminente profesor de Basilea siempre espera.
Lima, 21 de agosto de 2010.
No hay comentarios:
Publicar un comentario